
ClaritoEl Ruedo, 1946
Al principio fué el sombrero. Los toreros de a pie entran en el ruedo, como suele decirse de los que no se destocan, `caballeros cubiertos´. Después surge la redecilla de malla. Envueltos en ella los cabellos, trenzados y sujetos con una especie de peineta sobre la nuca, como protegiéndola, saltan del siglo XVIII al XIX los dos toreros mas fachendosos, más pagados del atavio profesional: Costillares y Pepe-Hillo. Algunos, precavidos contra el viento, que ya entra a los circos taurinos sin esperar la erección del ventilado coso de las Ventas, reaseguran la red atándolo con un pañuelo. Otros, con un lazo de seda, precursor de la futura moña. Hay, sin embargo, un huracán al que ninguna ligadura se resiste: la moda. Y un día vuelan las redecillas, los pañuelos y los lazos. Y otro día, allá por el 1830, un nuevo Petronio del toreo -pinturero en la calle y en la plaza-, el gran Montes, se encaja el primer modelo de montera. Por detrás y por debajo de ella, la moña recubre ampliamente su ancha trenza. Poco más, y no tardan trenza y moña en estrecharse y reducirse. Y cuando apenas si el siglo llega a su mitad, ya del antiguo tocado sólo queda un vestigio: un mechoncito de pelo que crece en el cogote del torero: la coleta.
Por de pronto, confinado el uso del traje corto a las fiestas y faenas camperas -tan solo lo viste, con terca añoranza, el ex diestro Guerrita, trocándose de típico a extraño- ; anticuada la camisa de cuatro botones, e ido de la circulación el sombrero ancho, con el quebrar de la coleta se quiebra y rompe el único hilo que unía para el torero la Plaza con la calle. La coleta era ya su única insignia, la única pieza de su uniforme de diario. Y desde que el atuendo paisano lo confunde y ampara, el toreo pierde uno de sus antiguos valores morales: la prestancia callejera.
Con su flexible, su gabardina entallada, sus zapatos bajos y su pelo planchado, la gente dirá al verlo: `ahí va un cuentacorrentista´. No dirá: `ahí va un torero´. Mucho menos señalará: `ese es el que huyó ayer por la tarde...´
Desde la caída de la coleta para acá, sin que dependa de ella, pero siendo ello uno de esos signos reveladores del cambio de ambiente y de sentido de la Fiesta, comienza a invertirse en la crítica -hablada y escrita- el orden estimativo del valor. Data de estas fechas la sustitución del concepto: `Fulanito torea muy bien, pero ¡ay!, es muy cobarde´, por el de `Fulanito es muy cobarde, pero ¡ay!, torea muy bien´. De no mucho después son también -y ya mi pluma lo ha satirizado en algún otro trabajo sobre la seriedad e importancia de la coleta- esos juegos y rejuegos mercantiles de la retirada. El ir y volver, y decir adiós y desdecirse de los toreros. Las retiradas, madres de las reapariciones -escribía yo-, no hubiesen encontrado vía libre en tiempos de la coleta. Pertenecen al acervo de los cálculos y frivolidades del toreo moderno. Coinciden en la Plaza con el trueque del toro por el becerro, de la chicuelina por el lance de frente, la suerte de varas por la mojiganga del peto, del volapié por el paso de banderilla; y también del sombrero ancho por la `mascota´; de la camisa rizada por la corriente; de la coleta por el pasador. Los toreros antiguos no se retiraban. Se cortaban la coleta. Le daban un tijeretazo sensacional y definitivo a la profesión. Retornar sin coleta hubiese constituido una afrenta o más: un imposible. Hay un torero que va y vuelve: El Gallo. Pero... es calvo. Otro que incurre en la debilidad de un tornaviaje: Fuentes. Pero lo disimula en la cabellera...
La coleta, lector -gran destino de las pequeñas cosas-, representaba una época viril y seria del toreo. Toro el actual flujo y reflujo de `fenómenos´, todo ese juego del escondite del `ahora me voy y ahora me quedo´, y aún del `no me voy nunca´puede ser porque ya no se lleva la auténtica trenza. Porque no se llevan las suertes ni los toros de su época. Porque a los toros -a ellos también- se les ha cortado bastante la coleta...