2 de marzo de 2016
Abre la despensa. Escoge un paquete de pasta, otro de alubias y un par de brick de leche. Ahora mira en el frigorífico y vacía un par de baldas al azar. Toma un bolsa, deposita toda la comida en su interior y tira todo a la basura. Esto, de forma indirecta, ya lo haces cada semana.
Fíjate: casi un tercio de la comida producida a nivel mundial se desperdicia, cuando no se tira a la basura. Sólo en EEUU supone 33.000 millones de euros anual... pasemos los dígitos a algo tangible: 33.000 millones serían por ejemplo, 33.000 escuelas. La cifra en EEUU aún es más paradójica, ya que dos terceras partes de la población padece sobrepeso. ¿Cuántos de estos alimentos, acumulados en festines, panzas, o vertederos, habrían podido alimentar a personas que de verdad lo necesitan?
En Francia, a partir de ya, ser derrochador puede llevar a la cárcel. Los supermercados de más de 400 metros cuadrados estarán obligados, por ley, a aprovechar los alimentos. Cuando se acerque la fecha de caducidad, en vez de destruir los productos vertiendo lejía (práctica habitual), tendrán que donarlos a la caridad o reconvertirlo en pienso o abono. Incumplir esta medida acarreará cuantiosas penalizaciones; es más: como medida extrema, los responsable disfrutará dos fantásticos años en la cárcel, con todos los gastos pagados. Esto, leído desde el punto de vista español-latino, desde países donde a prisión sólo van pobres y/o esbirros de esbirros, es especialmente gratificante.
Cuando se malgasta la comida, estamos siendo irrespetuosos. Irrespetuosos con el agua, la tierra, la materia prima... irrespetuosos con nuestra economía, pero sobre todo estamos siendo irrespetuosos con los 3,1 millones de niños, menores de 5 años, que mueren cada año por desnutrición. La comida es una cosa muy seria, sobre todo si no la tienes en el plato.