Sea verdad o no, se nos dice continuamente que las posibilidades son ilimitadas y que cuanto tenemos que hacer es elegir las que nos vayan mejor; y lo que es más importante, se nos castiga por no conseguir encontrarlas, como si lo que se nos había dicho sobre su accesibilidad fuera cierto. Nos hemos acercado peligrosamente al Erewhon de Samuel Butler, ese lugar donde se trataba a los especuladores y embaucadores como si fuesen víctimas de la desgracia, donde se tenía piedad de ellos, se los cuidaba y bañaba de simpatía pública, mientras se consideraba a los enfermos y los pobres como criminales y se los metía en la cárcel, donde “la suerte era el único objeto adecuado para la veneración de los humanos”, donde se reconocía que “el desordenado regateo del mercado y, en última instancia, la fuerza bruta decidían, y siempre decidirían, hasta qué punto un hombre tenía derecho a tener más suerte que sus vecinos y merecía, por tanto, mayor respeto que ellos”, o donde un juez replicaba a los ruegos de piedad de los desafortunados diciendo: “Podéis decir que ser criminal es vuestra desgracia; yo os respondo que vuestro crimen es ser desgraciado”.