Revista Arte
Era el modelo más apreciado, y efímero, ese que los creadores deseaban impresionar ya con la imagen grandiosa, a veces colorida, y a veces por colorear. ¿Qué mejor trasfondo? ¿Cuál mejor fondo para esos escenarios naturales, y que debían contrastar ya con los objetos que el creador, además, desearía eternizar en su obra? Contaría ya incluso el director Martin Scorsese en 2004, en su película El Aviador, cómo su protagonista, el inefable Howard Hughes, comprendió que, para filmar mejor los aviones enfrentándose en el cielo de su película sobre la Primera Guerra Mundial, debían disponer de nubes en el cielo, para que éstas fueran el fondo idóneo y contrastable para el efecto que deseaba conseguir. Entonces, contrataría a un meteorólogo incluso para que le buscase nubes, ese cielo cubierto de ellas, lleno ahora de esas capas transformadoras del color, del ambiente, de las formas y del temblor de las imágenes.
Y habría un pintor que, cien años antes de esos rodajes pioneros, perseguiría ya esos instantes de cielo animado, caprichosos, raros, acogedores, violentos a veces, desesperados otras, pero maravillosos ya, inspiradores del todo, y deseosos. John Constable, el paisajista inglés que se anticipara a los impresionistas para hacer en sus lienzos mucho más que un paisaje clásico, trataría ahora de comprender los cúmulos, los nimbos y los cirros para hacer de ellos ese reflejo especial, algo ni previsible, ni ocasional, ni conocido. Y en una ocasión escribiría, el propio pintor, en su diario: Hoy, 5 de septiembre de 1822, hora, diez de la mañana, mirando al sudeste, viento fuerte al oeste. Nubes muy luminosas y grises en rápida carrera sobre un estrato amarillo, aproximadamente a media altura del cielo. Y, luego: Busco en el mediodía. Viento muy rápido. Efecto brillante y fresco. Nubes que se mueven muy rápido. Apertura muy brillante al azul.
Cuenta una leyenda -que es posible que sea verdad- que a los vikingos ni siquiera los cielos cubiertos por nubes les impedían orientarse en su navegación. Pero, para ello, debían saber dónde se encontraba el Sol, algo imposible con esas aglomeraciones nubosas que impidirían ver al ojo humano, incapaz de filtrar la luz polarizada, lo que habría también detrás. Pero hubo un maestro vikingo, un héroe llamado Sigurd, que dispondría de una piedra solar, un talismán que obraría prodigios con los que ver más allá. La leyenda cuenta cómo el rey vikingo Olaf pediría a Sigurd su mediación para descubrir dónde se ocultaría el Sol. Entonces éste tomaría su piedra, que no era más que un cristal polarizador, una forma transparente de calcita, la situaría hacia el cielo ya cubierto de nubes, y la rotaría hasta descubrir así la dirección de la luz desconocida. De este modo, terminaría localizando la posición del Sol, y, finalmente, les permitiría a los vikingos orientarse ya para poder navegar por los difíciles y duros mares del norte.
Con las fotografías hemos fijado ya esa maravillas atmosféricas, evanescentes, sinuosas, etéreas, sin demasiada lógica en su formación, pero sorprendentes, desastrosas a veces, allegadas otras, cercanas, envolventes, y casi poéticas. Con estas imágenes, ahora reales, plasmadas en el momento de ser -y que ya no volverán jamás a ser eso que en ese momento fueron-, podemos contemplar que aquellos pintores no se desviaron mucho de una realidad tan fascinante. Los colores que llegan a reflejar pueden parecer tan irreales, como existentes en la paleta de los creadores de entonces. Pero, existían ya; existen; fueron capaces de verlos. Y, las nubes, esas cosas inasibles y efímeras, nos descubren ya la extraordinaria capacidad que tienen de ser los mejores encuadres de una Naturaleza feraz, inesperada, pródiga y reluciente.
El poeta español Manuel Altolaguirre (Málaga, 1905- Burgos, 1959), nos dejó ya la impresión que dejan las nubes también en los que insertan sus impresiones en rasgos de tinta en vez de en los plásticos y bidimensionales y visuales cuadros:
Oh libertad errante, soñadora,
desnuda de verdor, libre de venas,
arboleda del mar, errante nube;
si en lluvia el desengaño te convierte,
la forma de mi copa podrá darte
una pequeña sensación de cielo.
vuelve a la tierra, oh mar, vuelve a la vida,
a las cadenas de los largos ríos,
a las prisiones de los hondos lagos;
vuelve afiliada a penetrar mil veces
angostos laberintos vegetales.
¡Oh libertad, tus puertas son heridas!
No las quieras abrir, sigue encerrada
en la sedienta piel o te sostenga
el inclinado cauce del torrente.
Todo sueño que es nube se deshace.
Vuelva a brillar el sol, pues la blancura
de esa ilusión de libertad celeste es tan sólo una sombra hecha jirones.
No sueñe más el agua, y tenga vida
en la savia o la sangre, tenga sólo
en mí su libertad, libre en mis lágrimas
Cuando el pintor Constable se obsesionara tanto con llegar a entender lo que sus ojos no alcanzaban aún a comprender del todo, siguió persiguiendo esa formas volátiles y caprichosas a través de los campos y las campiñas inglesas. Entonces, volvería a escribir en su diario: Sería difícil citar un paisaje del cual el cielo no fuera la clave, la escala y el órgano esencial del sentimiento. El cielo es fuente de luz en la Naturaleza, y lo gobierna todo, e inspira incluso nuestras observaciones cotidianas más corrientes acerca del tiempo. La difilcultad de los cielos es muy grande en la pintura, tanto en la composición como en la ejecución; porque si son brillantes, no han de acaparar la atención, sino que ha de pensarse en ellos más que como último plano; no ocurre así con los fenómenos o efectos celestes accidentales, los cuales atraen siempre de modo particular la atención.
La poetisa polaca Wyslawa Szymborska (1923-2012) supo entender ya la dificultad de comprender aquello que uno no se detiene a mirar:
Vamos tropezándonos con la realidad de las ciudades, sorteándo las hendiduras del cielo, sin mirar casi nunca a las nubes, sin mirar casi nunca a los cielos.
(Óleo de John Constable, Estudio de Nubes, 1822; Fotografía de un cielo con nubes en la sabana africana; Cuadro Naufragio de Pablo, 1690, del pintor Ludolf Backhuysen, Alemania; Fotografía Mar de Nubes, del autor alejandrojdiaz.wordpress.com, 2011, Canarias, España; Óleo Holandeses embarcando en un Yate, 1670, Ludolf Backhuysen, Museo de Arte de Cincinnati, EEUU; Pintura Ballena en la playa de Schevenigen, 1663, del pintor Cornelis Beelt, Museo Schwerin, Alemania; Fotografía del cielo de Ille aux Cerfs, Isla Mauricio, 1966, foto de F. Ossing; Fotografia de cielo nocturno, Asturias, España; Óleo Cristo en una tormenta en el mar de Galilea, 1695, Ludolf Backhuysen; Cuadro de John Constable, Tormenta inmente en la bahía de Weymouth, 1820; Cuadro Buques en alta mar, 1684, Ludolf Backhuysen, Minnesota, EEUU.)
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