En el capítulo 11 de su libro El viaje al poder de la mente, Eduard Punset nos plantea la cuestión de si hay vida antes de la muerte y nos da una idea de cómo gestionar un batallón de cerebros.
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Desde siempre, los humanos nos hemos preocupado por si habría vida después de la muerte. Si existirían ese cielo para los buenos en el que nos reencontraríamos con nuestros seres queridos y ese infierno justiciero en el que pagaríamos por nuestros pecados. Si sería posible la materialización de esa idea de la reencarnación que adoptamos de las culturas orientales o si veríamos esa intensa luz al final del túnel en el momento de nuestra muerte.
Cuánto nos gusta evadirnos del momento que estamos viviendo con cualquier excusa. Como si la muerte fuese más importante que la vida que estamos despreciando cada vez que enfocamos nuestra atención en momentos que ya pasaron o en futuros que aún no han llegado y no tenemos ni idea de cómo serán.
También nos gusta demasiado perder el tiempo montándonos películas sobre lo que se cuece en las mentes de los demás cuando éstos no nos responden de la forma que nos gustaría, en lugar de intentar contactar con esas personas de forma directa y respetando sus palabras y sus motivos. Porque, afortunadamente, el mundo no gira alrededor de nadie, sino al revés: somos cada uno de nosotros los que hemos de girar en torno a los demás ejercitando la empatía y dejando la fantasía para los ratos de ocio.
Las relaciones humanas tienden a complicarse con demasiada frecuencia por simples malos entendidos que nos empeñamos en elevar a su máxima potencia, llegando a convertir verdaderas nimiedades en serios conflictos que pueden acabar minando relaciones de años. Esto puede ocurrir en cualquier ámbito o faceta de nuestras vidas. En el terreno amoroso, en el familiar, en el laboral y en el social. Parejas que se rompen sin que nadie entienda el motivo, hermanos que dejan de tener contacto sin que nada haya provocado aparentemente esa ruptura, jefes o trabajadores que de repente dejan de otorgarse confianza o amistades que se pierden después de años de cultivarse.
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En todos estos casos, podemos encontrar un factor común en esos distanciamientos: el otro ha dejado de ser como pensábamos que era.
Pero, ¿el problema es realmente el otro o lo somos nosotros? Quizá la otra persona siempre haya sido como la vemos ahora, pero nosotros preferimos crearnos una versión mejorada de ella y es esta versión la que decidimos aceptar y no la genuina. El otro no es quien nos ha decepcionado. Somos nosotros los que nunca le aceptamos como realmente era, tal vez porque lo que más nos molestaba de él o de ella es lo mucho que nos recordaba a esas partes de nosotros mismos que no soportamos.
Muchas veces nos empeñamos en creer que podemos llegar a cambiar a las personas que queremos y perdemos años intentándolo sin conseguir ningún avance en ese espinoso terreno u obteniendo justo lo contrario de lo que pretendemos: que los defectos que vemos en el otro o en la otra se acaben agravando con el tiempo. En cambio, si en lugar de centrar nuestra atención en tratar de cambiar al otro, lo que hacemos es dejarnos llevar por la vida y cambiar nosotros mismos, entonces descubrimos que se produce el milagro de que el otro o la otra empiezan a cambiar. Empiezan a descubrir nuestros cambios y tratan de adaptarse a ellos. Desde niños, las personas aprendemos por imitación. Si lo que nos muestran nuestros modelos son sólo quejas y reproches, es lógico que acabemos respondiendo de la misma manera. Sin embargo, cuando nos sorprenden con positividad, con empatía y con respeto, acabamos contagiándonos y dejando aflorar nuestra mejor versión.
Eduardo Punset explica en su libro la teoría de Robert Rosenthal, en la que sintetiza las condiciones para que se dé lo que él denomina la “conexión especial”con otra persona. Estos componentes mágicos son tres: la atención mutua, el sentimiento positivo compartido y el dúo no verbal bien coordinado. Si se dan los tres, la relación funciona. Si no se dan, es casi imposible que prospere la relación.
A veces contamos con esa atención mutua y también somos capaces de lograr ese dúo no verbal bien coordinado, pero nos encontramos con que no esperamos lo mismo de esa relación. Esto nos pasa con la pareja, pero también nos puede pasar con un trabajo, o con un amigo, o con ciertos miembros de la familia. Esperamos demasiado de los otros o los otros esperan demasiado de nosotros. O tenemos intereses muy distintos en la vida. Y las relaciones se acaban distanciando y rompiendo.
Otras veces nos pasa justo lo contrario: compartimos al cien por cien el interés por un fin concreto, pero fallamos en la atención mutua y en la coordinación del dúo no verbal. Este tipo de relaciones tampoco pueden alargarse mucho en el tiempo, porque tampoco tienen dónde anclarse y acaban naufragando.
Cuando conseguimos que los tres componentes que menciona Rosenthal converjan en una relación, es como si se fusionasen dos universos diferentes en uno solo, mucho más rico y evolucionado en todos los sentidos. Muchas veces hemos oído decir de que uno más uno son mucho más que dos. Si una sola mente es capaz de establecer millones de sinapsis y tiene la capacidad de reinventarse con cada una de ellas avanzando en direcciones nuevas, ¿cuánto más no podrán conseguir dos mentes cuando empiezan a trabajar sincronizadas? Esto mismo, extrapolado al terreno de las empresas, o de la educación, o de la medicina, o del deporte, ¿cuántas mejoras no puede representar en la gestión de la productividad, el ingenio y la creatividad, la optimización de todos los controles y procesos o el rendimiento hasta niveles insospechados? Dos, cinco, diez, veinte, cincuenta mentes sincronizadas… ¿cuánto de bueno no pueden llegar a conseguir? Sería algo así como recrear la experiencia de la invención de internet, pero con mentes humanas.
Siempre hemos oído que la unión hace la fuerza. Las conexiones entre cerebros que se reconocen y se entienden casi a la perfección, también pueden hacer posible lo que creemos imposible.
Si hasta ahora nos hemos estado fijando en los currículums académicos y profesionales de las personas que pretendemos seleccionar para determinados puestos de trabajo o para pertenecer a determinados clubs deportivos o entidades académicas o culturales, quizá deberemos empezar a cambiar nuestros sistemas de selección basándonos en cómo creemos que se relacionarán esas personas con las personas que ya integran los equipos de trabajo en las que nos disponemos a integrarlas.
Los conocimientos académicos se pueden adquirir, pero las actitudes, la gestión de las emociones y el modo de relacionarnos con los otros son habilidades que requieren de mucho trabajo personal previo. De ahí la importancia de que empecemos cuanto antes a mirarnos a nuestro espejo interior y a tratar de descubrir qué no soportamos de nosotros mismos para poder emplear nuestro presente en cambiarlo antes de seguir viéndolo reflejado en los demás y haciéndoles pagar a ellos unas culpas que son sólo nuestras.
Nos queda mucho que hacer por nosotros mismos y por quienes más nos importan antes de morir. Centrémonos en ese cometido y olvidémonos de pasados que ya no podemos reparar y de futuros que están por llegar. Sólo de nosotros depende conseguir un futuro mejor tratando de cultivarnos desde hoy para ir cosechando día a día nuestra mejor versión.
Estrella Pisa
Psicóloga col. 13749