La conjura de los necios es una novela en la que apenas aparecen quince personajes, y algún secundario, cuyas vidas tienen dos ejes convergentes: la absurdidad e Ignatius. El señor Kennedy creó lo que entiendo que es una obra maestra, no en vano fue ganadora del premio Pullitzer y de otros de nivel en diferentes países. Lo que comienza con un personaje absurdo, ridículo en todos los aspectos, en su vestimenta, su aspecto físico, sus pensamientos, sus relaciones, su edad, su trayectoria, su familia, todo un gran y ridículo esperpento, va cogiendo forma página a página. Pero no me quiero adelantar.
Como decía, la novela gira en torno al personaje central, Ignatius Reilly, un tipo de unos treinta años, despreciable, egoísta, misógino, adiposo, sucio, haragán, homófobo, onanita, asocial, vago, tacaño, mal educado, y, por qué no decirlo, un tanto desequilibrado mentalmente, que vive en un barrio de New Orleans con su madre viuda, y alcohólica. Ignatius apenas sale de su habitación, donde pasa el tiempo escribiendo ideas en cuadernos que tiene esparcidos por todos los lugares, y aliviando la presión de un hombre adulto sin pareja contra las sábanas de su cama. Sin embargo, en una de las pocas ocasiones en que abandona la protección de su cueva para salir con su madre, se ven envueltos en una absurda situación que da pie al inicio de la novela, y a la presentación, majestuosa, de todos los personajes.
A partir de un accidente de coche causado por la conducción de su madre ebria, la extraña pareja asume una deuda monetaria que la ridícula pensión de la viuda no puede soportar y obliga a Ignatius a salir al mundo real a buscar trabajo. Pero en esta primera escena, de por sí surrealista, no solo se da inicio a la novela, sino que aparecen por primera vez la mayoría de los personajes, todos ellos sin relación aparente que los una, ni nada que pueda hacer pensar al lector que se los volverá a encontrar. Pero ese es uno de los grandísimos méritos del señor Kennedy, la conjugación de una red de personajes que no tienen ninguna posible relación entre ellos, y que sin embargo forman la maquinaria perfecta de esta novela. En lo que casi podría considerarse un ensayo sobre el efecto mariposa, cada movimiento del elefántico Ignatius arroja ondas, aún no calificadas por la ciencia, que degeneran en situaciones esperpénticas para al resto de protagonistas.
He de reconocer que durante algunos momentos de la novela, el personaje de Ignatius se me hizo un poco agotador, y algunas de sus disertaciones aburridas. Incluso el esperpento, si es repetido, puede volverse rutinario. Para los que hemos tenido la gran fortuna de leer El laberinto de las aceitunas, o El misterio de la cripta embrujada, del grandísimo Eduardo Mendoza, aquellos personajes que puedan recordarnos al anónimo detective, como mínimo no nos sorprenden, e Ignatius Reilly, en muchos aspectos, que no el físico, me hacía recordar a ese protagonista extraordinario de las aventuras del señor Mendoza. Eso sí, con el hándicap de que el detective es nuestro, se mueve por la ciudad de Barcelona, habla de aspectos que conozco, radiografía a la sociedad catalana (a la que pertenezco) con maestría, poniéndonos frente a uno de esos espejos de feria que deforman la imagen, pero que mantienen un deje de realidad, algo que con el personaje de Ignatius anclado en New Orleans no he llegado a sentir igual, ya que ante la misma imagen deformada en el espejo he dudado al distinguir entre las aristas de la parodia, la crítica y la realidad. También he leído en la contra de la novela que Ignatius recuerda a un Don Quijote adiposo…, estoy de acuerdo, pero a mí me ha recordado más a ese detective “mendociano”, carente de su afilada perspicacia, pero igual de impresentable.
De todas formas, salvado este escollo que no debería afectar a nadie normal, la novela empieza a girar ante los ojos del lector como si nos hubiéramos colocado detrás de un orfebre a punto de trabajar con su materia primera. Trozos absurdos de metal, piedras valiosas sin pulir, aros y artilugios extraños que en sus manos se van puliendo, dando nombre, forma y consistencia para engarzarlos unos en otros hasta formar una joya extraordinaria.
La conjura de los necios es una novela divertida, de esas que en cada edad de la vida uno encontraría diferentes matices, como ocurre con el Quijote, y de la que probablemente si la hubiera leído en mi adolescencia, o primera juventud, me habría quedado con lo grotesco del personaje, gordo, feo, bigotudo, sucio, torpe, mal vestido, absurdo. Sin embargo, haberla leído en la edad adulta me ha permitido ver más allá de la máscara de payaso, entender qué se esconde tras la pintura bochornosa que adorna la cara de Ignatius, sufrir las tristes vidas de unos personajes que las letras del autor han camuflado entre la parodia y la burla. El diálogo que reproduzco a continuación es la réplica que da Ignatius a un gay vestido de marinero que se encuentra encadenado en las argollas de una casa de otro gay, lugar habitual de reunión de los más estridentes, desinhibidos y notorios gais de la ciudad, y lugar de celebración de las más locas fiestas de ambiente:
-Libradme de estas espantosas cadenas, por favor – suplicó el marinero –. Están manchándome de óxido mi traje de marinero.Este es Ignatius, archivero y vendedor de salchichas, graduado por la universidad, e hijo único, virgen y vago hasta la epopeya.
-Sabéis, los grillos y las cadenas tienen funciones en la vida moderna que jamás debieron imaginar sus febriles inventores en una época más simple y antigua. Si yo fuera un constructor de casas lujosas instalaría por lo menos un equipo de cadenas, fijadas en las paredes de todas las nuevas casas amarillas de ladrillo tipo rancho y de todos los chalets dúplex de Cape Cod. Cuando los residentes se cansasen de la televisión y del ping-pong o de e lo que hiciesen en sus casitas, podrían encadenarse unos a otros un rato. Les encantaría a todos. Las esposas dirían: “Mi marido me encadenó anoche. Fue maravilloso. ¿Te lo ha hecho a ti tu marido, últimamente?” Los niños volverían corriendo del colegido a casa, a sus madres, que estarían esperándoles para encadenarles. Esto ayudaría a los niños a cultivar la imaginación, cosa que la televisión les veta. Y habría una reducción apreciable del índice de delincuencia juvenil. Cuando el padre volviera del trabajo, la familia unida podría agarrarle y encadenarle por ser tan imbécil como para estar trabajando todo el día para mantenerles. A los parientes viejos y revoltosos podría encadenárseles a la puerta del coche. Sólo se les soltarían las manos una vez al mes para que pudieran firmar los cheques de la seguridad social. Las cadenas y los grilletes podrán asegurar una vida mejor para todos. Tengo que conceder un espacio a esto en mis notas y apuntes.
Pero no se encuentra solo en su aventura, otros personajes de gran calado le dan réplica para engrandecer la narración, Jones, un negro vagabundo encargado de la “limpieza” de un local de striptease, o Mancuso, el patrullero al que su sargento disfraza de las formas más humillantes para deshacerse de él, por nombrar solo a dos de los quince.
Sin duda, se necesitarían páginas y páginas para analizar esta novela, su prosa, su ritmo, las historias de unos personajes geniales que quedan eclipsados por la grandeza (en todos los aspectos) de Ignatius, un análisis que no tengo capacidad para realizar, pero que sí la tengo para asegurar que los últimos capítulos, aquello que los clásicos llamarían el desenlace, son extraordinarios, de una belleza máxima y de una precisión extrema, y que nadie debería perderse esta joya.
Resumen del libro (editorial)
El protagonista de esta novela es uno de los personajes más memorables de la literatura norteamerciana: Ignatius Reilly -una mezcla de Oliver Hardy delirante, Don Quijote adiposo y santo Tomás de Aquino perverso, reunidos en una persona-, que a los treinta años aún vive con su estrafalaria madre, está ocupado en escribir un a extensa y demoledora denuncia contra nuestro siglo, tan carente de "teologia geometría" como de "decencia y buen gusto"; un alegato desquiciado contra una sociedad desquiciada