Puesto porJCP on Aug 18, 2012 in Autores
Antes de la Carta gaditana, lo que hoy las leyes denominan “España” era un mosaico de territorios bastante diversos que sólo tenían en común la institución de la Corona. Sobre eso, y de un plumazo, aquélla crea “La Nación española”, proclamada con un engolamiento más conminativo que persuasivo en su Titulo I-Capítulo I. Aún así, en el Título II tiene que recular un poco, pues su art. 10 lleva como encabezamiento “Del territorio de las Españas”, un cajón de sastre que malamente unifica los espacios peninsulares con los ultramarinos: así de colonialista e imperialista es el documento fundador del liberalismo español.
Esas “Españas” (fórmula de transición que pronto se olvidó, pues ya no aparece en la Constitución de 18-6-1837, para dejar sitio al vocablo “España”) consistían en territorios dispares, que poseían una acusada personalidad, con instituciones, derecho, historia, cultura, idiosincrasia, vida económica y en ciertos casos lengua propia. En realidad, nadie, dejando a un lado las elites, se sentía español en tiempos de lo de Cádiz, ni siquiera la gente de Castilla, y en las pocas ocasiones en las que antes de 1812 se usaba el vocablo, era con un sentido vago y ambiguo, más cercano al de “hispano” de los textos antiguos, puramente geográfico, que designa a quienes eran oriundos de la península Ibérica, que al significado actual. Éste es creado en Cádiz.
A ello se consagran los Títulos I y II de la Constitución. Además de fundar “la Nación española” y el concepto de “los españoles”, imponen a éstos la obligación del “amor a la patria” (art. 6), de ser fieles a las leyes y a las autoridades, de tributar y “defender la patria con las armas, cuando sea llamado por la ley”. Luego, el capítulo IV, “De los ciudadanos españoles” redondea todo ello. Por tanto, en Cádiz hay una explosión de nacionalismo español, de chovinismo y patriotería, dirigida también a españolizar todos los territorios.
La Constitución gaditana extinguió instituciones tan venerables como la del Principado de Asturias, fundada en 1388, la del Reino de Galicia, de condición mucho más antigua, los sistemas de gobierno propios de Andalucía (no citada como tal en el mencionado artículo 10, que se refiere sólo a Granada, Jaén y Sevilla) o Aragón, la peculiar organización política y jurídica de Canarias, los fueros vascongados y el gobierno de Navarra por medio de sus Cortes, a las que el rey de Castilla quedó subordinado, asunto algo paradójico, desde la ilegítima conquista de 1512. Y en Cataluña, por su parte, la Corona de Castilla había culminado el proceso uniformista en 1714, aboliendo por la fuerza lo más sustancial de su derecho e instituciones.
La cosa fue tan grotesca, por autoritaria y despreciativa hacia la voluntad del pueblo, que cuando el 7 de marzo de 1820 la Constitución gaditana entra en vigor por primera vez, quedan abolidos, por ejemplo, los fueros vascongados. Dicho de un modo gráfico, las gentes de esos territorios ese día se levantaron siendo vascos y se acostaron convertidos en españoles… sin que nadie les preguntase su parecer: ese es el respeto por la soberanía popular que contiene la Carta gaditana. Con ello los tres fueros territoriales vascongados, obras jurídicas de mucha envergadura, que habían tenido un dilatado periodo de formación entre los siglos XIV al XVI, son abolidos en beneficio de un Texto jurídico-político confeccionado mil kilómetros al sur1.
En Navarra sus Cortes tuvieron que dejar de ser, a partir de 1829, para que todo el poder de legislar y formar gobiernos quedara en manos de las Cortes de “la Nación española”, radicadas en Madrid, la Urbe todopoderosa, una nueva Roma concentrada en esquilmar y rapiñar, en organizar ejércitos y adiestrar policías.
Esas modificaciones contenían otras no menos luctuosas. Además de ser convertidos a viva fuerza en españoles y violentados psíquicamente para que amaran algo que les era extraño e incluso incomprensible, “las Españas”, quedaban obligados a someterse a un régimen tributario bastante más gravoso que el foral, a ser enrolados a la fuerza en el ejército español, lo que sus fueron prohibían, a admitir funcionarios, jueces y policías ajenos a la tierra, por tanto, castellanoparlantes, a ser escolarizados en un idioma, en ese tiempo, ajeno al de la mayoría del pueblo vasco, y a recibir una interpretación de la historia que ocultaba o tergiversaba su pasado para controlar su futuro.
En suma, la Constitución de Cádiz puso en marcha un proceso de aculturación, destrucción de las lenguas propias y liquidación de instituciones y normas jurídicas autóctonas que necesariamente tenía que ser visto con disgusto por los pueblos que más gravemente fueron agredidos, aunque sus elites, casi en su totalidad, admitieron la nueva realidad, cuando no contribuyeron con entusiasmo a crearla. Sólo la gente modesta resistió y se opuso.
La diversidad y pluralidad precedentes, la heterogeneidad de lenguas y culturas, la abundancia de instituciones que limitaban y moderaban, efectivamente en algunos casos, el poder del monarca, eran negativas en el terreno militar, económico, tributario, administrativo y cultural para las elites españolas. Si España tenía que ser una gran potencia, la uniformidad se imponía. Si el capitalismo debía medrar, había que crear un mercado único, con una legislación económica uniforme y una mano de obra no menos pareja. Un ejército desarrollado, el gran sueño de los diputados doceañistas, demandaba poder reclutar igual en todos los territorios, entre varones jóvenes que comprendieran el castellano, la lengua de la oficialidad con la que se transmitían las órdenes, y que estuvieran motivados por un sentimiento patriótico común, esto es, español.
Este asunto manifiesta, de paso, la refinada hipocresía de la Carta gaditana, en al menos dos cuestiones. Tanto en su Preámbulo como en el “Discurso preliminar” leído ante las Cortes por A. de Argüelles a finales de 1811, se da un trato reverencial a “las antiguas leyes”, pero eso se hace sólo para abolirlas de muy mala manera. Se supone que el Texto de 1812 recogía su espíritu, pero nada más falso, salvo en lo que ése tiene de peor y negativo. En él se establece una idea de centralismo, jerarquía y uniformidad, de concepción abstracta, mecánica y deshumanizada del derecho, que en aquéllas o no se daba o se manifestaba de manera más atenuada.
El otro asunto aparece en el artículo 14, que define a la monarquía española como “moderada”, esto es, suave, dulce y tolerante por cuanto el poder del rey, dice, está subordinado a la Constitución y a las Cortes. Pero la realidad es justamente la opuesta. Eran las viejas leyes, en particular los fueros locales, ya caídos en desuso bastante antes por la presión real, pero también las instituciones territoriales gallegas, vascas, asturianas, aragonesas, etc. (sin olvidar a las catalanas, ya liquidadas en 1714, como se dijo), las que moderaban a la monarquía, al someterla a unos cauces y controles siempre severos e incluso humillantes para el monarca en alguna ocasión, lo que sucedía en esas fechas en Navarra y en el pasado sobre todo en Aragón.
Lo que salió de Cádiz era todo lo contrario, una estructura de poder manifestada en el triunvirato Rey-Cortes-Constitución, como expresión superestructural del dúo Estado-capital, que era despótica, irresistible, avasalladora, y frente a la cual no había ningún ente legal o texto jurídico en el que encontrar amparo. El cambio a peor liberal se hizo para crear un poder totalitario, para eliminar también en el terreno del derecho y las estructuras de poder los famosos “estorbos” del ilustrado Jovellanos, esto es, los límites que antaño se ponía al poder del Estado. Se podría decir, haciendo una concesión a la demagógica doceañista, que la monarquía fue “moderada” en Cádiz sólo para hacer inmoderado al ente estatal y al poder empresarial.
Una expresión más de avilantez de la Carta de 1812 es la cuestión de los derechos. Si bien no llega, ni de lejos, a la charlatanería hinchada y enfática, hipócrita, histriónica y engañadora, de la Declaración de Derechos del Hombre y el Ciudadano, de 26-8-1789, de la revolución francesa, aquélla también se vale de estas malas mañas, proclamando de boquilla los derechos individuales2, pero guardando silencio sobre los derechos colectivos.
Así, sociedades humanas singulares, con milenios de vida, eran negadas, reducidas a la no existencia y condenadas a desaparecer, lo que sólo puede llamarse de un modo: genocidio, sí genocidio. Se dirá con más claridad: la Constitución de 1812 es genocida. Las personas forman parte siempre de una comunidad de lengua, cultura, manera de ser, historia y economía, y no pueden dejar de pertenecer a una, o al menos hasta el presente ha sido así, pues en el futuro, con la mundialización, ese fenómeno atroz, no se sabe qué pasará. Si se niegan los derechos colectivos, los pueblos son negados. Y si éstos se trituran, los individuos que los componen quedan gravemente dañados. Por tanto, al anular aquellos derechos están repudiando en buena medida, y de facto, los que dicen admitir, los individuales, que, dicho sea de paso, son pura filfa para el pueblo en el constitucionalismo, hoy tanto como hace doscientos años.
¿Por qué esa brutal determinación de todo el constitucionalismo mundial, desde sus orígenes hasta hoy, de ir contra los derechos colectivos, contra todo lo colectivo?, ¿por qué esa terrible decisión de privar al individuo de su dimensión social haciendo de él un sujeto aislado y solitario? Si el ser humano es una combinación de ser individual y ser social, es de sentido común que haya deberes-derechos individuales y deberes-derechos colectivos, para realizar así de manera completa la esencia humana. Pero no. Algo sobre las causas de esa aberración, que busca convertirnos en monstruos deshumanizados y sobreoprimidos de forma estructural, se encuentra en el texto gaditano; el artículo 356, por ejemplo, expone que la función del ejército es “la defensa exterior del Estado y la conservación del orden interior”. Véase, para ir entrando en materia, ¡encarga al ejército el orden interior!, y ¡con la mayor desvergüenza amenaza al pueblo-pueblos con la represión ejercida por el aparato militar! A los liberales de Cádiz no les bastó con la criminal Milicia Nacional, también han de implicar al ejército en la represión día a día. Tal es lo que defienden, dicho sea de paso, todos los que consideran a “La Pepa” un gran “avance”, un paso adelante “en el camino del progreso”, un Documento que “nos hizo libres”. Eso explica que el Trienio Constitucional, 1820-1823, con aquélla como Ley aplicada, fuera una gran carnicería, un escalofriante barrunto de lo que luego fue el franquismo.
La Constitución de 1812 es la militarización de la vida social, de dos maneras. Por su jerarquización universal y omnipresente, y por la función que alcanza el ejército en la vida social, antaño mucho menor o inexistente.
Pero la clave es el uso que hace del vocablo “Estado”, el cual es protegido por el ejército contra las otras potencias en el exterior y contra las clases populares en el interior. Pero, ¿no es acaso el Estado una entidad colectiva, corporativa, asociativa? Sí, lo es. De ahí concluimos que la revolución liberal prohíbe todo lo colectivo al pueblo-pueblos sólo para afirmar y reforzar de manera obstinadísima e ilimitada su propia realidad como ente colectivo.
Si sólo existe lo individual y el individuo, según se manifiesta en el derecho estatal, ¿por qué no obra en consecuencia el Estado y se autodisuelve, quedando como una masa de sujetos inorganizados?. La respuesta es obvia, porque para realizarse como institución que aspira a maximizar su poder de ordenar y mandar, necesita, por un lado, ser cada vez más colectivo y compacto, por otro, hacer al pueblo cada vez más desestructurado, disperso y atomizado.
La Constitución de 1812 nos condena a la soledad, nos priva de uno de los grandes bienes y consuelos de la condición humana, la amorosa relación con los iguales. Sólo por esto debe ser considerada como un texto bárbaro e insufrible.
Es significativo que el Estado español pueda ser un colectivo, y el pueblo vasco, o el gallego, o el canario, o cualquier otro, no puedan ser un colectivo, una comunidad humana singular, esto es, no puedan ser pueblos por sí mismos.
El artículo 356, susodicho, contiene todo lo que es, en esencia, la Constitución gaditana, la apoteosis del Estado y la destrucción del pueblo-pueblos. La consecuencia última de la detestable carga de centralismo, uniformismo, hegemonía del aparato policial, prepotencia de Madrid, furor genocida y militarismo que contiene la Constitución gaditana, es una avalancha, una verdadera oleada, enjambre o hervidero de leyes, normas, disposiciones y formulaciones contra las lenguas de los pueblos no castellanos, no españoles. Sería necesario un texto bastante largo para meramente enumerar, una detrás de otra, las leyes dictadas por el Estado español durante el siglo XIX, en cumplimiento de lo establecido en “La Pepa” y sus clones, para laminar, pisotear, demonizar y arrancar esas lenguas, que eran las de sus respectivos pueblos, las de las clases humildes, trabajadoras en la ciudad y el campo, que vivían de lo suyo, pagando impuestos al Estado y llorando de rabia e impotencia cuando éste, además, se llevaba a sus hijos al ejército.
Los pudientes y mandantes de todos los territorios ya se habían ocupado de instruir a sus retoños en castellano, como venían haciendo desde hace mucho, ahí está el caso de Gerónimo de Uztáriz, ministro de Felipe V y pionero de la Ilustración española, para probarlo.
Eso explica que Espartero, el pretoriano por excelencia del constitucionalismo doceañista español, el espadón populista de origen popular (en esto se manifestó, también, para qué sirvió la abolición de los privilegios legales de la nobleza introducidos por el Texto gaditano), el Calígula de la cosa liberal y progresista, incendiase Gernika en 1835, esto es, 102 años antes de que también lo hiciera Franco. En esto no hay nada de sorprendente, pues como explica R. Griffin en “Modernismo y fascismo”, lo uno y lo otro vienen a ser lo mismo en esencia.
La primera guerra carlista, 1833-1839/1840 fue, entre otras muchas cosas, una resistencia de los pueblos que advertían que sus formas de vida, lenguas y cultura eran agredidas por el aparato de Estado español. En ella se luchó por la pervivencia, con la mirada puesta en el pasado (ahí está el error) de su universo referencial, lingüístico y cultural. Hicieron lo que pudieron, al parecer, pero, si hubieran pensado más, es seguro que más podrían haber hecho, pues la historia no se hace según leyes deterministas, sino conforme a la decisión, la inteligencia, la calidad y la virtud de los seres humanos reales implicados en los acontecimientos.
La historia, y por tanto, el presente en tanto que historia, es decisionista, no determinista, salvo de manera complementaria.
Para finalizar: lo que hizo la Constitución de 1812 en el terreno que hemos considerado, es exactamente lo que luego realizó el franquismo. La imposición violentísima del castellano, el uso obsesivo de los vocablos “España”, “español”, “nacional” y similares, la prohibición de toda versión de la historia que no fuera la española, la imposición del centralismo más agobiante, la mitificación de Madrid, la difusión de la perversa noción de una sociedad militarizada, homogeneizada y organizada de arriba a abajo, y la negación total del derecho de Autodeterminación a los pueblos con personalidad propia. Todo eso lo tomó y aprendió el fascismo de F. Franco de la Constitución Política de la Monarquía Española de 19 de marzo de 1812.
FRM
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1 Muchas veces he intentado imaginar cómo sería la lectura de la Constitución de 1812 desde los púlpitos de las iglesias en el sermón de la misa dominical en el País Vasco, actividad que el Estado exigió a la Iglesia y ésta realizó con gusto. Como es sabido, cada domingo se leía uno, a veces varios, de los artículos, 384, del texto gaditano. Considerando que ya en castellano son casi ininteligibles para la gente sencilla, debido al estilo leguleyo y pedantesco con que están redactados, y que, además, para la fecha una buena parte de las clases populares vascas no entendía el castellano, o lo comprendía muy mal, sobre todo la cultiparla constitucionalista, tenía que convertirse tal evento en algo esperpéntico. Y humillante, pues el individuo medio, hombre y mujer, era adoctrinado en una Ley de Leyes que ni siquiera alcanzaba a comprender, pero que intuía que iba a ser la que regiría sus vidas; incomprensión que le impidió prevenirse contra ello. Este hecho grotesco y tiránico alimentó progresivamente la indignación popular contra el constitucionalismo, de forma que ésta pronto se manifestó como oposición armada.
2 Quienes discursean al dictado de los amos del dinero, o prefieren hacerse los tontos para poder sobrevivir, lo que disculpo en parte si se hace sin pérdida de la propia dignidad y con respeto al otro, citan como uno de los más inmensos logros de la Carta de 1812 su artículo 371, que otorga “a todos los españoles” la “libertad de escribir, imprimir y publicar sus ideas políticas sin necesidad de licencia”. Un detalle menos citado es el que aparece dentro del Título IX, “De la instrucción pública”, lo que aporta pistas sobre su verdadera naturaleza: contribuir al adoctrinamiento de las multitudes en los intereses decisivos del tándem ente estatal-clase empresarial. Conviene recordar que antes de 1812 se publicaron libros magníficos, desde El Quijote a “Ensayo histórico-crítico…” de Francisco Martínez Marina, puesto en circulación en 1808, sin olvidar “Restauración de la antigua abundancia de España”, por Miguel Caxa de Leruela, 1631, o “De rege…”, Juan de Mariana, 1599. La pregunta es, después del portentoso momento emancipador concentrado en el citado artículo, ¿se ha logrado publicar algo que se aproxime, aunque sólo sea un poco, a tales trabajos? La respuesta es que, en general, no, y en los casos en que ello ha sucedido, por ejemplo, con dos textos de Martínez Marina posteriores a 1812, la censura resultó tan eficaz como en tiempos del Santo Oficio. El constitucionalismo reduce los libros a propaganda política, a modos y maneras de aleccionar, sin respeto por la verdad ni por la persona, haciendo del intelectual un mercenario dispuesto a lo que sea con tal de llenar la bolsa, como se observa en las y los enrolados en las vanidades y fastos, carísimos, del Bicentenario. Dado que ese articulillo no se propone expandir la libertad de expresión, solo el adoctrinamiento, y que la Constitución de 1812 es un texto contra la libertad de conciencia, desde el principio hasta el fin, todo ello forma un conjunto coherente. En consecuencia, hoy vivimos en una sociedad que odia la verdad y aborrece el acto de pensar, y lo hace de un modo autosatisfecho, narcisista, chulesco y fanatizado, que es lo que más miedo da.