No hay una reglamentación universal y matemática de lo que es valioso o no en el Arte. El estudio y análisis de obras de Arte es una muy acertada terapia también para la complejidad personal ante la valía o la estima subjetiva de los propios seres. Nos absuelve de la desesperación, de la inquina personal ante las atronadoras voces sagradas de la grandiosidad humana. También ante aquellas que no tienen otra razón de ser que existir, que ser lo son, a pesar de no haber obtenido del mundo la primorosa y elogiosa referencia ante la eternidad de lo bendecido por la historia o por los otros. Hay dos cosas que son un misterio, la verdad de lo elogioso y la falsedad de lo que no lo es. Para romper con esa dicotomía de lo obsesivo ante la vida habrá que buscar la autenticidad. Esto es, hoy por hoy, lo valorable, lo que no se dejará llevar por la moda, la propaganda, el sesgo simbólico o la basura indefinida de lo cultural. Pero, ¿qué es lo auténtico? Puede ser lo creado por el ser humano que no dejará en ningún caso de expresar armonía, fuerza, contraste, cierta realidad representativa y una respuesta emotiva profunda en quien lo percibe. Sin embargo, hay una variable más que no está ahí incluida y determinará la más significativa explicación al porqué una cosa es valiosa o no: la contemporaneidad de lo creado con la tendencia social que lo justifica. Porque es la tendencia social la que justificará las cosas. Y lo hace además a posteriori casi siempre. Pero, ¿qué es la tendencia social? Para no extendernos, es la doctrina publicada de la fe en algo determinado. En este caso una creación artística. Los que la promueven son los mesías de esa fe. No es que la fe no exista en sí, es que esa, y no otra, es la que primará sobre las demás. Ahora estamos en una situación histórica, y cada vez más, que, con la perspectiva de los años pasados, veremos las obras que una vez fueron modernas, vanguardistas o punteras con el distanciamiento temporal suficiente para empezar a ser agnósticos con ellas. No ateos, agnósticos. Es decir, podremos creer en todo pero no especialmente en nada. Y, entonces, la autenticidad volverá, tal vez, sobre sus pasos ateridos.
La expresión de lo armonioso es una característica artística en la que casi todos estaremos de acuerdo. Sin armonía no hay nada que valorar. Aunque, cierto Arte abstracto excesivo haya cuestionado esa sentencia armoniosa en sus creaciones. No se trata de alcanzar toda la armonía del mundo sino solo aquella que sea precisa para poder serlo. La fuerza expresiva es la variable que el Arte Moderno, por ejemplo el de Cezanne, llevará entre las cosas que lo hacen valorable. El contraste es fundamental para el sentido de la forma y del contenido, es una variable también moderna y antigua. Puede verse en Rembrandt y en Van Gogh. La cierta realidad de lo representado es la que chocará con la abstracción artística excesiva completamente. Sin cierta realidad, aunque sea mínima, no es posible referenciar nada representable. El Arte para ser auténtico necesitará de la representatividad de lo que es, aunque esto no sea exactamente así como se vea en el mundo artístico luego. Y por último la emotividad. Sin sentir alguna emoción en lo que vemos no merece ser nada visto. Todo lo percibido que nos llega debe ser originado por una emoción que lo representado nos permita sentir también, aunque sea mínimamente. Y todo eso junto, sin embargo, no servirá de nada para ser reconocido en la historia galardonada de lo asombroso en el Arte. La fe, la fe es lo que faltará ahí para llegar a ser parte del Olimpo. Pero la fe quién la determina. ¿Qué san Pablo será el que desarrolle la doctrina y acomode las formas de la adoración más creíble? Aquí no es tan sencillo arbitrar un argumento creíble, esas formas o partes de algo que justifiquen un resultado valorable o exitoso. Las causas que originan una relevancia histórica de algo son múltiples y se deben dar todas ellas además a la vez o poco tiempo después. Han podido existir otros san pablos, pero sólo uno existió en un tiempo y en un espacio y consiguió además, gracias a otras muchas cosas, establecer la fe que luego desarrollaría su existencia exitosa. Al final, el sentido de lo valioso es tan relativo que no merecerá la pena valorarlo. Así de irónico será el asunto de la valoración en el mundo. Los intereses ya creados seguirán planteados y poderosos frente a la volátil aquiescencia de lo valioso.
A mediados del siglo XIX se comenzaría en Francia a valorar la pintura creada al aire libre. Se denominó Plenairismo al resultado de componer pinturas con la luz natural y no en el interior de un estudio. Se comenzó a dar así un impulso al paisaje natural, con sus contrastes naturales, con sus iluminaciones naturales, con sus resultados naturales ante las formas complejas de la Naturaleza. De aquí surgiría el Impresionismo poco después. Pero, se crearían escuelas temporales para clasificar el Arte creado así, como lo fue el Círculo de Plenairistas de Haes, un grupo de pintores españoles que, al amparo de su maestro Carlos de Haes, compusieron obras de paisajes con el estilo natural propio de la creación al aire libre. Uno de ellos lo fue el pintor madrileño José Jiménez Fernández (1846-1873). Alumno de Haes, llevaría la obsesión plenairista a niveles de calidad que ya se comenzaron a vislumbrar en sus exposiciones nacionales. En el año 1873 decidiría el pintor madrileño viajar a la sierra del Escorial para hallar esas muestras de belleza natural que, para él, tuvieran además ese efecto emotivo profundo que el Arte debería tener. Como consecuencia de su estancia en El Escorial, enfermaría de pulmonía falleciendo a los veintisiete años de edad. Una malograda vida artística que, desgraciadamente, nunca pudo demostrar nada de lo que pudo ser y no fue. Pero, poco antes de eso crearía su obra Estudio de Paisaje. En ella veremos todas las características que una obra de Arte debería tener para ser auténtica. Salvo una cosa, la fe. Sin ella el mundo no conseguiría valorar, ni emocionarse, más allá de algunas de sus obras que tuvieron el goce de ser resguardadas, sin realce histórico ni cultural, entre las paredes menos elogiadas del insigne museo de su ciudad.
(Óleo Estudio de Paisaje, 1873, del pintor español José Jiménez Fernández, Museo del Prado, Madrid; Óleo Campo con amapolas, 1888, del pintor Vincent Van Gogh, Museo Van Gogh, Amsterdam (Fundación Vincent Van Gogh).)