Revista Arte
Cuando en un soleado día de verano del año 410 Roma se encontraba segura y confiada de su milenario y gran mundo indestructible, el autoproclamado rey godo Alarico se decidió por entonces asediarla, invadirla y asolarla como no se había hecho por nadie nunca desde hacía muchos siglos antes. Estos pueblos godos, que años atrás sólo eran bárbaras hordas desplazadas desde el noreste europeo, ahora, después de mezclarse y proclamarse aliados incluso de sus enemigos -de Roma-, desataban por fin la oculta intención que les arrogaba desde tiempo antes: destruir la hegemonía romana saqueando el centro nuclear del imperio.
Siglos antes, cuando Roma desarrollaba ya desde su inicio el gran pueblo que anhelaba ser, en el año 451 a.C., el Senado romano decidió enviar un grupo de magistrados a Grecia para conocer la maravillosa legislación avanzada de los atenienses. Éstos consideraban ya el principio de igualdad ante las leyes, que el gran gobernante y sabio griego Solón había llegado a compilar algún tiempo antes. De este modo, los romanos crearon así su famosa Ley de las XII Tablas, que establecían como normas lo que hasta entonces eran sólo costumbres. Pero, además, se hicieron públicas, expuestas para todos en Roma, y, sobre todo, libres de malas interpretaciones interesadas. Fueron aplicadas estas leyes a todos los ciudadanos, sin distinción de ninguna clase. Llegaron a ser las bases del famoso derecho romano y el gran filósofo Cicerón incluso llegó a decir que los niños aprendían su contenido de memoria casi. Durante el saqueo de Roma por Alarico en el año 410 d.C., las Tablas de las XII leyes romanas desaparecieron para siempre.
El período oscuro de la Edad Media sobrevino entonces en el mundo. Ahora, cada desmembrado reino florecido establecía sus interesadas normas, y los valores grecorromanos, su mitología y sus virtudes cayeron poco a poco desde sus clásicos altares. Aunque hacía casi ochenta años que el cristianismo había ocupado ya un lugar en el imperio romano cuando éste fue asolado por Alarico, todavía no alcanzaban a comprender, entonces, el inevitable destino que años después asumirían sus líderes -los obispos- para preservar algo aquella herencia cultural y civilizadora que, casi sin querer -¿o no?- ellos mismos llevaron a su trágico y desolado final. Sin embargo, así fue. Los obispos cristianos ocuparon el lugar de aquellos senadores romanos, algunos más acertados que otros, y lograron transmitir a través de los siglos algunos valores clásicos, fusionados, eso sí, con los bíblicos y teológicos de su fe. En la Edad Media se desarrolló una tendencia académica, la Escolástica, para compendiar así todo el saber y toda la cultura que la nueva etapa civilizadora cristiana, la vencedora al final de aquella caída romana, llevaría ahora a Europa para mantener así su hegemonía, más o menos conforme con los otros poderes, los reyes y sus políticas.
La Moral había tratado durante siempre de regular la conducta del ser humano, tanto consigo mismo como con los demás. Los griegos fueron los que le dieron nombre al concepto, en este caso se referían así, con él, a la costumbre. Indicaban, por tanto, aquellas costumbres que fuesen buenas o malas. Los filósofos griegos y romanos acabarían por darle forma, por tratar de interpretarlas, cada uno según su pensamiento. Y con las costumbres y las diferentes teorías filosóficas se condicionó el concepto moral: dependería éste ahora de las costumbres de cada pueblo, de cada región, de cada lugar, de cada gente; era, por tanto, relativa. Así que, desde siempre, durante siglos, hasta el racionalismo del siglo XVIII la moral había sido tenida como la teoría de las conductas referidas al contenido de las acciones, de lo que se hace: lo que se hace puede ser bueno o malo, por tanto será moral o amoral. Sin embargo, en este período difícil y casi huérfano de la edad media surgió un pensador curioso y valiente que se atrevió, antes que lo hiciera ya el gran filósofo Kant, a cuestionar el verdadero sentido moral de la vida.
Pedro Abelardo (1079-1142) fue un escolástico francés que amó tanto a su filosofía como a su discípula Eloísa. Antes que lo hiciera Tomás de Aquino, Abelardo simpatizó más con las ideas de Aristóteles que con las de Platón, ya que éstas eran, por entonces, las prevalentes desde siglos atrás. Fue un pensador medieval -Pedro Abelardo- que quiso dar más importancia a la inteligencia que a cualquier otra cosa, en este caso que a la fe, lo que le llevó a difíciles situaciones. Pero, sobre todo, estableció para entonces algo fundamental para entender la moral y su ética, teniendo en cuenta que en aquellos años -siglo XII- el pensamiento era sobre todo teología moral y no reflexiones filosóficas. La Ética era una parte de la filosofía que trataba de la moral, de las virtudes para tener una vida correcta, dichosa. Esta palabra, también de origen griego, hacía referencia ahora al carácter, frente a la costumbre del concepto moral. Es, por tanto, más significativa ésta -la ética- para entender las causas frente al hecho -el efecto- moral en sí. Y es así como Pedro Abelardo desarrolla un pensamiento ético casi seiscientos años antes que lo estableciera definitivamente ya el gran filósofo alemán Kant con su concepto de imperativo categórico, o sea, lo fundamental, lo universal, lo incuestionable en la conducta.
Para Abelardo la acción no es lo importante; ésto, la acción, no tiene valor moral para el pensador medieval. Para éste el verdadero valor está en la buena o mala voluntad, en la intención, generalmente oculta y secreta del individuo. Lo que quiere decir que no hay acciones buenas o malas en sí mismas, sino acciones que proceden de la buena o mala voluntad. Hay un ejemplo que el filósofo escolástico expuso en una ocasión: Una madre enferma y muy pobre no tiene siquiera ropas ni cuna en donde albergar a su bebé. Entonces, decidida a protegerlo, lo abriga entre sus ropas y su propio cuerpo. Pero, exhausta y vencida por la enfermedad, cae sobre el cuerpo de su bebé, asfixiándolo. La moral eclesial de entonces, para que sirva de ejemplo a los demás, más que por la culpa personal, hace recaer en ella una penitencia. Abelardo, entonces, se pregunta: ¿No es sorprendente que los humanos den más valor a la realización de la acción, cosa que Dios no hace? Dios, que ve lo oculto allá donde sea y mira dentro del corazón de cada uno, juzga sólo la intención, pero el Hombre, que sólo ve la obra realizada -la acción-, juzga, sin embargo, la intención por la obra. Esto lleva al ser humano muchas veces a error.
Pedro Abelardo defiende claramente que el valor moral reside únicamente en la intención, y de ningún modo en la realización del acto. Las clasificaciones de las teorías éticas tienen, como todas, una razón convencional, es decir, según convenga a la sociedad que las expone finalmente. Sin embargo, se han concretado desde el racionalismo del siglo XVIII dos tipos de éticas: la ética material y la ética formal, según tengan a lo moral como algo referido a las acciones o a las intenciones del sujeto, respectivamente. De hecho, salvo el discurso medieval de Pedro Abelardo, la moral referida a las acciones ha sido la moral que ha prevalecido desde la antigüedad hasta ese siglo XVIII, llamada también ética de acciones, de hechos, de obras, de bienes. Así, es el filósofo alemán Kant (1724-1804) el que inicia la ética formal. El pensador Kant nos dice: Sólo es buena -es ética- la buena voluntad. La buena voluntad no es buena por lo que ésta haga o realice, tampoco es buena por su adecuación para alcanzar algún fin que nos hayamos propuesto, es buena sólo por querer serlo, es buena en sí misma. Cuando se trata del valor moral no importan las acciones, que se ven, sino aquellos íntimos principios de las mismas, que no se ven.
Cuando uno de los coleccionistas de Arte de la corte del rey Felipe IV de España, don Pedro de Arce, se decidió a encargar al gran pintor Velázquez una obra sobre tapices y mitología, Las Hilanderas, poco le faltó a su majestad católica para desear, finalmente, el cuadro. Así fue como el magnífico y misterioso lienzo, también llamado La fábula de Aracné, fue fechado ya en las colecciones reales en el mismo año en que se creó, 1657. ¿Qué quiso representar en este curioso y difícil cuadro el maestro Diego Velázquez? Desde luego el pintor fue fiel a su tendencia pictórica, el Barroco. Esta escuela en el Arte primaba lo vulgar, lo popular, lo cercano para mostrar algún concepto. También, el deseo de señalar lo importante en un segundo plano, detrás de lo primero, de lo aparentemente principal, además de utilizar la mitología clásica para ensalzar alguna virtud, representada aquí por las deidades y leyendas antiguas. Por todo esto, Velázquez, el autor, consiguió alcanzar con esta obra la mayor genialidad quizá nunca obtenida por ningún otro creador en la Historia del Arte.
Minerva es el nombre romano de la diosa Atenea griega. Es una fundamental diosa del orbe clásico. Se asocia con la sabiduría, la justicia, la destreza, las artes. Esta diosa fue hija de Zeus, el Júpiter romano. Cuenta la leyenda que Zeus, asustado por la profecía que decía que tendría un hijo con Metis, el cual estaría destinado a gobernar todo el mundo, acabó así devorando, para evitarlo, a esta hermosa titánide. Sin embargo, Zeus subestimó los poderes de Metis. Ésta no hizo más que provocarle enormes y fuertes dolores en la cabeza del dios. Zeus, entonces, le pidió a Hefesto (Vulcano en la mitología romana) que le golpease la cabeza para extraer así el doloroso engendro que portaba. De este modo fue como dió a luz a la inteligente Minerva. Una diosa que fue favorecedora en los conflictos bélicos, siempre o a favor de los griegos -en el caso de Atenea- o de los romanos. De ahí que se la represente a veces, por su carácter protector, con un casco guerrero. Cuando, por ejemplo, los Argonautas se decidieron a recorrer los mares, esta diosa les guió el rumbo, les avisaba de los peligros y las formas de salvarlos. Fue también diosa de la Belleza -entendida ésta como todo lo bueno y equilibrado del Universo-, y de todas las cosas buenas conocidas del ser humano.
Según cuenta una leyenda de la mitología romana, hubo una vez una joven atrevida de Lidia, al este de Roma, llamada Aracné. En una ocasión, afirmó que ella, que sabía tejer muy bien, retaría incluso a la mismísima diosa Minerva -que había además inventado la rueca de tejer- a confeccionar el más bello y grande tapiz nunca creado. La diosa aceptó. Y ambas se pusieron manos a la obra. Hasta aquí el hecho era simple y justo, y el resultado despejaría, claramente, cuál sería el tapiz más hermoso. Pero, los destinos inescrutables del Universo no dejan que las cosas sean tan simples. Algo sucedería además: el conflicto..., ¿algo inevitable? La realidad es que Aracné guardaba otra maléfica intención. A parte de desafiar a los dioses, lo cual puede ser sólo temerario y pueril, Aracné quiso además ofender a la diosa. El tapiz que la joven lidia confecciona ahora tiene así muchas escenas de los engaños que el padre de Minerva, Zeus, había llevado a cabo para conseguir los favores sexuales de otras muchas hermosas mujeres y diosas.
Así, el genial Velázquez alcanza a conseguir aquí la obra de Arte más misteriosa, y una de las más elaboradas, de todas las realizadas quizás nunca. Recrea dos escenas en el lienzo, una principal más cercana al espectador, otra secundaria al fondo del cuadro. Sin embargo están descolocadas ambas, la secundaria es realmente la principal, y a la inversa. En un primer plano se representa, a la izquierda, a una hilandera vieja, sabia, llena de experiencia para realizar y enseñar su arte: hilar. Ésta es, ahora disfrazada, la diosa Minerva. Se aprecia porque Minerva era joven, no vieja; su pierna tersa y hermosa la deja ver ahora el artista barroco español claramente. A la derecha está una joven, a la que no se le ve el rostro; ésta teje y teje, rápida, decidida, ensoberbecida; ésta es Aracné, la retadora temeraria, una iconoclasta incluso. Pero al fondo, en una enmarcación más reducida y lejana, casi desfigurada, se observa a la diosa -ya como ella es- y a la orgullosa joven lidia. Detrás de ambas se sitúa el tapiz intencionado que Aracné ha tejido. Éste es parecido a El rapto de Europa (Zeus convertido en toro se lleva a la hermosa Europa), obra de Tiziano, con lo cual el gran pintor barroco español homenajea aquí al gran renacentista italiano. La diosa Minerva, ofendida ahora ya, acaba convirtiendo así a la joven tejedora lidia en una araña para siempre.
En una sociedad actual como la nuestra, en donde la Historia siempre nos ha enseñado cómo los valores deben ser refugiados cada vez que un declive se precipita por encima de sus fuertes murallas, sólo el código de justicia convencional nos establece la norma de conducta a seguir. Ahora, por tanto, es cuando más necesitamos desempolvar los oscuros desvanes de nuestro legado. Hoy, cuando la sociedad humana sólo imputa, más allá de lo que sabemos que pueda perjudicarnos si lo hacemos o no, al culpable por lo establecido en el Código, ya sea penal o civil (algo además que nadie siquiera conoce bien), debemos recuperar aquel carácter de conducta que ya pensaron otros -los que estuvieron aquí antes que nosotros- y que era la única, justa, inteligente y correcta forma de vivir.
(Óleo del pintor español, sevillano, Diego de Silva y Velázquez, Las Hilanderas o la fábula de Aracné, 1657, Museo del Prado, Madrid; Cuadro de Sandro Botticelli, Minerva y el Centauro, 1482, Galería de los Uffizi, Florencia; Cuadro El saqueo de Roma, 1890, del pintor francés Joseph Noël Sylvestre; Óleo Los favoritos del emperador Honorio, 1883, (emperador romano indolente de Occidente que fue responsable del saqueo de Roma en el año 410 por el rey bárbaro godo Alarico, a partir de aquí el imperio romano declinó), del pintor inglés John William Waterhouse.)
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