Revista Arte

La crueldad insondable del destino, el enfrentamiento como defensor de la calumnia, y la Verdad.

Por Artepoesia
La crueldad insondable del destino, el enfrentamiento como defensor de la calumnia, y la Verdad.La crueldad insondable del destino, el enfrentamiento como defensor de la calumnia, y la Verdad.
La crueldad insondable del destino, el enfrentamiento como defensor de la calumnia, y la Verdad.
La crueldad insondable del destino, el enfrentamiento como defensor de la calumnia, y la Verdad.La crueldad insondable del destino, el enfrentamiento como defensor de la calumnia, y la Verdad.
Las Parcas eran tres diosas de la mitología romana, también llamadas Moiras en la griega. En ésta eran conocidas como Cloto, Láquesis y Átropos. Eran la simbología del destino, que, a su vez, comprendía estas tres modalidades, estas tres deidades, que lo complementaban. Cloto representaba el nacimiento del ser, cuándo había que nacer, dónde y cómo; desenrollaba el hilo de la vida de cada cual, con sus anhelos, deseos, azares y gran parte del contenido de la misma (se podría entender, en un símil hilandero, aquélla que elegía los colores, los tipos de hilo y su grosor). Láquesis determinaba la dirección de ese hilo, hacia dónde debía ir, y, sobre todo, cuánto debía medir (es la trama del tejido, con su urdimbre directora). Por último, Átropos establecía cómo era el final, y el final mismo. Sus equivalentes romanas eran Nona, Décima y Morta
Al llegar las últimas horas de la noche del 25 de julio de 1956 faltaban apenas unos doscientos cincuenta  kilómetros para que el buque italiano Andrea Doria llegase, por fin, a su destino en el puerto de Nueva York. Hacía unas diez horas que había salido ya de ese mismo puerto, pero en dirección contraria, el barco de bandera sueca Stockholm. En el punto fatídico, cercano a la isla de Nantucket, ambas embarcaciones de pasajeros colisionaron irremediablemente. El Atlántico no fue suficientemente ancho, ni los instrumentos suficientemente fiables, ni la experiencia suficientemente valiosa, ni las condiciones atmosféricas suficientemente graves, para que los responsables, los pilotos que capitaneaban en ese momento crucial los buques, pudiesen evitar la tragedia sobrevenida. El barco sueco embistió su proa mortífera -preparada y reforzada además para los hielos del Norte- en el lateral vulnerable del gran transatlántico italiano. El Andrea Doria naufragó definitivamente, y el Stockholm pudo, sin su proa pero con sus compuertas cerradas, alcanzar de nuevo el puerto desde donde salió ya casi veinticuatro horas antes. Gracias a la cercanía del continente y a una ruta frecuentada, pudieron ser salvados la mayoría de los pasajeros y tripulantes, excepto las trágicas 51 víctimas entre los dos barcos, 46 del Andrea Doria y 5 del otro. 
Pero, sin embargo, alguien pereció, además, en ese lastimero y despiadado día. La verdad; la que se oculta y se disfraza esclava de los intereses, de la maledicencia, de la perfidia, de la cobardía y del abandono. Un tribunal trató de esclarecer las responsabilidades, pero las dificultades de esclarecimiento, los intereses de cada cual y sus defensores legales, ávidos de acuerdos crematísticos más que de llegar a la verdad, obtuvieron un veredicto en tablas, llegando a un acuerdo económico y a un desprestigio profesional. Alguien debía cargar con la culpa, ésta necesitaba un responsable si debía haber necesariamente un afectado. Y las influencias y las determinaciones de los suecos -y su dinero- consiguieron una mejor publicidad, ejecución y resoluciones para su causa. Catorce días después del suceso, los propietarios del Stockholm publicaron una manifestación donde acusaban taxativamente al Andrea Doria de culpabilidad ante el maléfico abordaje.
Como consecuencia, al poco tiempo, la tripulación del buque sueco fue incorporada a otro navío de línea y totalmente disculpada y legitimada en su profesionalidad. El capitán del Andrea Doria, Piero Calamai, un marino que había conseguido una brillante carrera ya en los años antes y durante de la guerra, asumió solo -de hecho- toda la responsabilidad. A pesar de que no sufrió formalmente ninguna causa, nunca más se le confió el mando de ningún otro barco, y, lo peor, tuvo que soportar la dura, fría, áspera y dolorosa losa de la calumnia y de la perfidia. Investigaciones de la marina mercante norteamericana trataron de resarcirle y de justificar todas las decisiones que tomó. Ultimamente la verdad asoma decidida y tímida, aunque ya sólo sea para recomponer la memoria de un gran profesional y marino, que hace ya 38 años que falleció sin llegar a saberlo.
El historiador David Hackett Fischer (EEUU, 1935) exploró ya en las mentiras de la Historia que son propiciadas por diversas maneras, aceptadas académicamente además, para el desarrollo de teorías que tratan de exponer así la verdad de los hechos. En su genial obra Las Falacias del historiador, 1970, describe lo que él viene a llamar La falacia de las cuestiones encontradas. Dice el historiador: hay algunos que parecen  pensar que los historiadores, como los abogados, deben actuar por el modo adversativo (la estrategia de ir contra los argumentos del adversario). Un debate entre dos lunáticos acalorados no asegura que al final triunfará la razón. Una discusión entre dos mentirosos patológicos es un improbable camino a la verdad. Los métodos adversativos puede que sean apropiados en el juzgado, donde el objetivo es la justicia, pero son inapropiados en la historia, donde el propósito es la verdad.  Pero hay algo más específicamente deficiente en las cuestiones enfrentadas. Si la cuestión original, que está siendo atacada, está mal, entonces sus asunciones básicas probablemente sean también erróneas. Una versión contraria, con su irreflexiva inversión de la cuestión original tiende a repetir las asunciones originales, con todos sus errores de base, y con ello a perpetuar el error. Las cuestiones encontradas repudian las conclusiones y reiteran las premisas. La revisión que resulta es objetable, no porque sea revisionista, sino porque su conclusión es incompleta y superficial.
Cuando el gran pintor griego Apeles (352 a.C.- 308 a.C.) alcanzó su fama como mejor artista plástico del mundo heleno, vio truncada su vida por la denuncia de otro artista, Antifilo, el cual le culpó falsamente ante el entonces rey de Egipto Ptolomeo I. Éste había recibido amenazas de una posible conspiración contra su reinado. Entonces Ptolomeo, sin considerar nada más, ni tener en cuenta otras cuestiones, decidió detener, acusar y encarcelar a Apeles sólo por la delación de Antifilo. La envidia de éste fue el estímulo que le llevó a la perfidia y a la indignidad. Al poco tiempo, un testigo imparcial compareció ante el faraón y demostró la inocencia de Apeles. Fue reparado en su injusticia y decidió inmortalizar su blasfemante vivencia en una malograda obra pictórica que llegó a denominar La Calumnia. Siglos después, cuando el magnífico pintor renacentista Botticelli descubrió la historia clásica, volvió a ser inmortalizada, esta vez para siempre, en una genial y magistral obra de Arte.
(Cuadro Las Parcas, 1525, del pintor italiano del renacimiento Giovanni Antonio Bazzi; Fotografía del capitán del buque Andrea Doria, Piero Calamai; Témpera sobre madera del genial Sandro Botticelli, Calumnia de Apeles, 1495, Galería de los Uffizi; Portada de una publicación con la ilustración del accidente del transatlántico Andrea Doria y el buque Stockholm, 1956; Fotografía del capitán del Stockholm y su tercer oficial -realmente el responsable de la tragedia, ya que en ese momento estaba al frente de las operaciones náuticas en el puente-, Gunnar Nordenson y Ernest Carstens-Johannsen, respectivamente.)
Vídeo documental sobre el hundimiento del Andrea Doria:

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