Revista Ciencia

La cruz, esa gran desconocida…

Publicado el 18 abril 2014 por Rafael García Del Valle @erraticario

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Los orígenes de la cruz, en cuanto que figura significativa de toda cultura, han de buscarse en los primeros actos de orientación de los seres humanos, primero espacial y temporal, en forma de puntos cardinales, fases lunares y estaciones solares; y luego, como extrapolación de estas orientaciones al ámbito de lo trascendente.

En cuanto que indicadora de un camino espiritual, la cruz se incluye en todas las tradiciones, junto a la montaña, el árbol o la escalera, como una de las imágenes del tema “axis mundi”, el eje vertical que conecta el mundo terrenal con el lugar donde habitan los dioses.

No es hasta el IV, según dicen las crónicas más populares, que la cruz se convierte en símbolo “oficial” del cristianismo al difundirse el crismón por obra y gracia del emperador Constantino. Sin embargo, su importancia simbólica es algo que los primeros cristianos se habían encargado de subrayar.

La cruz cósmica como orientación y conexión entre dimensiones, el eje del mundo, justifica la relación entre Cristo y la Cruz desde el principio de la narrativa cristiana. Así, Ireneo de Lyon, a finales del siglo II escribiría:

Él ha venido con forma visible hacia lo que le pertenece y se ha hecho carne y ha sido clavado en la cruz para resumir de este modo en sí el Universo.

Y también:

¿Era justo y adecuado, por tanto, que, al hacerse visible también Él, imprimiese a todo lo visible su comunidad con todo en la cruz? Él es quien ilumina las alturas, o sea el cielo, quien llega hasta las profundidades y los fundamentos de la tierra, quien extiende las superficies desde Oriente hasta Poniente, quien extiende las lontananzas desde el Norte hasta el Sur, y quien, de todas partes llama a todo lo disperso a conocer a su Padre.

Para entender a qué se refiere Ireneo, son necesarios unos breves apuntes sobre el papel de los números y las figuras geométricas en las tradiciones herméticas pues, en ellas, todo símbolo geométrico está vinculado a una estructura simbólica de carácter numérico.

El número uno es el punto adimensional, el origen del que derivan todas las demás figuras y del que es necesario tomar conciencia para que el resto de creaciones cobren sentido.

El dos es la primera división de la unidad, el primer movimiento y el primer acto por el que el Uno se conoce a sí mismo, al polarizarse en sujeto y objeto. En términos geométricos, es una línea recta unidimensional.

El tres se corresponde con el triángulo equilátero, la figura bidimensional (plana) básica en que se resuelven los polos opuestos. En las dualidades cielo-tierra, masculino-femenino, Espíritu-materia, el tercer elemento es, respectivamente, el Hombre Universal, el andrógino y el Hijo nacido de un dios y una mujer.

El cuatro es el primer número de la “Creación”, la manifestación de los tres principios que hasta ahí son inmanifestados. En este marco, el cuadrado es la figura geométrica de una creación estática, y la cruz su aspecto dinámico.

“Como el cuadrado, la cruz simboliza la tierra; pero expresa sus aspectos intermediarios, dinámicos y sutiles”, nos dice Jean Chevalier en su Diccionario de símbolos. Se asocia, efectivamente con el cuatro en cuanto que axis mundi, pero la imagen puede ir, y va, más allá.

Cuando en la Creación se hace patente la realidad espiritual, el vacío que es el centro de todo ente, el principio que reúne y sintetiza a todos los demás elementos de la materia, se manifiesta el cinco: la “quinta-esencia”.

En geometría, se expresa al marcar el centro de la cruz o del cuadrado; en arquitectura, esta misma idea se observa en la cúpula central del templo, y también en el pyramidión, el remate de las pirámides con planta cuadrada.

Haciendo referencia a la esencia vital del hombre o, más ampliamente, al principio de vida que se expande y anima toda materia, el cinco se muestra como pentagrama. Por ello, esta figura geométrica fue el símbolo de la Escuela de Pitágoras, el lugar al que, en términos occidentales, se remonta toda esta tradición simbólica matemático-espiritual.

Toda tradición esotérica concede especial importancia al centro que, al ser incluido como un aspecto fundamental del símbolo, origen y destino, centro misterioso del que emanan los ejes y al que regresan, manifiesta el principio vital, la “quinta-esencia”; de ahí que la literatura hermética suela asociar la cruz con el número cinco.

Si hay una representación de la cruz en que vemos este desarrollo, esa es la cruz celta. La cruz celta nace de la simbología del círculo y del centro, en tanto que éste queda resaltado por una bola. Explica Chevalier:

En el curso de los primeros periodos del arte irlandés las cruces están completamente inscritas en el círculo y desprovistas de toda decoración; en un segundo estado de estilo, las ramas desbordan ligeramente el círculo; y al final las cruces son más grandes, están cubiertas y agujereadas.

Lo que se aprecia aquí es la disminución de la imaginería celta en favor de la cristiana en referencia a un mismo contenido simbólico, el centro como el lugar de paso entre este mundo y el otro:

Es un omphalos, un punto de ruptura del tiempo y del espacio. La correspondencia estrecha de las antiguas concepciones célticas y de datos esotéricos cristianos permite suponer que la cruz inscrita en un círculo representó para los irlandeses de la época carolingia una síntesis íntima y perfecta del cristianismo y de la tradición céltica.

Desde la Edad Media, y hasta nuestros días, observamos esta importancia del centro vital que expande y recoge en sí los ejes de la manifestación de la materia en la figura de una rosa fijada en la cruz, que sirve de emblema a numerosos grupos espirituales y que ha formado parte de los escudos nobiliarios de grandes personajes históricos.

Lo cual nos devuelve a esa figura que es un hombre muerto y trascendido por ser clavado en la cruz. Cristo es:

…el símbolo del intermediario, del mediador, de aquel que es por naturaleza reunión permanente del universo y comunicación tierra-cielo, de arriba abajo, y de abajo arriba.

Pero, para comprender cómo evoluciona la tradición cristiana y se conecta con los herméticos, es necesario que sigamos contando…

El seis es la primera triada, inmanifestada, ahora reflejada en la materia. Su figura es la estrella de seis puntas o, en términos de representación tridimensional, el cubo, el cual, si se despliegan sus caras, nos da la cruz cristiana de corte latino. Otra imagen del seis es el crismón.

En los primeros siglos del cristianismo, la cruz se manifiesta en el crismón, donde una cruz griega de seis brazos iguales queda enmarcada en un círculo, considerada también como proyección plana de una cruz tridimensional inscrita en la esfera; es decir, hay una cruz como base y un eje perpendicular a ella, vertical, que no es otra cosa que el centro proyectado en una recta. Tal es la cruz cósmica antes mencionada como representación del axis mundi, la escala o árbol que permite la elevación.

Cuando a estas figuras se les hace patente el centro, estamos ante el número siete. Al igual que el cuatro, el siete es una imagen de la unidad en un nuevo plano. Y éste es el número de la iniciación, pues, mientras que el cuatro era la manifestación del “descenso”, la manifestación en la materia de lo trascendente, el siete indica que comienza el regreso desde la materia al Origen, una vez que el iniciado ha tomado conciencia del centro (cinco) y de que lo superior se ha manifestado en su plenitud (seis).

Por ser el número de los iniciados, veremos numerosas y variadísimas referencias a él en la literatura esotérica y hermética, incluyendo los cuentos populares. También lo intuiremos, por ejemplo, en la cúpula de los templos de cruz latina (seis) que marcan el paso desde la cruz horizontal que es la planta al eje vertical.

Plantas de cruz latina sublimadas, por cierto, merced al arte gótico; arte de iniciación donde los hubiera en que plasmaron su saber las órdenes religiosas comandadas por Bernardo de Claraval, figura clave en la Historia de Europa y “sustento espiritual” de la caballería templaria.

El ocho es, en estos términos, el número de la muerte iniciática. En el cristianismo, su reflejo más patente ha quedado en la geometría de las pilas bautismales y en la división octogonal de las cúpulas, en cuanto que ambos elementos son lugares que marcan el paso de una existencia terrenal a una conexión con lo trascendente.

Y ya que estamos, y porque apetece comentarlo, la pirámide de Gizeh no tiene cuatro lados como se suele dar por sentado, sino ocho…

Por último, el nueve es el número circular en que culmina la manifestación de la triada, esta vez no en el mundo, como el seis, sino en el hombre, alfa y omega, principio y fin.

Hilma af Klint 10

En fin, la tradición cristiana ha condensado en el símbolo de la cruz la historia de un personaje que trasciende la oposición entre cielo y  tierra, los aspectos humanos y divinos: la figura de un Cristo crucificado, que porta un mensaje presente en toda época de la historia humana. Regresando al Diccionario de símbolos de Jean Chevalier, Cristo es la síntesis de los símbolos fundamentales del universo:

…el aire y el fuego por su ascensión y su descenso a los infiernos; el sepulcro y la resurrección; la cruz, el libro del mensaje evangélico, el eje y el centro del mundo, el cordero del sacrificio, el rey pantocrátor señor del universo, la montaña del mundo en el Gólgota, la escala de la salvación; todos los símbolos de la verticalidad, de la luz, del centro, del eje, etc.

Sobre todo ello, René Guénon habla largo y tendido en su libro El simbolismo de la cruz. Recurriremos a un resumen del mismo encontrado en la revista Symbolos, en tanto que extrae los aspectos esenciales que interesan al contenido de este artículo:

La mayoría de las doctrinas tradicionales simbolizan la realización del Hombre Universal (en árabe El Insânul Kâmil) o el Adam Kadmon  de la Cábala hebrea, o el Rey Wang de la tradición extremo oriental, o El Gran Arquitecto del Universo de las tradiciones occidentales, con un signo que es el mismo en todos lados  y que aunque el hombre moderno piense que este signo nace a partir del Cristianismo, proviene de tiempos inmemoriales. Este signo es el de la Cruz y representa la manera como se llega a esta realización por la comunión perfecta de la totalidad de los estados del Ser en expansión integral en dos sentidos: el de la amplitud y el de la exaltación. O sea: el horizontal, en un nivel o grado de existencia determinada, y el vertical, es decir en la superposición jerárquica de la indefinitud de grados: individuales y supra individuales, universales manifiestos y no manifiestos.

Esta comunión perfecta de los estados del Ser en el centro de la cruz tridimensional representada por el número siete, punto del que se despliegan las seis direcciones del espacio, es llamada también El Palacio Interior y estaba representada en la tradición hebrea por la parte más interna del Templo de Jerusalem, donde se manifestaba la “Shekinah”, es decir, la Presencia Divina.

Para ir más allá de la “forma humana” y alcanzar el estado del Hombre Universal, es necesario identificarse con la “chispa divina” que habita el interior de cada ser individual. Esta identificación está representada por el centro de la cruz, el punto de pasaje desde la cruz horizontal a su eje vertical, la quintaesencia donde se resuelven todos los contrarios:

El vacío que aquí se experimenta es el desapego completo con respecto a todas las cosas manifestadas, transitorias y contingentes, el punto de salida de la manifestación cíclica, de la alternancia de la vida y de la muerte.

Tal es el estado al que señala la filosofía perenne en sus innumerables expresiones históricas, como si quisiera  enviar un mismo mensaje en diferentes botellas según estaban a mano.

Pero las orillas están vacías.

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