El último jueves de mayo, Página/12 aprovechó su cumpleaños para lanzar La cuestión criminal, colección de 25 fascículos a cargo de Eugenio Raúl Zaffaroni (y con ilustraciones de Miguel Rep), que propone una mirada alternativa sobre delincuencia e (in)seguridad. En la primera entrega, el juez de la Corte Suprema anunció su doble intención de, por un lado, analizar “lo que nos dicen los académicos, los medios y los muertos” y, por otro lado, de insistir en la necesaria prudencia con la que debe usarse el poder represivo.
A falta de versión online, Espectadores transcribe a continuación algunos de los párrafos más destacados de este capítulo introductorio.
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En cualquier lugar de este planeta se habla de la cuestión criminal. Se habla, se dice con ese “se” impersonal del palabrerío. Y lo más curioso es que casi todos creen tener la solución o, por lo menos, emiten opiniones.
Se habla de la cuestión criminal como de un problema local. Las soluciones pasan por condenar a uno u otro personaje o institución, pero siempre hablando de un problema local, nacional, provincial, a veces casi municipal. Pocos se dan cuenta de que se trata de una cuesión mundial, en la que se está jugando el meollo más profundo de la futura convivencia e incluso quizás el destino mismo de la humanidad.
Cuando nos limitamos a esos juicios, quedamos entrampados en doña Rosa. Claro que debe resolverse el problema de doña Rosa, pero la trampa del viejo manipulador de los festivos ’90 consistía en encerrarnos en esta doña Rosa.
No estamos ante fenómenos sólo locales, nacionales, provinciales ni municipales, sino ante problemas que podemos resolver sólo en parte en esos niveles, pero que integran un entramado mundial. Si no comprendemos ese entramado, siempre moveremos mal las piezas, perderemos partida tras partida, y debemos hacer el mayor esfuerzo por impedirlo, porque en el fondo se juega una encrucijada civilizatoria, una opción de supervivencia, de tolerancia, de coexistencia humana.
Vivimos un momento de poder planetario que es la globalización, que sucede al colonialismo y neocolonialismo. Cada momento en este continuo del curso del poder planetario fue marcado por una revolución: la mercantil del siglo XIV, la industrial del XVIII y ahora la tecnológica del XX que se proyecta hacia la actual. Ésta última es fundamentalmente comunicacional. Si no la comprendemos y nos quedamos en nuestros ghettos académicos, muy pobre será el servicio que hagamos.
Hay un mundo que el común de las personas no conoce, que se desarrolla en las universidades, en los institutos de investigación, en las asociaciones internacionales, regionales y mundiales, en los foros y en los posgrados, con una literatura inmensa. Es el mundo de los criminólogos y penalistas. Cuando las corporaciones les ceden algún espacio, los técnicos se expresan en su propio dialecto, incomprensible para el resto de los humanos.
El desafío consiste en abrir esos conocimientos, no para pontificar desde la ciencia, sino para mostrar lo que se piensa y lo que hasta ahora se sabe. También para hacer la autocrítica de lo que decimos los propios técnicos que, por cierto, tampoco tenemos una historia y una genealogía del todo prestigiosa, porque muchas veces nuestros colegas han legitimado lo ilegitimable hasta límites increíbles.
Si el campo de batalla es comunicacional, la lucha también debemos darla en ese terreno. Por eso debemos arremangarnos las togas y salir al campo en que nos desafían: la ciudadanía debe saber que un mundo académico habla de la cuestión criminal, que si bien no tiene ningún monopolio de la verdad, ha pensado y discutido unas cuantas cosas, que se ha equivocado muchísimas veces y muy feo, pero que también ha aprendido de los errores.
Nos hallamos, por un lado, con la publicidad mediática de las corporaciones mundiales y su discurso único sobre represión indiscriminada hacia los sectores más pobres o excluidos. Por otro lado, está el discurso de los académicos aislados en sus ghettos y hablando en dialecto.
La única realidad en la cuestión criminal son los muertos (…) que dicen muchas cosas. A veces el cadáver de alguien asesinado llega a decirnos quién lo mató (por los signos que deja el autor del crimen). Por eso, cuando se afirma que no hay asidero ninguno para la realidad en la cuestión criminal, lo que en verdad hacemos es enmudecer a los muertos.
En otros tiempos, los penalistas proyectaban los códigos y las leyes penales porque se les daba muchísima importancia, y con razón se consideraba que eran un apéndice de la Constitución, dado que marcaban límites a la libertad… Ahora, las leyes penales las hacen los asesores de los políticos, conforme a la agenda que les marcan los medios masivos de comunicación.
Hoy los penalistas se ocupan de interpretar textos jurídicos para facilitar la tarea de jueces, fiscales y defensores, y para que los tribunales no resuelvan arbitrariamente lo que les pluguiese, sino conforme a un orden más o menos racional, o sea, republicano y algo previsible.
La criminología, por su parte, se ocupa de lo que vivimos todos los días. Por eso analiza datos que provienen de distintas fuentes (sociología, economía, antropología, disciplinas psi, historia, etc) y trata de responder qué es y qué pasa con el poder punitivo, con la violencia productora de cadáveres.
La criminología se preguntó primero por las causas del delito (se llamó “criminología etiológica”) y trataron de responderle demonólogos, juristas y filósofos, médicos, psicólogos, sociólogos. Mucho más recientemente se dio cuenta de que el poder punitivo también era causa de delito, y pasó a analizarlo y a cuestionarlo con diferente intensidad crítica.