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La cuestión religiosa

Por Lasnuevemusas @semanario9musas

La cuestión religiosa

Lectura de La araña negra, una novela anticlerical al servicio de la República

Introducción

En 1875 se publicaron dos novelas, respectivamente en Portugal y Francia, que contribuyeron de forma decisiva a codificar el registro de la literatura anticlerical en el último tercio del siglo XIX.

Una, El crimen del padre Amaro, es obra del escritor portugués Eça de Queirós y se publicó por primera vez en forma de folletín por entregas. La otra, titulada La culpa del abate Mouret es obra del adalid del naturalismo, el escritor francés Emile Zola. Ambas novelas tuvieron un fuerte influjo en escritores españoles, por ejemplo en novelistas de la Escuela de Oviedo, como y Armando Palacio Valdés, pero también en escritores más jóvenes como Vicente Blasco Ibáñez (1).

En 1892 Vicente Blasco Ibáñez, cuando tan solo contaba veinticinco años de edad, publicó una larga novela titulada La araña negra que ha sido considerada un modelo de la literatura anticlerical española (2). En realidad se trata más bien de un diagnóstico político realizado por un joven republicano que, en la España de la Restauración, defiende la necesidad de un cambio social anclado en el republicanismo y el laicismo. Vicente Blasco Ibáñez fue el abanderado de la República federal, un activo defensor de una democracia laica, europea, cosmopolita.

La araña negra no es tan sólo una novela anti-jesuítica es, sobre todo, una denuncia del carácter anacrónico del régimen monárquico-clerical vigente durante la Restauración. En este sentido uno de los objetivos de esta obra era sacar a la luz las prácticas ocultas de la orden religiosa nacida en el marco de la Contrarreforma católica, una organización destinada a expandir el propio poder de la orden, y consecuentemente, de la Iglesia católica. Blasco Ibáñez trataba también de poner de manifiesto las enrevesadas artes de las que se valían los jesuitas, en connivencia con los tradicionalistas monárquicos, para perpetuar en España el conservadurismo político e ideológico.

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La novela es una especie de folletín y está escrita en un tono aún demasiado decimonónico, pues, tanto desde el punto de vista argumental como literario, abundan los recursos fáciles, afloran con frecuencia los esquematismos, y los encuentros forzados entre los personajes, de modo que nos encontramos ante una especie de crónica maniquea de buenos y malos. Lejos sin embargo de ser una novela sin interés refleja bien el desasosiego que el retorno de la monarquía borbónica generaba en las filas de los jóvenes republicanos de la época, empezando por el propio Blasco Ibáñez.

Uno de los principales personajes de la obra es el apuesto y valiente condesito Fernando Baselga, subteniente de la Guardia Real, y fanático del absolutismo monárquico. A su lado se encuentra muy pronto la hermosa baronesa Pepita Carrillo, viuda del gobernador de Acapulco cuando ella contaba tan sólo veintiséis años, y residente en la Corte, más concretamente en un palacio de la calle del Arenal, una mansión en la que acogió y curó al subteniente Baselga cuando cayó herido en combate en la Plaza Mayor. En fin otro de los protagonistas de la novela es el padre Claudio, jesuita elegante, dulce, de buenas maneras, casi melifluo, pero capaz de asesinar con tal de que la hoja del puñal estuviera cubierta de rosas. En el juego cruzado de los protagonistas de la trama el padre Claudio estaba destinado a gozar de un estatuto especial, como si se tratase de una gran tarántula que maneja incesantemente los hilos de la red en la que danzan sus subordinados en perpetuo equilibrio inestable. El conde de Baselga, convertido ya en la tercera parte de la novela en el coronel más valiente del ejército carlista, en el eterno adorador de la monarquía absoluta y del derecho divino de los reyes, consigue comprender al fin que el padre Claudio es un jesuita con instinto receloso y escudriñador: resultaba estúpido buscar en aquel hermoso autómata, movido por los hilos de una inmensa trama, los humanos sentimientos de amistad y honor.

La novela retrata la triste y trágica historia de toda una saga familiar, la aristocrática familia de los Baselga, diseccionada a través de cuatro generaciones. Entre los principales protagonistas se encuentran del lado conservador el ya mencionado ultramontano conde de Baselga, oficial de la guardia del Palacio Real, y su esposa, la condesa de Carrillo, una mujer libre, desenfadada, una dama de mundo que recuerda bastante a Currita de Albornoz retratada por el padre Coloma en su novela Pequeñeces. La segunda generación está representada por la baronesa de Carrillo, hijastra de Fernando VII, y hermanastra por tanto de Isabel II, y también por su hermana Enriqueta, enamorada de un oficial del bando progresista, el capitán Esteban Álvarez, republicano, revolucionario, convertido en una especie de representación figurada del propio Vicente Blasco Ibáñez, pues el capitán Álvarez es también un hombre de acción al servicio de la instauración de la República.

Toda una serie de acontecimientos políticos se suceden ante nuestros ojos, acontecimientos que van desde las Cortes de Cádiz hasta la restauración borbónica producida tras el golpe de Estado del 3 de enero de 1874. En este fresco es toda la historia de la España del siglo XIX la que se ve representada y en ella no solo están presentes las revoluciones triunfantes y fallidas, sino también los correspondientes exilios a Francia de quienes han sido derrotados. Por supuesto sobre este trasfondo histórico, en el que luchan a muerte los partidarios del orden establecido y quienes se implican a favor del cambio social progresista, se desarrollan historias personales, amores, odios, sentimientos de codicia y de generosidad, de maldad y de bondad. Las historias de vida son inseparables de la trama macro-social.

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Desde el punto de vista literario el tono de la novela recuerda mucho a los folletines de Eugenio Sué y de Víctor Hugo. De hecho Blasco Ibáñez debió de frecuentar mucho en Francia el estilo de novelas por entregas, a la vez periodísticas y románticas, tan del gusto de las clases populares, pues se vio obligado a permanecer exiliado en Paris casi un año y medio desde 1890, tras organizar manifestaciones contra Cánovas del Castillo, el principal artífice del régimen de la Restauración.

La novela es algo así como un arma de combate, un arma tosca, pero a la vez no exenta de sensibilidad, una novela que desde el punto de vista histórico y literario no está sin embargo a la altura de ese gran escritor en el que se convirtió Vicente Blasco Ibáñez, el autor de Los cuatro jinetes del Apocalipsis. Y es que en realidad el novelista más que novelar una historia opta por escribir un libro propagandístico del republicanismo, un alegato a todas luces excesivo e injusto en lo que a los jesuitas y a su presunta maldad intrínseca se refiere. Para defender el republicanismo federalista y progresista contra el tradicionalismo reaccionario y clerical de los ultramontanos, contrarios al espíritu democrático que abrió en España la Constitución de Cádiz, se requería una escritura más analítica, más elaborada y documentada, menos fogosa y apasionada, en suma, más ajustada a la realidad histórica.

Alta sociedad

La novela comienza cuando el general Pavía entró en el Congreso de los Diputados de la Carrera de San Jerónimo para disolver las cortes constituyentes de la Primera República. El golpe de Estado tan esperado por los elementos conservadores se había realizado. Antes de partir para el destierro el ahora comandante Esteban Álvarez, uno de los principales lugartenientes del general Prim, se dirige a Valencia para despedirse de su hija. El oficial derrotado era consciente de que la República había caído en medio de la mayor indiferencia del país. A través del militar Álvarez el novelista nos explica que la República no triunfó precisamente en el mejor momento pues su llegada se produjo cuando la nación estaba ya cansada por las repetidas e infructuosas agitaciones de los partidos. Sin embargo consideraba que el espíritu republicano y federal existe cada vez más arraigado en el pueblo español y algún día fructificará dando resultados más firmes y duraderos. En La araña negra Blasco pretendía desenmascarar sobre todo a los jesuitas para crear las condiciones de una futura República federal, descentralizada, que diese un impulso decisivo a la democracia en nuestro país.

Las cuatro generaciones de la aristocrática familia de los Baselga son contempladas a la luz de los cambios políticos que se suceden en la España del siglo XIX. En esta especie de pugna entre el bien y el mal el bien está del lado democrático, de lado del laicismo, el racionalismo moderno, la ciencia, el republicanismo federalista que cuenta con el apoyo de los pequeños industriales que son el principal nervio del país, mientras que el mal está del lado monárquico, aristocrático, allí donde triunfa el oscurantismo religioso y se dan cita los borbones con los carlistas. La verdadera encarnación del mal es la España pre-moderna gobernada por nobles inmorales aliados con clérigos depravados.

Cuando se estaba fraguando La Gloriosa abundaban las asociaciones devotas, las cofradías, los salones aristocráticos poblados por varones y mujeres de la clase ociosa y frecuentados también por eclesiásticos. ¿Qué funciones sociales cumplían los encuentros en los salones de la buena sociedad, como por ejemplo los que tenían lugar todos los días en el palacio de los Baselga? Por una parte estas reuniones reforzaban los lazos de solidaridad entre los poderosos. Por otra esa mini-sociedad reproducía a pequeña escala los valores de la gran sociedad pues en ella se respetaban las jerarquías sociales.

En las reuniones circulaban informaciones de interés para el mantenimiento de posiciones y hasta para las aspiraciones de ascenso social de los miembros del grupo. Había incluso informaciones de utilidad como las que obtenía en La espuma, la novela escrita por Armando Palacio Valdés, Pepa Frías, habitual jugadora de bolsa que obtenía información privilegiada de próceres bien posicionados con responsabilidades de gobierno. En fin estas reuniones en petit comité creaban a pequeña escala una opinión pública local que proporcionaban lustre y esplendor a determinados personajes de la corte, a la vez que constituían ensayos de actuaciones que tenían lugar a la luz pública, en la opera, y en otros encuentros sociales. En estos rituales codificados la buena sociedad se rendía culto a si misma. De ahí que no estuviesen mal vistas las visitas rápidas, como las del ministro de Fomento, que prácticamente entraba y salía de los salones a toda velocidad, únicamente para hacer acto de presencia, y sobre todo para poner de manifiesto el cúmulo de obligaciones que lo asediaban en el ejercicio de su cargo. En estos ceremoniales sociales se prestaba especial atención a los eclesiásticos. Como señala en un momento dado el jesuita padre Claudio restablecer la paz en los hogares de las buenas familias cristianas es mi deber. En el vértice de la pirámide de esta sociedad de familias se encontraba la familia real, y aún más arriba, en la cima, se encontraba el papa, el Sumo Pontífice Romano, vicario de Dios en la tierra, Sumo Sacerdote infalible cuando habla ex cáthedra, que velaba con celo por los intereses de la España católica. No en vano en tiempos de Isabel II oficiaban como consejeros supremos de la Corte dos subordinados del Santo Padre, Sor Patrocinio, también conocida como La monja de las llagas, y el Padre Claret.

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La familia Baselga estaba formada por paladines de la legitimidad monárquica, defensores de las clases tradicionales y de sus antiguos privilegios, una familia que formaba parte de una sociedad cerrada y distinguida, tan segura de su estirpe que en esa sociedad estamental las ideas de libertad y de progreso carecían del menor sentido. Sin embargo, bajo la calma aparente del orden aristocrático, se escondía un laberinto de pasiones y el novelista no cesa de conducir al lector a lo largo de ese laberinto en el que se dan cita crímenes, enfermedades, amores románticos, conspiraciones larvadas y un inmenso afán por amasar fortunas a través de alianzas matrimoniales. En el interior de historias folletinescas que se suceden a gran velocidad no faltan las intervenciones puntuales de criadas y criados que, como en el teatro del barroco, hacían posible desde la trastienda de la escena esa envidiada libertad elegante y confiada que reina en la alta sociedad.

Los condes de Baselga fueron por mucho tiempo la pareja mimada de la alta sociedad, los árbitros de la moda, los que imponían la ley en materias de buen gusto y marchaban a la cabeza de este tropel de gentes distinguidas cuya única ocupación consiste en sostener el legendario esplendor de generaciones que pasaron, y en encontrar el medio más elegante de arrojar su dinero por la ventana.

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Enriqueta Baselga, hija del segundo matrimonio de Fernando Baselga con la acaudalada María Avellaneda, amaba locamente al oficial republicano Esteban Álvarez, su rendido pretendiente, pero su propio padre desaconsejaba a la hija el matrimonio con el capitán revolucionario: Hija Mía, vivimos en la esfera más alta de la sociedad y ésta impone pesados deberes que todos hemos de cumplir (...). ¿Te parece bien que una joven a quien la alta sociedad de Madrid considera de las mas distinguidas y ricas se case con un hombre de tan humilde condición? No, hija mía. Aún hay clases por más que se empeñe en negarlo el espíritu revolucionario de estos tiempo. Tu debes casarte con un hombre de tu alcurnia, que tenga una posición brillante que unir a la tuya.

Contra el altar y el trono

El capitán Esteban Álvarez era el secretario de la Junta revolucionaria militar que conspiraba contra el absolutismo monárquico. Fue el propio Esteban Álvarez quien dio a conocer a su amada Enriqueta Baselga sus gloriosas ambiciones que se iban a realizar después de la revolución que se estaba fraguando: Estaba decidido a hacer heroicidades en la próxima lucha por la libertad.

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Enriqueta, pese a pertenecer a una clase aristocrática, sentía el orgullo de desposarse con un héroe. Como nos aclara Blasco ella, en su carácter de aristócrata de nacimiento, no comprendía bien aquello de morir por el pueblo, que en su limitado concepto era una masa de gentes desharrapadas y sin educación; no sabía lo que significaba la palabra democracia que tantas veces repetía Esteban, pero en cambio le parecía muy bien que él fuese general dentro de breve plazo (...) El general Prim, después del levantamiento fracasado que le obligó a refugiarse en Portugal conspira desde París con los militares emigrados y nos prepara otra insurrección.

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El 22 de junio de 1866 los artilleros del cuartal de San Gil se sublevaron contra la Reina. Fue aquella revolución la más anárquica de cuantas han ocurrido en España. Todos mandaban y ninguno obedecía. En las barricadas eran pocos los progresistas y muchos los demócratas. La gente de más valía de las clases populares acudía al olor a pólvora. Surgían por todas partes hombres armados y el entusiasmo era general. La mayoría de los trabajadores empuñaban el fusil por primera vez y tenían conciencia del sublime deber que cumplían. El general O'Donnell al mando de las tropas realistas derrotó a los amotinados y estuvo unos días en el poder para dirigir la represión: sesenta y seis sargentos y cabos fueron ejecutados. La barricada de Antón Martín, en la que lucharon valientemente el capitán Álvarez y Perico, su fiel ayudante, fue la última que resistió. Para los revolucionarios fue una derrota heroica que preparó La Gloriosa, pero para los representantes de la reacción los amotinados eran la canalla, la hidra revolucionaria y monstruosa.

Estos clubs funcionaban en paralelo con clubs liberales y ateneos que reunían a los radicales de la burguesía y que Galdós describe con pasión en La fontana de oro. Álvarez, al igual que Blasco, era un republicano convencido de modo que las manifestaciones monárquicas del general Prim cuando desembarcó en Barcelona le habían descorazonado. Su noble republicanismo explica los escasos progresos que realizó en su carrera militar, a diferencia de los arribistas de última hora. Él había trabajado por la revolución y expuesto mil veces su vida en la creencia de que aquella era para arrojar para siempre a los reyes de España; con esta idea había militado a las órdenes de Prim, pero ahora que este se decidía a favor de la institución monárquica él le abandonaba, y aunque la disciplina militar lo obligaba a ser fiel al Gobierno provisional, su corazón estaba de parte de la República federativa, de aquella República que Pi y Margall, Castelar, Orense, Garrido, y otros iban predicando por todas las provincias de España. La gran batalla que entonces se libraba era la de los derechos del pueblo frente a la tiranía de los Borbones.

Álvarez fue uno de los militares que se negó a jurar fidelidad al Rey Amadeo por lo que fue dado de baja del ejército. Al perder la profesión y los ingresos se vio obligado a ganarse la vida como periodista y activista político. Para los monárquicos, incluida la baronesa doña Fernanda Baselga, el pretendiente de Enriqueta era tan sólo un demagogo, un conspirador peligroso, un hombre que consideraba que la Iglesia era el eterno obstáculo de la libertad. Álvarez, al igual que Blasco, no compartía los desafueros de los cantonalistas, obsesos de su pequeña identidad, pero lamentaba la lentitud para avanzar hacia una República federal.

El punto de partida y el punto de llegada de la novela es la España de la Restauración, pero Blasco Ibáñez decide remontarse en el tiempo al siete de julio de 1822, cuando la Guardia Real pretendió acabar con el régimen constitucional instaurado un año y medio antes por la sublevación de Riego en Cabezas de San Juan. Al remontarse al inicio de la llamada década ominosa el novelista establece una especie de genealogía del ultramontanismo que nos permitirá comprender mejor los obstáculos contra los que los republicanos tenían que luchar para iniciar un tiempo nuevo de cambios socio-políticos progresistas.

Vicente Blasco Ibáñez tenía tan solo siete años cuando se produjo el golpe militar del general Pavía y sin duda fue informado de que la caída de la República se produjo en medio de una gran indiferencia del país, pero cuando escribió La araña negra estaba convencido de que el republicanismo establecería hondas raíces en el pueblo español. Con su novela pretendía contribuir a reforzar ese nuevo espíritu igualitario en las mentes de un amplio espectro de lectores y para ello optó por denunciar las prácticas de los partidarios de la reacción en un tono ágil e imaginativo, un tono que en ocasiones resulta excesivamente fácil, y hasta demagógico.

Las malas artes de la Compañía de Jesús

Tras el golpe de Estado del 3 de enero que provocó la caída de la República los jesuitas, que habían apoyado con sus poderosos medios el levantamiento carlista para crear obstáculos a la revolución y debilitarla, se decantaron por defender la restauración de Alfonso XIII. Una de las cabezas visibles que alentó este giro de la política de la Compañía fue el jesuita y escritor Luis Coloma, autor de una novela de éxito, Pequeñeces. La novela se publicó en 1891, es decir, un año antes de la publicación de La araña negra. Como ya señalé Blasco Ibáñez consideraba que los jesuitas movían los hilos de la trama mas reaccionaria que iba desde el absolutismo monárquico hasta el carlismo, y por esto consideraba que el jesuitismo era el gran enemigo a desenmascarar por los partidarios del republicanismo democrático. La lucha era a su juicio desigual pues los jesuitas contaban con armas tan poderosas como la confesión, el continuo consejo en el seno de las familias, y la dirección espiritual, así como con iglesias y colegios destinados a formar a la futura elite del poder. La educación jesuítica, escribe, tan dulce en la forma como defectuosa e irritante en el fondo, fúndase principalmente en la odiosa división de las castas. Evidentemente los jesuitas contaban también con los que hacían sus votos en el interior de la Compañía, los suaves novicios que sabían sonreír con mansedumbre evangélica, mirar a todas partes con los ojos fijos en el suelo y dar a su voz una entonación meliflua y humilde. Entre las legiones de la Compañía de Jesús se encontraban soldados bien disciplinados siempre dispuestos lo mismo a barrerle la celda del padre prior como a empuñar un trabuco carlista. En su lucha contra los enemigos de la fe la Compañía necesitaba dinero, mucho dinero. Que la condesita de Baselga tome el habito de religiosa, le dice el padre Tomas Ferrari a la superiora del Colegio, y que sus millones ingresen en el tesoro que hace tres siglos venimos reuniendo... Ad Majorem Dei Gloriam.

El sociólogo norteamericano Lewis Coser incluyó a los jesuitas, al lado de los leninistas, entre las instituciones voraces, instituciones que exigen de sus adeptos una entrega total y permanente a la causa, pero muchos años antes de que Coser escribiese su imaginativo libro de sociología de las instituciones el escritor Vicente Blasco Ibáñez trató de definir con trazos firmes el jesuitismo, especialmente a través de la figura del padre Claudio (3). Son las palabras de este alto dignatario de la orden las que ponen bien de manifiesto algunos de los peculiares rasgos característicos de los miembros de la Compañía de Jesús: Te falta algo para convertirte en un completo hijo de Loyola, que debe ser máquina inconsciente para los mandatos de los superiores e inteligencia despierta para cuantos se encuentran en un nivel más bajo. (...) Te parecerá nimia esta observación pero has de saber que en un jesuita lo más esencial es un orden rígido e inmutable al cual debe sujetar su persona y sus actos. Su vida debe ser semejante al reloj de la alta torre, que lo mismo en los días serenos que en medio de la tempestad deja oír sus horas impasible y con igual indiferencia. El desorden es indicio de carácter propio, y el jesuita debe perder todo lo que le sea personal y lo emancipe de las reglas de la orden. (...) En los trabajos que lleva a cabo un buen jesuita no hay detalle grande ni pequeño que merezca ser mirado con desprecio. El perfecto jesuita debe ser consciente de que al hacer los votos entrega por completo su persona y su vida, en cuerpo y alma, a la Compañía de Jesús. Al igual que ocurre con los militantes comunistas el trabajo para la organización lo es todo.

En los trabajos que lleva a cabo un buen jesuita no hay detalle grande ni pequeño que merezca ser mirado con desprecio. Cuáles son esos trabajos? Fundamentalmente la captación de adeptos, servir a los intereses de la orden y de la jerarquía católica pues al servir a los intereses de la religión también salvan su alma para toda la eternidad. La dirección espiritual permite a los jesuitas hacerse dueños de la voluntad de sus dirigidos. Para un buen jesuita cualquier medio es bueno para llegar a nuestro fin.

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La Compañía de Jesús es una institución jerárquica y cerrada fundada por San Ignacio de Loyola y formada por sacerdotes que asumen el papel de pastores del rebaño en el que se agrupan los laicos. En este sentido los jesuitas no dudan en asumir comportamientos sectarios sobre las personas catequizadas. No basta, dice en la novela el padre Fabian Rénard, general de los jesuitas en Francia, con apoderarse de una persona; es preciso hacer el vacío a su alrededor, impidiéndola todo contacto con seres que puedan oponerse a nuestra voluntad. Ejercen por tanto un poder envolvente, persistente, y controlador, sobre los nuevos adeptos que se aproximan a la organización. La confesión frecuente, la dirección espiritual, la vida en común, la vigilancia discreta, pero también las órdenes directas y taxativas que obligan a los subordinados a la obediencia constituyen los recursos mas frecuentes para anular la libertad de los novicios sometiéndolos a la disciplina impuesta en el vértice de la pirámide organizativa por el Papa negro. La Compañía presenta una analogía organizativa con el ejército. Es una institución piramidal en la que se recurre tanto al ordeno y mando, a la disciplina y al castigo, como a las sugerencias amorosas y la vigilancia discreta. Cuando un miembro de la Compañía comete un error que pone en cuestión el prestigio de la Compañía ésta no puede permanecer indiferente ni dejar de castigar al agente inepto, indigno, por mil conceptos de seguir figurando en el santo ejército que marcha a la conquista del mundo. Y más adelante añade: A un soldado cobarde de Jesús no se le puede perdonar fácilmente. Ya lo dicen los santos Evangelios: El buen pastor ha de dar la vida por sus ovejas.

Al buen jesuita la falta de afectos, lejos de ser un defecto, le da una importante superioridad sobre sus rivales pues la ausencia de escrúpulos morales le da fuerza y sobre todo habilidad para dominar ajenas voluntades. Una de las máximas del buen jesuita es que es preciso sacar del mal el mayor bien posible. El probabilismo moral que los jesuitas convirtieron en una casuística muy retorcida hacía del perfecto jesuita un perfecto y acomodaticio intrigante.

El padre Claudio era el vicario de la orden en España, un personaje ambicioso y maquinador, bien informado, con poderosos contactos y relaciones, un tipo sin escrúpulos que encubre a asesinos, maquina para convertirse en el Papa Negro, y muere envenenado por orden del General de la Compañía sirviéndose de la mano ejecutora del padre Tomas Ferrari. Blasco llega a decir del padre Claudio que desde el fondo de su despacho manejaba a casi toda la nación. En su propia novela no duda en acudir como argumento de autoridad al folletín de Eugenio Sué titulado El judío errante en el que los jesuitas se infiltran en las familias acaudaladas para hacerse con sus fortunas.

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La presencia de los jesuitas en las altas esferas era cada vez más palpable: ¡Le llamaban tan a menudo a Palacio para consultas de la Reina cuando esta no se creía suficientemente asesorada por San Patrocinio, la monja de las llagas! La impía revolución se mostraba cada vez más imponente, el espíritu popular, hostil a los reyes y a la Iglesia, crecía por momentos y era preciso que la Compañía de Jesús empuñase sus misteriosas armas y pusiera en juego los ocultos resortes de su monstruosa organización secreta para de este modo librar al trono en peligro. A diferencia de la avidez de poder que tanto Eugenio Sué como todos los enemigos de la Compañía atribuyen a los jesuitas, el Padre Claudio no duda en negar en la novela de Blasco estos infundios: Nos pintan como seres rapaces que únicamente pensamos en acaparar tesoros. Nuestro género de vida nos hace estar muy por encima de las mezquinas aficiones humanas y despreciamos el dinero, ese vil metal que a los ojos de las almas grandes no tiene ningún valor.

En el primer tomo de la novela no hay demasiados datos sobre la pedagogía jesuítica. Únicamente en el capítulo XXI de la cuarta parte aparece el estrecho vínculo de la compañía con la Colegiata de San Isidro, el colegio que los jesuitas construyeron en 1561 con los legados que dejó la emperatriz de Alemania doña María en donde el padre Claudio confiesa a sus beatas y desde donde despliega también sus redes. El padre Claudio, como buen jesuita, no consentía la emancipación de ninguna de las voluntades a él supeditada. La obediencia de los amigos es un arma muy eficaz contra los enemigos. Hay que emplear todos los medios para batir al enemigo.

Para los jesuitas la República representaba los horrores de la revolución francesa, los crímenes de 1793. Jesuitas, aristócratas y monárquicos tradicionalistas odiaban los furores de la demagogia y del salvajismo de las turbas, de los descamisados enemigos de Dios y de los reyes. Contaban los jesuitas en el parlamento español con diputados ultramontanos, así como con ideólogos como Balmes y Donoso Cortés, y periodistas como Antonio Aparisi y Guijarro, Cándido Nocedal, así como su hijo Ramón Nocedal, fundador del Partido Integrista, sin olvidar al asturiano Juan Vázquez de Mella.

Blasco describe con detalle en este segundo tomo la frustrada insurrección o sublevación de los artilleros del cuartel de San Gil en Madrid contra Isabel II (del 22 de junio de 1866). Nada nos dice sin embargo de la llamada Noche de San Daniel o Noche del matadero en la que un año antes (el 10 de abril de 1865) la guardia a pie y a caballo cargó contra los estudiantes en la Puerta del Sol y se produjeron catorce muertos y ciento noventa y tres heridos.

En la parte séptima del segundo volumen de La araña negra se nos presenta a un personaje nuevo, de quien nada sabemos, el padre Palomo, un jesuita andaluz. Era un hombre de mediana estatura, de aspecto enfermizo y de frente espaciosa y pronunciada bajo la cual brillaban unos ojos que, aunque fijos en el suelo, con la tenacidad de la costumbre, chispeaban de vez en cuando con la llamarada propia de hombre observador y de inteligencia despierta. El padre Palomo, que es como se denomina al padre Luis Coloma en la novela, no era un jesuita al estilo de San Luis Gonzaga pues en él se podía percibir cierta delicadeza de modales y un asomo de indolencia aristocrática.

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Entre enero de 1890 y marzo de 1891 la revista El mensajero del Corazón de Jesús, editada en Bilbao por la Compañía, publicó por entregas la novela del padre Coloma titulada Pequeñeces. En 1891 la novela se publicó también en forma de libro y tuvo un éxito enorme como prueban las numerosas reediciones de este libro, hasta el punto de que los especialistas aseguran que se llegaron a vender más de cincuenta mil ejemplares (4). La polémica que desencadenó esta obra fue enorme y el periódico El Heraldo de Madrid llegó a recoger durante quince días testimonios tanto críticos como apologéticos de Pequeñeces. Entre los que escribieron encubriendo su verdadera identidad con el pseudónimo de Pedro de Arbués se encontraba el Conde Guaqui que fue uno de los primeros en señalar que más que una novela de autor la obra estaba al servicio de la política jesuítica del momento, una idea que retoma en La araña negra el propio Blasco Ibáñez. De hecho los críticos literarios, al convertir al autor de Pequeñeces en un portento literario enmascaraban el verdadero objetivo de la novela, que no era otro que el de asumir el giro político que los jesuitas emprendían en aquel momento. Blasco lo expresa muy bien a través del padre Tomás Ferrari que así se lo hace saber al padre Palomo, su subordinado: Aproveche usted todos sus recuerdos, sus antiguas observaciones, para escribir un libro que sea como una sátira sangrienta de la aristocracia. Nada de escrúpulos ni vacilaciones. Palo seco con todos, y mucha verdad en la descripción sin temor a incurrir en una crudeza impropia de un sacerdote: ahora está en moda el naturalismo. Y para que el padre Palomo superase de su visible perplejidad el padre provincial en España no dudó en matizar el objetivo que la Compañía se proponía con un libro tan atípico: Hoy la aristocracia, a fuerza de imitar la elegancia francesa, se ha contaminado de cierto volterianismo, y no viene ya a buscarnos como en otros tiempos, solicitando nuestra dirección. Piense usted, padre Palomo, lo que sería de nuestra Compañía si la gente de dinero nos fuera infiel separándose para siempre de nosotros. Yo, después de varias tentativas, me he convencido de que es imposible atraer a esa aristocracia veleidosa e ingrata por medio de la persuasión y la dulzura, y no nos queda más recurso para encadenarla a nuestra dirección que apelar al terror, atemorizándola con un soberbio varapalo. Por eso quiero el libro de usted. Este es el objeto que ha de llenar. Pondremos a la aristocracia en ridículo, describiendo todos sus vicios y miserias y esto, al mismo tiempo que hará volver al redil a los ingratos, nos proporcionará la adhesión de la clase media, que odia a la gente privilegiada, y tal vez hará que por espíritu de partido nos miren con menos hostilidad los hombres que son nuestros irreconciliables enemigos. ¿Ha comprendido usted ya la tendencia del libro en cuestión?

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La reacción del padre Palomo no pudo ser mas entusiasta: La idea es magnífica y digna de vuestra paternidad, comentó. Fustigaremos a la aristocracia, que es la clase que mejor conozco, y yo le aseguro a vuestra reverencia que con las anécdotas que recuerdo, y los escándalos que he presenciado en mi época de hombre de mundo, hay más que suficiente para formar una novela que mueva ruido. La titularemos Miserias, si a vuestra paternidad le parece bien. En realidad la novela se tituló Pequeñeces y en ella Coloma no solo atacaba a la nobleza licenciosa sino también y sobre todo a las malas madres y a los malos padres que se desentendían de la educación de sus hijos. La novela sin embargo era algo más pues en términos generales se podría decir que los jesuitas ofrecían a Alfonso XII, y a los detentores del poder monárquico en la España de la Restauración su concurso decisivo para la formación de una sociedad elitista articulada en torno a las familias cristianas que proporcionasen al fin estabilidad al país y lo librasen de veleidades revolucionarias y republicanas a lo Garibaldi. Los colegios de los jesuitas, la dirección espiritual de las familias, los ejercicios espirituales de San Ignacio, eran perfectamente compatibles con el buen gobierno. Sin duda había un terreno en el que no estaban dispuestos a ceder: la confesionalidad del Estado. España ha sido y sigue siendo católica, apostólica y romana, y se debe prolongar esta santa tradición. A la vez Coloma dice con su novela que los jesuitas tampoco renunciarán a la buena literatura, a la literatura cristiana, y que están dispuestos a disputar a los masones y los partidarios de La Gloriosa también el campo literario. Una prueba de que la propuesta fue aceptada por los Borbones es el hecho de que María Cristina tuvo al jesuita Padre Coloma como padre espiritual.

La operación Pequeñeces suponía un giro importante de la política jesuítica, durante tanto tiempo polarizada en torno al carlismo y la nobleza, para aproximarse a empresarios e ingenieros, -estos últimos tan admirados por Galdós -, es decir a las élites capitalistas y burguesas de la España de la Restauración, a la vez que lanzaban una ofensiva sin precedentes en el terreno de la fundación de nuevos colegios. La confesionalidad católica del Estado quedaba plasmada en el artículo 11 de la Constitución impulsada por Cánovas en 1876 en donde entre otras cosas se afirmaba: La religión católica, apostólica, y romana, es la del Estado. La nación se obliga a mantener el culto y sus ministros. Nadie será molestado en el territorio español por sus opiniones religiosas ni por el ejercicio de su respectivo culto, salvo el respeto debido a la moral cristiana. Leopoldo Alas, Clarín, un escritor a la vez republicano y anticlerical, admirado por Vicente Blasco Ibáñez, llegó a decir textualmente en un artículo publicado en La Unión (10-IX-1878) que el poder de España está entregado a la Iglesia para todo lo que se refiere a religión, ciencia y educación.

Pequeñeces comienza afirmando la importancia de la educación jesuítica al llamar la atención sobre dos torrecillas del Colegio de Nuestra Señora del Recuerdo disparadas contra el cielo de Madrid. Dentro del colegio se oían alegres voces de niños. Caía el agua en las fuentes y gorjeaban jilgueros y ruiseñores en los árboles. Era junio y estaba teniendo lugar la ceremonia festiva de fin de curso y la distribución de premios. El acto había estado brillantísimo, presidido por el cardenal arzobispo de Toledo, pero inmediatamente antes de la clausura un niño rubio, como un ángel salido de un cuadro de fray Angélico, recitaba un poema del Padre Alarcón dirigido a la Virgen María que conmueve a todos los presentes que están a punto de abandonar los tutelares muros para enfrentarse a los peligros del mundo. Se podía percibir en el niño es e no sé qué aristocrático y delicadamente fino que atrae, subyuga y hasta enternece en los niños de grandes casas.

Muy pronto sabremos que ese niño, que declamó con seguridad el poema y que había obtenido cinco premios y dos excelencias, se llamaba Paquito Luján, es decir, era el hijo del Marqués de Villamelón, héroe de Cabo Negro, y de Francisca de Borja Solís y Gorbea, Condesa de Albornoz, Marquesa de Calatañazor, dos veces grande de España por derecho propio y camarera mayor de Palacio. Nos enteramos también de que, pese a los notables éxitos escolares del niño, ni sus padres ni su familia se habían dignado a asistir a la ceremonia. En la escena siguiente se nos presenta precisamente a la madre de Paquito, Currita de Albornoz, que en audacia y desvergüenza caminaba siempre la primera. Coloma ataca sin piedad a la aristocracia alejada de la tutela de los eclesiásticos y especialmente a las damas de alta estirpe que hacen gala de su libertad. No en vano la mujer aborrece a la serpiente por celos y envidias del oficio, como escribe Coloma, una opinión que no deja de reflejar una vez más la secular misoginia que ha prolongado hasta la actualidad la Iglesia católica. A lo largo de la novela, desde las primeras páginas, se intuye que Pequeñeces refleja la existencia de un enfrentamiento entre la moral y los valores de los padres, en este caso de la alta nobleza, y los valores morales de los educadores, en este caso los padres jesuitas. Los niños sufren perplejos, atrapados entre dos fuegos, la pugna entre la moral de sus padres y la moral de sus maestros.

En Pequeñeces las desgracias que padecen los niños se atribuyen a los pecados de los progenitores. En La araña negra Blasco Ibáñez cierra la novela con la muerte de un niño, Paquito Ordóñez, hijo único de la condesa Baselga y alumno interno en el Colegio de los padres jesuitas en la ciudad de Valencia, la misma en la que María, su madre, había estudiado interna bajo el control de las monjas de Nuestra Señora de la Saletta. Blasco aún no disponía del concepto de institución total que fue creado por el sociólogo Erving Goffman sesenta años más tarde en los Estados Unidos para agrupar las características de los manicomios y otras instituciones cerradas, pero fue sensible a las relaciones de poder instituidas entre los religiosos y los niños en los colegios de jesuitas (5). Nos presenta a Paquito abrumado por la espantosa soledad en la que vivía, y fustiga el cariño frío y mercenario que le rodeaba. Perdido en los grandes pasillos y en salas enormes en las que se movían en perfecta disciplina Paquito echa de menos el cariño y la cercanía de su madre. Aquel abandono moral en el que le tenían, aquella frialdad que le rodeaba, era lo que entristecía al pobre niño, y le hacía sumergirse en un decaimiento absoluto, que favorecía el progreso de la enfermedad. Coloma había echado en cara a la frívola nobleza de la corte su desdén por las obligaciones familiares en la educación de los hijos, pero ahora Blasco acusaba precisamente a los jesuitas de institucionalizar un encierro cruel, antinatural de los estudiantes en sus internados. De hecho un pensamiento obsesionaba a Paquito: ¿Es que sus padres no le amaban ya, y por esto habían mostrado tanta prisa en alejarlo de su presencia? El pobre niño no podía creer que dejase de amarle aquella mujer que tanto cariño le había demostrado allá en Madrid, y que por dos veces, llorando de emoción, había venido a verle en el colegio; pero al mismo tiempo pensaba con amargura que los padres que quieren a sus hijos hacían como el conserje de su hotel y otras gentes que él había conocido y que por todo el oro del mundo no consentían en separarse un solo día de los que eran pedazos de sus entrañas. Y por si el lector aún no había captado la responsabilidad de la Compañía de Jesús en promover esta práctica de desarraigo afectivo en sus centros de estudio añade: El infeliz ignoraba la existencia de inhumanas costumbres que la sociedad ha establecido con el carácter de suprema distinción y que hacen que los padres abandonen a sus hijos en la infancia para entregarlos a manos extrañas, justamente en la época en la que más necesitan del cuidado del verdadero cariño.

Reflexiones finales

La conclusión de la argumentación de Blasco era clara, diáfana, y significaba el comienzo de una propuesta a favor de un cambio pedagógico radical acorde con una sociedad que ha conquistado las libertades. De hecho Blasco simpatizó con las propuestas pedagógicas de la Escuela Moderna de Ferrer. Y es que la reclusión de los niños en aquellos grandes recintos conventuales era un atentado contra los derechos de los niños, una violencia injustificada, una costumbre inhumana que en demasiadas ocasiones se veía brutalmente acentuada por abusos sexuales practicados por jesuitas pederastas, encargados de la disciplina, unos abusos que hasta prácticamente hoy han sido sistemáticamente silenciados por las jerarquías eclesiásticas (6)

Vicente Blasco Ibáñez defiende en sus novelas anticlericales el carácter inmoral de la presunta moralidad de los eclesiásticos. En las páginas finales de La araña negra no duda en presentarnos su particular mirada crítica sobre los colegios religiosos, los fríos internados, instituciones monacales, anacrónicas, mastodónticas, caracterizadas por la brutal y temprana separación de los hijos de la convivencia cotidiana con sus padres. Otro gran escritor anticlerical, Ramón Pérez de Ayala, discípulo de Clarín, nos dejó en su novela AMDG constancia del funcionamiento del colegio jesuítico de Gijón y de los abusos que sufrían los colegiales (7).

La araña negra fue algo más que una impugnación de Pequeñeces. De hecho Blasco Ibáñez, comenzaban a ser consciente de que los tiempos habían cambiado, de que una nueva burguesía urbana y emprendedora irrumpía con fuerza en la escena económica y política de la sociedad española, sin embargo esta percepción tardó en ponerse de manifiesto hasta la publicación de El intruso (1904), la importante novela social que Blasco Ibáñez publicó doce años después de la primera impresión de La araña negra (8).

La cuestión religiosa

En el marco del Bilbao industrial de finales del siglo XIX y principios del XX, cuando estaba en plena expansión el trabajo en las minas de hierro y en las fundiciones del país vasco, el novelista se detiene en El intruso en la transición del siglo XIX al XX para presentarnos a los dos protagonistas de la novela, a dos varones de la clase media unidos no sólo por estrechas relaciones familiares, sino también por una franca y sincera amistad. Esta relación de los dos protagonistas se ve atravesada por fuerzas sociales también encarnadas en determinados personajes. Entre ellas destaca el tradicionalismo nacionalista capitaneado por la vieja nobleza rural vasca, así como la orden religiosa por excelencia asentada en el santuario de Loyola: los jesuitas. Como telón de fondo de un presunto país vasco idílico que se vio conmocionado por la revolución industrial se encuentra la clase obrera, los trabajadores explotados, muchos de ellos de origen maketo, que luchan por conquistar el derecho a una vida humana.

Por una parte Blasco Ibáñez nos presenta al protagonista principal de El intruso, al médico del hospital minero de Gallarta, don Luis Aresti, progresista, individualista, librepensador, anticlerical, observador crítico del mundo social en el que ejerce de forma ejemplar su profesión como médico de los mineros. Aresti recuerda como una gota de agua al médico socialista que don Armando Palacio Valdés sitúa en las minas de Almadén en su novela La espuma. Por otra parte destaca otro personaje, el primo y protector de Luis Aresti, el rico industrial don José Sánchez Morueta, hijo único de Juan Sánchez, un trabajador de un pueblo de Santander que había emigrado a Bilbao en busca de mejor suerte como gabarrero en la ría. Fue él quien con su trabajo constante y un buen conocimiento de la ría consiguió progresar y ascender socialmente de modo que de un tirón despegó a toda la familia del bajo fondo social en el que habían nacido. Casado con una hermana de la madre de Luis el tío Juan se hizo cargo de la educación de Aresti cuando su padre marino murió en una galerna.

La cuestión religiosa

Pepe Sánchez Morueta. estudió náutica en Bilbao y se hizo piloto. En uno de los viajes a Inglaterra se quedó en Londres como empleado de una casa vizcaína. En Londres realizó estudios y estuvo atento a los cambios científicos e industriales. De hecho retornó a Olaveaga dispuesto a la conquista de fortuna, y tuvo éxito pues supo aprovecharse de los cambios en cadena provocados por el invento de Bessemer que revolucionó la metalurgia. Con coraje, perspicacia, inteligencia, y un poco de buena suerte, puso en marcha un plan que reposaba en la convicción de que el primero que se apoderase del mineral de hierro sería rico como un príncipe. Cuando la gente empezaba a despertar él ya era millonario: propietario de minas, buques y altos hornos, uno de los grandes potentados del nuevo Bilbao. La figura de Pepe Sánchez Morueta se asemeja a la del industrial Manuel Ranzade de la novela titulada Redenta publicada en 1899 por el novelista Timoteo Orbe, amigo de Unamuno, con quien compartió artículos en el periódico bilbaíno y socialista La lucha de clases. Pero recuerda también a personajes de carne y hueso que tuvieron éxito en los negocios como Víctor Chávarri Salazar o el catalán José Villalonga Gipuló. En este sentido se podría decir que Sánchez Morueta representaba al tipo ideal del nuevo industrial bilbaíno de fin de siglo. Ambos primos compartían estrechos lazos familiares, así como una formación fuera de España -en Inglaterra José Sánchez Morueta; en Francia Luis Aresti- así como un compromiso con los valores democráticos, la modernización del país, el progreso social. Ambos estaban casados con dos mujeres con cuatro apellidos vascos educadas en colegios de monjas y vinculadas con la aristocracia antigua, defensora de la fe cristiana y la santa tradición. Aresti se casó con Antonieta Lizamendi mientras que Sánchez Morueta lo hizo con Cristina, una señorita de Durango, proveniente de una vieja familia de hidalgos terratenientes y carlistas afincados en la tierra desde tiempos inmemoriales.

El matrimonio de Aresti fracasó, y pronto se produjo la separación, mientras que su primo, entregado casi por completo a la gestión de sus negocios, casi no veía a su mujer Cristina con quien había tenido una hija, Pepita, una joven codiciada por los caza-fortunas de buena familia formados por los jesuitas en la Universidad de Deusto. El industrial Pepe Sánchez Morueta era un admirador religioso del capital, pero respetaba con una cierta distancia el empleo del tiempo de su mujer dedicada a las devociones católicas y a visitar a las principales familias de Bilbao. Su religión no era la católica sino la expansión industrial: El capital al servicio de la industria había civilizado territorios salvajes, había destruido fronteras históricas, estableciendo mercados en todo el globo; él era el que surcaba las tierras vírgenes con los rieles de los ferrocarriles, quien removía los mares para tender los cables telegráficos, quien ponía en comunicación los productos de uno y otro hemisferio, venciendo los rigores de la naturaleza y evitando las grandes hambres que habían hecho rugir a la Humanidad en otros siglos. Los poderes históricos se achicaban y humillaban ante el capital. Sin embargo Sánchez Morueta, gracias al influjo de su devota esposa, siempre bien asesorada por los padres de la Compañía, terminó por comprender que la religión del capital podía resultar perfectamente compatible con la moral católica tal y como venía correctamente interpretada desde el santuario de Loyola.

  • José María EÇA DE QUEIRÓS, El crimen del padre Amaro. Escenas de la vida devota, Ed. Siruela, Madrid, 2011, (traducción de Carlos Manzano. Prólogo de Joâo de Melo), así como Émile ZOLA, La culpa del abate Mouret, Cátedra, Madrid, 2015, (edición de Javier del Prado y Susana Cantero; traducción de Susana Cantero).
  • Vicente BLASCO IBÁÑEZ, La araña negra, Ed. Espuela de plata, Sevilla, 2014. 1248 páginas.
  • Lewis A. COSER, Las instituciones voraces. Visión general. F.C. E., México, 1978, pp. 113 y ss.
  • Padre Luis COLOMA S. J., Pequeñeces, Espasa-Calpe, Buenos Aires, 1946, 3ª ed. 341 pgs.
  • Erving GOFFMAN, Internados, Ensayos sobre la situación social de los enfermos mentales, Ed. Amorrortu, Buenos Aires, 2001. Sobre la formación del concepto de institución total por Goffman cf. F. ALVAREZ-URIA, Sociología y literatura, dos observatorios de la vida social, Morata, Madrid, 2020, pp. 333-371.
  • En enero del 2021 los jesuitas, que cuentan en la actualidad con 68 colegios y centros educativos en España, han hecho publica una investigación interna sobre los abusos en sus centros, y entre 1927 y 2020 admiten abusos a 81 menores practicados por 96 miembros de su orden. Sentimos vergüenza, dolor y pesar, declaró el jesuita Antonio España, padre provincial de la orden al pedir perdón a las víctimas en la presentación del Informe en Madrid ( Cf. El País, 25-I-2021 p. 25 y El País, 22-I-2021 p. 24).
  • Ramón PEREZ DE AYALA, A.M.D.G.: La vida en los colegios de jesuitas, Ed. Cátedra, Madrid, 1984 (Edición de Andrés Amorós).
  • Vicente BLASCO IBÁÑEZ, El intruso y La horda, Penguin Clásicos, Barcelona, 2020, (Edición de Cesar de Vicente)
La cuestión religiosa

La cuestión religiosa seguía sin estar resuelta, como bien ponía de manifiesto la fuerza de los jesuitas, especialmente en el País Vasco, pero se veía ahora desplaza y asociada a una nueva centralidad propia de una sociedad de clases: la llamada cuestión social. Cuando la cuestión religiosa se confundió de lleno con la cuestión social el anticlericalismo se alejó de la literatura para instalarse en el centro de la vida social y política española. Se creaban así las condiciones para que tanto el clericalismo como el anticlericalismo alimentasen las llamas de un feroz antagonismo social en el que se desataron incontroladas las pasiones políticas.

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