Por Elisenda N. Frisach
Con dos años de retraso llega a nuestras salas La cueva de los sueños olvidados de Werner Herzog, filme que se constituye en una nueva muestra (como lo fuera Pina, de su compatriota Win Wenders) de las posibilidades artísticas de una técnica aún en ciernes, el 3D, hasta el momento mayoritariamente empleada para dar una impostada espectacularidad a productos de nulas pretensiones (más allá, claro está, del propósito mercantilista de recaudar taquilla).
En La cueva de los sueños olvidados, la tridimensionalidad digital responde, en cambio, a la intención nada gratuita de hacer al espectador miembro integrante del reducido grupo de rodaje que, encabezado por Herzog y acompañado por científicos y cuidadores, fue autorizado para grabar, de manera excepcional, breve y sesgada, el interior de la Cueva Chauvet, donde se hallan las pinturas rupestres aún consideras como las más antiguas de la humanidad (de entorno al 35.000 AP).
La voluntad de Herzog de hacer partícipe al público del descenso de su equipo a la cueva responde no solo al deseo de incrementar el efecto de veracidad que, en principio, toda cinta documental aspira a lograr, sino, sobre todo, al de reforzar el eje vertebrador de la pieza, que no es otro que la búsqueda de la esencia del pensamiento humano libre de apriorismos culturales –de la esencia de su alma, se diría–; un afán teñido de melancolía, pero también de amargo humor (como no podía ser de otra manera en este autor), ante la certeza del esfuerzo en vano, puesto que, como el propio Herzog explicita en un momento del relato, nosotros, a diferencia del hombre primitivo, “somos prisioneros de la historia”.
Al respecto, las palabras de uno de los científicos que aparecen en la obra, especialista en la cultura del Paleolítico, ilustran la insoslayable imbricación del hombre de Cromañón con su mundo, mediante dos principios complementarios: mutabilidad entre todo lo que conforma la naturaleza y permeabilidad entre el mundo físico y el más allá, nociones ambas que, de alguna manera, difuminan los conceptos, hoy tan arraigados en nuestra psique, de individualidad y mortalidad. Se trata, por tanto, de una visión animista y panteísta de la existencia, donde el sentido de lo trascendente y la espiritualidad se integran en la cotidianidad sin estridencias.
Lúcidamente, el realizador bávaro opta por integrarse (y a nosotros con él) en la cueva que nuestros ancestros tan extraordinariamente decoraron, y hallar en ella, en la contemplación de las figuras, las texturas, las formas y los colores de las pinturas y de las cavidades sobre las que se plasman esa epifanía que revele el sentido mismo de la vida, ellos que la podían concebir (intuir) sin condicionantes. De ahí que las imágenes de la cinta tengan una cualidad hipnótica, arrobadora e inquietante, sublimadas, además, por el exquisito empleo de la música extradiegética y por el constante recordatorio del carácter sacro y mágico del lugar (“sentíamos unos ojos que nos observaban”, dirá Herzog), ya que las evidencias arqueológicas indican que el sitio no fue una vivienda, sino espacio para ritos religiosos.
Según lo expuesto, La cueva de los sueños olvidados es la antítesis de un documental de reconstrucción erudita (aunque se manejen diversidad de datos científicos y se recojan los sesudos testimonios de muchos expertos), y también se aleja del mero compendio preciosista de las maravillas de la cueva (aunque asimismo su metraje esté poblado por innumerables planos de bellas pinturas rupestres, de estalagmitas, de formaciones rocosas, de huesos de animales convertidos en brillantes esculturas de calcita…).
Por otro lado, las pruebas de que las paredes pintadas no se hallaban en la zona iluminada por el sol, lo que obligaba al uso de antorchas para poder hacerlas y verlas, evocan de forma inevitable –dado el universo que la película describe– el mito de la caverna platónica y, a través de este, el concepto mismo del arte cinematográfico, plasmado en las probables prácticas rituales basadas en la proyección de sombras sobre las paredes, pero también en las pinturas de rinocerontes con ocho patas que imitan toscamente el movimiento, algo que Herzog no vacila en calificar de “protocine”.
Y es que de arte y de religión y de ciencia, y por tanto de humanidad, trata en última instancia este filme sublime que, retrotrayéndose a los orígenes de nuestra propia especie, reflexiona sobre el hombre de nuestros días, sobre sus errores y carencias, pero también sobre ese hálito de divinidad que sigue haciéndole tan excepcionalmente diferente del resto de criaturas de la Tierra.
La cueva de los sueños olvidados (poético título, por cierto, para una no menos poética película), mediante la indagación en el inicio de todo, de nuestro deseo de crear, de representar, de comunicar (el inicio de los que somos, en fin), se proyecta hacia el futuro en un espeluznante epílogo que hace de nosotros tristes doppelgängers de una humanidad subyacente y desconocida. Tal vez para que algún día recuperemos esos “sueños olvidados”, el último plano de la pieza va dedicado al artista anónimo, pero reconocible por su meñique deforme, que pintó algunas de las bellas obras de la Cueva Chauvet. Sencillamente, magistral.