Fotomontaje de Espectadores, en homenaje a Ionesco.
A principios de este 2014 mi madre cayó en una depresión profunda que la desalojó de su casa durante seis meses. En el transcurso de las últimas tres semanas, la acompañé en la -espero, última- fase del proceso de recuperación que consiste en volver al hogar e intentar retomar la vida autónoma que supo llevar hasta que se enfermó.
Durante este período pasamos juntas un promedio de ocho horas diarias. La acompañé al médico, a reencontrarse con su barrio, a realizar algún trámite bancario. Desaceleré mis 42 años en función de sus 74. Es decir que me adapté a su ritmo para comer, caminar, interactuar con vecinos, doctores, cajeros (automáticos y de carne y hueso), mozos, vendedores.
Por momentos sentí que estaba asomándome a mi propia vejez o, mejor dicho, a una versión posible de mi futura vejez. Entonces pensé -y sigo pensando- que, si nuestra Buenos Aires y sus habitantes se mantienen igual en las próximas décadas, corro serios riesgos de volver a experimentar a mis sesenta o setenta la versión magnificada de la reconocida hostilidad urbana, aquélla que se ensaña con los (más) vulnerables.
Transitar la tercera edad con una depresión a cuestas constituye una suerte de vulnerabilidad agravada. Por lo pronto, la enfermedad aumenta la fragilidad que traen los años, e intensifica las dificultades que aún las personas sanas encontramos a diario en ciudades que hace rato abandonaron la escala humana.
El tránsito vehicular es uno de los fenómenos que mejor ilustran la hostilidad mencionada, ésa que daña más o menos según la fortaleza o vulnerabilidad de quien la padece. En el transcurso de estas últimas tres semanas, mi madre y yo encontramos todavía más tiranos los tiempos que los semáforos le conceden al cruce peatonal; todavía más peligrosos los baches en calles, avenidas, veredas; todavía más homicidas a los conductores y (moto)ciclistas que transgreden con total impunidad las normas básicas de seguridad vial.
La automatización y su reverso, la despersonalización, constituyen otro fenómeno generador de maltrato generacional. Los servicios de atención al cliente/paciente humillan todavía más a aquel individuo sin la experiencia, la lucidez, los conocimientos necesarios para comprender y ejecutar en el lapso estipulado el proceso correspondiente a la realización de un trámite y/o a la resolución de un problema o inquietud.
A veces cuesta distinguir entre una máquina programada y su complemento de carne y hueso. Ambos son obcecados, insensibles, en suma, limitados. Ambos desconocen -y, peor aún, son incapaces de intuir- las diferencias de trato que algunos practicamos y exigimos en nombre de la diversidad humana.
En un principio pensé titular este post ‘Gerontocidio’ o ‘Gerontofobia’ en alusión a una sociedad cada vez más despiadada con nuestros mayores, y en sintonía con este otro texto publicado cuatro años atrás. Pero mi madre encarna un caso de indefensión irreductible a la mera condición de viejo, y en cambio tentador a la hora de (insistir en) señalar la existencia de otras inseguridades además de aquélla que tanto obsesiona a nuestros medios masivos.
Durante estas tres semanas, volví a pensar en la costumbre argentina de echarles la culpa de todos nuestros males a dos estereotipos intercambiables: “la política” y “la delincuencia”. Como otras veces, imaginé ese discurso en boca de los compatriotas que atropellan al otro, aún (o todavía más) cuando ese otro se muestra visiblemente vulnerable.
Imaginé a estos individuos de pie, al lado de sus autos con vidrios polarizados o del mostrador/escritorio donde destratan a clientes y/o pacientes. Le reclaman rectitud, compromiso, lucidez, severidad -en ocasiones sensibilidad- a nuestra dirigencia mientras, por las dudas, justifican su propia inconducta ciudadana (que siempre consideran menor, insignificante, inofensiva) a partir de la inconducta “de quienes están arriba y deben dar el ejemplo”.