Revista Cultura y Ocio
«La pluma es más fuerte que la espada». Con esta célebre máxima el barón Lytton definió un hecho, como es el de la fuerza de la palabra escrita, que no se le escapa a nadie en nuestros días. Pero el poder que tiene la palabra escrita como medio de difusión de ideas y de nuevas maneras de mirar el mundo que nos rodea también fue comprendida por aquellos grupos sobre los que recaía el poder a lo largo de todo el Antiguo Régimen. De esta forma, la aparición de determinadas obras empezaron a ser consideradas como peligrosas ya que atentaban contra las estructuras sobre las que se asentaban el sistema social y político o, directamente, contra determinadas instituciones en concreto.
Dentro de esta última tendencia se nos hace evidente la aparición de determinadas obras a lo largo de toda la Edad Media que habrían atacado a la Iglesia Católica, lo que llevó a esta a señalar a muchas de ellas como un reflejo del carácter herético de sus autores o que, directamente, estaban inspiradas por el Diablo.
Pero en el año 1559 la Inquisición romana dio un paso más allá promulgando el célebre Índice de libros Prohibidos. En esta lista tendrían cabida aquellos libros que, bien total o parcialmente, tenían contenidos heréticos o contrarios a las doctrinas de la Iglesia y cuya lectura supondría, a partir de este momento, la excomunión inmediata. La fecha de este acontecimiento no es, en modo alguno casual, ya que con este tipo de medida se pretendía evitar la llegada a manos de cristianos católicos obras que pudieran corromperlos (recordemos el florecimiento del protestantismo en este período). De esta manera se regularizaba un proceso que se había venido llevando a cabo desde hacía tiempo, es el caso de la eliminación de los textos albigenses, pero este se había producido de una manera bastante mas desorganizada. A partir de este momento los escritores bajo el dominio católico tendrán que aprender a convivir con un sistema de censura como éste.
Durante siglos el Índice, que era actualizado cada poco tiempo, no dejó títere con cabeza. Autores como Erasmo, Montaigne, Rabelais, Descartes, Montesquieu, Voltaire o hasta el propio Cervantes, que tuvo que eliminar determinadas frases del texto original del Quijote, fueron presas de este tipo de censura. Con la promulgación de este texto no sólo se intentaba crear censura sobre determinadas obras sino, además, ir convenciendo a los autores para que aprendieran a autocensurarse. De esta manera es posible contemplar ataques velados a la Iglesia, a la sociedad de la época o a los propios censores que en ocasiones éstos pasaron por alto, en una especie de juego en la que algunos autores adquirieron gran maestría usando dobles sentidos o mensajes ocultos a lo largo del texto .
El Índice, sin embargo, no consiguió que estos autores dejaran de ser leídos e, incluso, en ocasiones, fomentó la lectura de estos (ya se sabe que lo prohibido atrae) pero, eso sí, nunca dejó de ser un medio de restricción del pensamiento y de la expansión de nuevas ideas. Finalmente, sería tras el Concilio Vaticano II cuando se acabaría definitivamente con esta práctica con la que durante muchos años se trató de evitar algo que a la postre, tal y como se demostró, era inevitable: la expansión de la palabra.