Revista Arte

La década prodigiosa

Por Peterpank @castguer

La década prodigiosa

Editorial Anagrama acaba de publicar la copiosa correspondencia –casi seiscientas páginas– entre Jack Kerouac y Allen Ginsberg, las dos principales figuras de la generación beat. Con ellos, formaron parte de la misma Lawrence Ferlinghuetti, William Burroughs, Gregory Corso y alguno más.

El de los beatniks fue uno de los –principales— movimientos antisistema que surgieron en la década de los 60 y que se interpenetraron y se influyeron mutuamente. Los otros fueron el Mayo68, el situacionismo, el orientalismo y la contracultura, que, a mi juicio, terminó por englobarlos a todos.

Hay cosas, movimientos sociales, situaciones, acontecimientos que, si no los explica la astrología –la astrología cientifica al estilo de la de Lisa Morpurgo, André Barbault, incluso Karl Gustav Jung— no los explica nada. Acontecen por el mismo tiempo en distintos lugares con parecidas características y con la misma intención.

Son especialmente reseñables estos movimientos por contener una base filosófica, pero, en ese tiempo, a partir de los últimos años de la década anterior, se dio también una enorme eclosión de tendencias pictóricas y formulaciones estéticas, junto a la actividad de grupos de teatro underground y de escritores dedicados a enterrar la novela tradicional y a ensayar nuevos temas y, sobre todo, nuevas técnicas, tales el objetivismo o nouveau roman en Francia, los angry young men en Inglaterra, los nuevos narradores en Alemania, el grupo de la novela metafísica en España, etc. En los Estados Unidos, el teatro de los Tenesee William, Arthur Miller, etc., la música de grupos como los vétales y el corpus nvelístico de la generación perdida dibuja un nuevo panorama.

Aparte los ensayos teóricos sobre la novela de Alain Robbe-Grillet y Michel Butor, en Francia y, en España, los de Carlos Rojas, Manuel García Viñó y Andrés Bosch, hubo dos libros fundamentales,: La sociedad del espectáculo, de Guy Debord, y, muy especialmente, El nacimiento de una contracultura, de Theodore Roszak, que fue el catecismo de una generación de universitarios norteamericanos. Sin que quepa olvidar a Marcase, Norman Brown ni a todos los que filosofaron después sobre esos movimientos o sobre el porvenir de la novela, como Alan W. Watts, Maurice Nadeau, Claude Mauriac, Mariano Baquero Goyanes, Juan Ignacio Ferreras, José María Castellet, Gaëtan Picon, Jean Bloch Michel y el propio Michel Butor. Estética y ética estaban en la base de la nueva visión de la literatura.

Dos acontecimientos, derivados de unas ideas en ebullición, conmovieron a la juventud y a los artistas plásticos y literarios, eternos jóvenes: el Mayo68, en París, y las revueltas de la Universidad californiana de Berkeley.

He dicho antes que la palabra contracultura englobó, en cierto modo, todos los movimientos. Y pienso que fue así porque todos fueron, fundamentalmente, antisistema y situados frente a la tecnocracia y sus derivaciones materialistas, antiespirituales, deshumanizadoras… Se renovó la escala de valores, se elevó la consideración de la creatividad y la libertad, mediante el rechazo de todo dogmatismo. Se quiso que el mundo fuera más poético, y, todo ello, desde el desarraigo, la marginalidad, la transgresión, la consideración de la literatura como un arma, como un medio para transformar el mundo, no sólo en el sentido de la justicia social, sino también el de que la vida se convirtiera en una aventura interesante. Otro libro fundamental de aquel periodo fue The outsider, de Colin Wilson.

Todos los movimientos fueron especialmente juveniles. Como dijo el editor del mencionado libro de Roszac, no era la primera vez, a lo largo de la historia, que los centauros arremetían contra el templo de Apolo, y tampoco era la primera vez que los marginados del sistema intentaban alterar el contexto cultural. La novedad de la contracultura estribó en que la rebelión, a uno y otro lado el Atlántico, no la encabezaron los pobres, los desheredados de la fortuna, sino los hijos, algunos privilegiados, de la sociedad. Todos estos movimientos se fraguaron en universidades. Y las protestas, y el intento –y en buena parte logro —de hacer añicos la tabla de valores burguesa y conformista—, de tirar por tierra el sistema no fue cosa de necesitados de bienes y alimentos materiales, sino de insatisfechos ante la opulencia hueca, el prosaísmo de una vida sin contenidos sustanciales, la inoperancia ante la necesidad, que ellos sentían, de realizar todas las posibilidades del ser humano.

He acometido la escritura de este texto espoleado por la reciente publicación de la correspondencia entre Kerouak y Ginsberg, cuya lectura me ha despertado a la vez el deseo de señalar que La Fiera Literaria y quienes la hacen están en esa onda. No es sólo que simpaticemos con aquellos postulados, sino que intentamos resucitarlos.

Y LA FIERA LITERARIA

Habría que acudir de nuevo a la Astrología para intentar averiguar cómo, en 1995, llegamos a juntarnos unos que antes no nos conocíamos, pero que traíamos a cuestas un parecido bagaje, porque habíamos conocido, más o menos, aquella eclosión de poesía, humanismo y nueva filosofía antisistema tecnocrático y capitalista. Porque en La Fiera hay un grupo de universitarias –todas son mujeres— jóvenes. Pero, de los demás, hay quien participó en los acontecimientos del Mayo francés, quien formó parte del círculo del sociólogo de la literatura Lucien Goodman, quien, doctorada en Filosofía en la Universidad de Nanterre, adoptó el situacionismo; quien, estudiante en Berkeley, conoció personalmente a Herbert Marcuse y Alan W. Watts. Y a Zuzuki. Y quienes, en fin, desde aquí, habían seguido –y se habían enamorado de— esos movimientos, ese movimiento.

Ese movimiento esperanzador que, lamentablemente, el sistema terminó engullendo, convirtiéndolo en un folklore. Era el momento del predominio de los medios de comunicación de masas, que lograron que todo lo que no estuviese en ellos no existíese.

Algo de aquello, sin embargo, quedó alimentando algunos espíritus y, en nuestro caso, se aplicó fundamentalmente a la novela, porque todos éramos filólogos o novelistas. A la novela y a la política de difusión de las novelas.

La novela había sido una de las primeras víctimas del nuevo estado de cosas. Porque, desde principios del siglo XX, había dado un giro copernicano hacia la condición de obra de arte literaria. Antes, ni los más grandes novelistas del siglo XIX pretendían ni consideraban la novela como un arte. Los estudiosos la descartaban por su prosaísmo. Pero he aquí que los Kafka, los Faulkner, los Hesse, etc. y Virginia Woolf, hasta Butor, Robbe-Grillet, Claude Simon, Claude Ollier, Samuel Becket, Andrés Bosch, Carlos Rojas, Antonio Risco, Juan Ignaio Ferreras, etc. empiezaron a demostrar que la novela podía ser una obra literaria con valores estéticos, esto es, una obra de arte.

El momento de las grandes esperanzas para los amantes de la novela fue abortado por la irrupción brutal del capitalismo en las editoriales. Los caníbales –en primer lugar norteamericanos, en seguida imitados por los europeos– cayeron en la cuenta de que ahí había unas empresas que laboraban de manera artesanal y apenas producían beneficios artesanales. Decidieron hacerlas fructíferas a su modo. Y la primera fase de este modo consistió en formar un público consumista amplio, para lo que había que darle lo que este público era capaz de asimilar. Fue por esto por lo que se resucitaron las fórmulas decimonónicas, la novela de aventuras, el realismo, el costumbrismo, .. Y otras formas marginales, más propias de la radio y la televisión, como los novelones y los culebrones. Así nació la nefasta industria cultural, que convirtió el libro del objeto de uso que siempre había sido en objeto de cambio, creándose un ambiente en el que no tenía lugar el intento de hacer de la novela una obra de arte. Como ha escrito Gilles Deleuze, en un ambiente así, un nuevo Kafka no habría encontrado editor. Como digo yo, en un ambiente así, aventuras como la de La Fiera son ignoradas por las páginas culturales de los periódicos y los suplementos literarios, para quienes resulta delictiva nuestra lucha por intelectualizar la novela, hacerla vehículo de ideas, valores estéticos, novedad formal, libertad, literaturización en suma. Y no se puede obviar lo que esa actitud tiene de acomplejamiento, ya que ellos saben donde está la verdad, pero no la pueden ejercer, porque dependen, y están condicionados, por la publicidad de las editoriales. Editoriales que, además, acaparan los espacios de las librerías, en las que no dejan sitio para ningún libro, generalmente publicado por heroicas empresas de edición, al que pueda conllevar la novedad y la diferencia.

Sí encontraron, en cambio, su lugar los escritores que se plegaron, que traicionaron a la Literatura y se avinieron no sólo a hacer un determinado tipo de novela “vendible”, sino también a entrar en todos los juegos sucios ideados por los editores para vender: los premios apalabrados, el marketing basado en supuestas realidades, los críticos a sueldo, los apaños con los medios, la confección de listas de más vendidos, la colaboración con las grandes superficies, las obras por encargo… En otra parte de esta web se puede ver la lista de los que, como Muñoz Molina, Maruja Torres, Savater, Antonio Gala, Ángela Vallvey, Espido Freire, Rosa Regás, Juan Manuel de Prada, Álvaro Pombo, Juan Benet, Juan José Millás, Lucía Etxebarría, Francisco Umbral, Eduardo Mendoza, Camilo José Cela, etc., etc. hasta casi todos –que serán todos cuando les toque el turno a los que están en lista de espera– , se han chanchullado con el presidente de Planeta u otra editorial para “ganar” un premio, hacerse publicidad y vender libros. Lo que incluye una frívola representación en un lujoso hotel de Barcelona, incompatible con la dignidad del escritor que, como dijo Nietzsche, escribe con su propia sangre. Es trágicamente cómico, para quienes amamos la literatura o, como mínimo, la honradez, ver a personas de la Casa Real, al Ministro de Cultura, el presidente de la Generalitat, a profesores y escritores bendiciendo con su presencia un “premio” que, sobre estar amañado, quien lo convoca se lo va a conceder a sí mismo, a un libro que él va a publicar.

Todo esto ha producido un tipo de escritor profesional perteneciente a la fauna de los repudiados por Nietzsche. Para Nietzsche, hacer una profesión del estado de escritor es, cuando menos, una forma de estulticia. En las entrevistas que continuamente les hacen, estultos como Pérez Reverte, Muñoz Molina, Almudena Grandes, Maruja Torres, Lucía Etxeberría (que se adorna diciendo que se abre camino en el mundo literario con las tetas), Eduardo Mendoza, Espido Freire, etc. se declaran profesionales de la novela, y hablan más de ventas y ganancias que de literatura.

En los años 50/60 y parte de los 70 los escritores de novelas hablaban de valores éticos y estéticos, eran unos activistas al estilo de los que postulaba Raymond Abellio en Les yeux d’Ezechiel son ouverts, que se proponían cambiar el mundo, de compromiso y de mensaje. Y, ya ven, el inefable Muñoz Molina, ejemplo de novelista para nuestros críticos, multipremiado y académico –entrar en la Academia es otro de los grandes anhelos de los estultos– ha dicho, creyendo utilizar un ingenio que en realidad es inexistente— que el que quiera lanzar un mensaje que ponga un telegrama, no sé si queriendo anular expresamente lo dicho por André Gide, Jean-Paul Sastre, Albert Camus, Arthur Koestler, Georges Orwell, Maurice Nadeau, Merleau Ponty, François Mauriac, Gabriel Marcel, Gaetan Picon etc.

Cuantos nombres franceses en todas las listas que ofrezco. Los franceses son los amos de las revoluciones. Políticas, artísticas o literarias)

Quienes hayan alcanzado a conocer las dos épocas pueden comparar lo que era el escritor de entonces, francotirador, rebelde, independiente, comprometido, outsider, periférico, literato por encima de todo, con estos lechuguinos, oficinistas, peseteros, premiados, académicos, que reciben consignas de su agente y de su editor y pasan más tiempo en cócteles que en el cuarto de trabajo.

Los fieras in péctore pertenecíamos al primer grupo y, cuando volvimos de nuestro viaje iniciático y nos encontramos con un panorama y unos personajes tan diferentes a los que conocíamos y habíamos tratado, nos pareció habernos equivocado de planeta. Habíamos dejado la crítica literaria en manos de Antonio Valencia, Manuel Cerezales, Domingo Pérez Minik, Horno Liria, Angel Marsá, Juan Ramón Masoliver, Fernando Gutiérrez, hombres preparados, honrados, independientes, que se ocupaban de libros de todas las editoriales. Habían sido sustituidos por los García Posada, Conte, Belmonte, Pozuelo Yvancos, Sanz Villanueva, Ignacio Echevarría, Ángel Basanta, José Carlos Mainer, Darío Villanueva, Juan Ángel Juristo, Ernesto Ayala Dip, Jordi Gracia, García Jambrina, Goñi, etc., menos preparados en general y cuya mayor aspiración era quedar bien con los autores y los editores. Trabajaban para unos suplementos literarios que no eran más que soportes para la publicidad y ésta, los anuncios bien pagados, determinaba, mediante los pies editoriales de los libros, con cuáles no había que meterse, que eran todos aquéllos de los que se ocupaban.

En cuanto a los “novelistas”, unos cuantos nombres nos asaltaron aureolados por una corona de epítetos deslumbrantes y deslumbradores. Nombres nuevos para nosotros, como los de Mendoza, Marías, Muñoz Molina, Almudena Grandes (Pérez Reverte más adelante), Rosa Montero, Maruja Torres, Lucía Etxeberría, Espido Freire, ‘Alvaro Pombo, Mateo Díez, Antonio Gala, Juan Manuel de Prada, Rosa Regás, a los que leímos sin prejuicios para encontrarnos con un panorama desolador. Todo cuanto la novela había avanzado intelectual y formalmente, estos lo ignoraban o lo habían tirado a la escombrera con la aprobación de los críticos, bastantes de los cuales era profesores universitarios. Pérez Reverte, el más vendido, pretendía resucitar sin gracia el añejo entreguismo del XIX con un lenguaje desangelado. Almudena Grandes hacía lo propio con la novela rosa teñida de verde, adornándola de unos “atrevimientos” sonrojantes. Muñoz Molina tocaba temas que él creía interesantes, expresándose en cada libro mediante un “estilo” diferente. Todos, practicando un realismo costumbrista para unas historias que, seguramente, pescaban en las crónicas de sucesos, cuando no abrevaban en sus poco interesantes, sus vulgares vidas. Y –caso aparte— Javier Marías, el más ensalzado, al más jaleado, el peor sin la menos duda, pero valorado por los críticos y los profesores en unos términos que aquí no se han empleado ni para Cervantes ni para Vélez de Guevara ni para Leopoldo Alas, ni para Galdós, ni para Baroja ni para Valle Inclán… Digamos la perogrullada de que un novelista, aparte de manejar los valores estéticos y técnicos, las ideas, los sentimientos y las psicologías, la primera cualidad que debe tener es saber escribir. Pues bien, Javier Marías, como hemos demostrado sobradamente, no sabe escribir. (Véase el prólogo a mi libro La gran estafa: Alfaguara, Planeta y la novela basura).

Aparte el retroceso hacia el costumbrismo y la carencia de ideas, todos estos “novelistas” se preocupan únicamente del argumento –ni siquiera de la trama–, un argumento que pueda interesar y entretener al pedestre lectorado para el que escriben. Lo ignoran todo de la composición, elemento primordial de la novela, del espacio, del tiempo, alusiones, elusiones, extrañamiento, fluir de la conciencia, monólogo interior, extrañamiento, etc. Desde la perspectiva que esta abrumadora ignorancia supone, resultan cómicas sus declaraciones en entrevistas y conferencias. Y que una recién nacida histórica como Espido Freire se dedique a dar “lecciones de novela” en talleres que ella misma se monta. Que otras, como Almudena Grandes, se compare a sí misma con Jane Austen. Y que otro, como Eduardo Mendoza, gesticule un ridículo discurso para “demostrar” que Franz Kafka, uno de los más grandes innovadores de la gran novela del siglo XX, ni siquiera era escritor. Todo ante la pasiva complacencia de los críticos y los profesores de literatura, y para jolgorio de un periodismo cultural analfabeto y manejado. Es digno de contemplarse el arrobo con que estos zánganos miran a ese globo hinchado que es Javier Marías porque, iletrados y desinformados ellos, se fían de lo que les han dicho los mandarines.

Son los críticos y los profesores los culpables de que el mundo de la novela española se haya convertido en un estercolero. Porque los editores, manejando sólo la publicidad, no habrían podido dotar de aparente seriedad lo que no es más que un carnaval de pueblo. Sus comentarios, en los que introducen frases lapidarias que puedan ser empleadas en la propaganda, están más preocupados por complacer al editor. Personalmente, estoy convencido de que el día que Pozuelo Yvancos ponga mal una novela se le saldrá una hernia.

El fin es convertir a todos los del santoral en best sellers. Mediante lo dicho y mediante el marketing, la publicidad directa e indirecta, la colaboración del Ministerio de Cultura y el analfabetismo de los periodistas y los políticos.

Creo que no hay estamento español que no se haya maculado de corrupción ni de pringue pseudoliteraria e inmoral. Por eso, de vez en cuando, se producen acontecimientos que desbordan el ámbito que he dibujado y eclipsan lo peor de lo que en ese ámbito puede contemplarse. Juan Luis Cebrián Académico y Rosa Regás directora de la Biblioteca Nacional serán para siempre capítulos de luto en la crónica negra de una época bastarda y emporcada como ninguna.

M. García Viñó


Volver a la Portada de Logo Paperblog