Revista Opinión
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La deuda se ha situado en el centro de la gestión económica del país. El discurso económico hegemónico es de una sencillez aplastante: hemos vivido por encima de nuestras posibilidades (sobre todo las administraciones públicas y las familias); como consecuencia, se han alcanzado unos niveles de endeudamiento (particularmente público y privado hipotecario) desorbitados y ha llegado el momento de apretarse el cinturón: el pago de la deuda acumulada exige recortes drásticos del gasto público -empezando por el de carácter social- y del de las familias -consecuencia del desempleo generalizado y el recorte salarial-. La secuencia se presenta como inapelable: es lo que hay. Y a partir de ella se naturaliza la asunción de decisiones políticas (y por tanto, supuestamente colectivas) durísimas. Por ejemplo, estamos cerrando quirófanos por las tardes porque hay que ahorrar para devolver la deuda, fundamentalmente a unos bancos (principales acreedores) que ni con la crisis han dejado de repartir suculentos dividendos. Si estamos permitiendo injusticias tan manifiestas es porque ha calado que son inevitables. Cabe preguntarse, por tanto: ¿nos han dado la información suficiente para sostener esa ’inevitabilidad’?
Para empezar, es asombroso cómo los medios de comunicación nos bombardean con datos de deuda, y, sin embargo, la poca información difundida sobre quiénes acumulan realmente el endeudamiento. Según los últimos datos disponibles, la deuda española total ronda un 400% del PIB. Efectivamente, en términos globales estamos ante una situación de endeudamiento problemático. Pero los datos desagregados parecen no cuadrar con los mensajes oficiales más o menos explícitos: la deuda pública constituye solo un 16% sobre la total, mientras que el ’desenfrenado’ gasto familiar es responsable de un 21%. No parece que sea el Estado ni las familias quienes hayan colocado al país al borde de la ruina. El mayor problema de endeudamiento se deriva, de hecho, del comportamiento del sector privado empresarial: la deuda conjunta de empresas y entidades financieras alcanza un 63% sobre la global. Si la solución a la crisis de deuda pasa por apretarse el cinturón, parece evidente que se está cometiendo un grave error a la hora de identificar qué grupos sociales son los que debieran hacerlo.
Tras dimensionar en su justa medida el volumen de deuda pública, cabe también interrogarse sobre su origen. Hay que considerar que el pago de la deuda pública está sirviendo como coartada para desmontar nuestro precario Estado del bienestar. ¿Cuáles fueron los gastos de ayer que nos obligan a asumir hoy estos enormes retrocesos sociales? Un análisis riguroso obliga a dudar del carácter público de buena parte de la deuda clasificada como tal. Por ejemplo, se calcula que desde 2007 se ha inyectado a la banca dinero público por un valor cercano al 9% del PIB (88.800 millones de euros). A esto hay que sumar los recursos públicos indirectamente transferidos a través de la ’barra libre’ de crédito barato por parte del BCE. El Estado ha tenido que financiar gran parte de este gasto incrementando sus emisiones de deuda. Y precisamente, a comprar esos cada vez más rentables títulos de deuda es a lo que ha dedicado la banca española el dinero público obtenido. ¿Es lógico que los contribuyentes paguemos a los bancos (mediante recortes en servicios públicos, por ejemplo) para devolver una deuda generada por el dinero público que previamente se les ha transferido? También convendría saber con exactitud qué parte de la deuda supuestamente pública se contrajo para la construcción de infraestructuras de nula utilidad pública pero de gran rentabilidad para ciertas empresas privadas. O cuánta es resultado de los regalos fiscales efectuados en los últimos años a las grandes empresas y a las familias de mayor nivel de patrimonio y renta. Los ejemplos se multiplican.
El pago incuestionable y prioritario de la deuda pública se ha convertido en el mecanismo mediante el cual socializar los costes de la crisis. Una forma concreta y efectiva de oponerse a que la sociedad pague una factura que no le corresponde es impedir el pago de una deuda ’pública’ que no es tal. Por eso se está iniciando una campaña que exige una auditoría sobre la deuda. Es un primer paso, pero urge empezar a caminar.
Bibiana Medialdea
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