El ser humano es, ante todo, un animal social. Este rasgo como especie, tan decisivo para su supervivencia como para la consecución de la supremacía en el medio natural y, un tanto pretenciosa y equivocadamente, sobre la naturaleza misma, ha degenerado con el paso de los milenios, y a medida que la construcción de la sociedad se ha ido realizando sobre la base de preceptos, normas y comportamientos socialmente aceptados o rechazados, en un ente contradictorio y discutible, a un tiempo deseable y rechazable, necesario y opresivo, garantizador de libertades y derechos o limitador y burlador de ellos. Un factor determinante en ese ambiguo carácter de la “vida en sociedad” lo proporcionan las invenciones ideales colectivas. En primer lugar, la idea de dios y, algo más tarde, la creación del dinero y, como consecuencia de ella, el surgimiento de los modos y maneras humanos asociados a su abundancia o a su carencia, sobre todo a su acumulación, incluidos otros inventos posteriores como la sublimación de las diferencias raciales o la invención del concepto de nación. Estas fantasías ideales y esencialmente falsas (dios, dinero, raza, nación), basadas en convenciones teledirigidas desde las estructuras de poder cuyo único fin consiste en la conservación y limitación de acceso a ese poder, han transmutado con el paso del tiempo el concepto de sociedad en uno mucho más pobre, esquemático, visceral e irreflexivo, en una vuelta al origen primitivo del ser humano: el regreso a la tribu. Para ello ha sido fundamental otro concepto nacido de esta ambivalencia social: la hipocresía colectiva o, dicho llanamente, la dictadura de las apariencias. Particularmente en España se ha hecho de la apariencia un rasgo de carácter nacional, étnico, cultural, vinculada durante siglos a cuestiones como el honor y la honra, la reputación, la fama, tendente a la mentira, a la hipocresía, a los comportamientos miserables y al camuflaje de la basura bajo la alfombra. Con la irrupción del capitalismo salvaje, estos rasgos se han exacerbado hasta el punto de que la pertenencia o no a la tribu se determina por la posesión o no del valor, esto es, del dinero necesario para que el resto de miembros de la tribu nos reconozcan como integrantes de pleno derecho, sobre criterios especialmente de rentabilidad, de aportación al conjunto y de coste limitado. Si la proporción entre lo que se aporta al grupo y lo que supone de gasto no es favorable al primero de los términos, la pertenencia a la tribu se cuestiona hasta que se produce inevitablemente la exclusión: pobres, inmigrantes, parados, determinados pensionistas, dependientes, enfermos mentales, etc., etc. De ahí que resulte tan importante la posesión de los medios de pertenencia a la tribu como la ostentación pública y obscena de los mismos. Esto puede plantearse a escalas enormes, desproporcionadas (monarquías “respetables”, políticos “honrados”, espionaje a los “amigos”) o en proporciones insignificantes, casi se diría que inofensivas, pero imprescindibles para el sustento de ese enorme edificio de plantas interminables que es la hipocresía social. De uno de estos pequeños episodios trata precisamente Banquete de bodas (The catered affair, Richard Brooks, 1956).
El mismo día que el taxista neoyorquino Tom Hurley (Ernest Borgnine) acaricia por fin su sueño de hacerse con un vehículo propio tras toda la vida ahorrando los miles de dólares necesarios para conseguirlo, su hija Jane (Debbie Reynolds) anuncia en casa que va a casarse con su novio, Ralph (Rod Taylor), un joven cuyos padres disfrutan de una posición acomodada gracias a los negocios familiares, ligados al sector inmobiliario. La noticia les llena de alegría -poco exultante, todo hay que decirlo- pero también de preocupación. La de Tom se disipa pronto, porque Ralph y Jane desean una boda íntima, sencilla, barata y rápida, ya que tienen que marcharse pronto de viaje debido a que el coche en el que piensan salir se lo presta un amigo que va a necesitarlo más adelante. La de Agnes, la madre (Bette Davis) no hace sino crecer: aunque al principio acepta los deseos de su hija, no tarda en ver los problemas de índole familiar y social que esa decisión va a causar. De entrada, la imposibilidad de invitar a la boda al tío Jack (Barry Fitzgerald), que lleva viviendo con ellos doce años, que contribuye al alquiler y al que han pedido prestado dinero en varias ocasiones para salir del paso y llegar a fin de mes. Pero invitarle supondría hacer lo mismo con la incontable colección de hermanos, tíos, primos y sobrinos que viven en Nueva York y alrededores, lo cual impediría esa boda sencilla que quieren los jóvenes… El problema se agrava cuando conocen a sus consuegros, los cuales no dejan de alardear de las anteriores bodas de sus hijos, de los regalos, los viajes, los coches y los banquetes, con lo que la frustración de Agnes aumenta. Y no sólo por eso: la celeridad en la boda (se anuncia un viernes y va a tener lugar un martes por la mañana, casi de incógnito, en la iglesia del barrio) empieza a despertar habladurías en el edificio, en las tiendas, en todo el barrio ya que, debido a un malentendido, hay quien cree que Jane está embarazada y que la boda se debe precisamente a eso, a la intención de “tapar” el escándalo… Finalmente, la necesidad de no enfrentarse a los dictados de la tribu, y también de complacer a su madre, obligan a Jane a proponer a Ralph que acepten un lujoso banquete de bodas, y ahí empieza otra clase de problemas…
El guión de Gore Vidal, basado en una novela de Paddy Chayefsky, explora sabiamente en sus 92 minutos los recovecos de este mundillo de normas no escritas, de indicativos sociales, de preceptos ineludibles, no sólo económicos (el drama de pagar la boda con los ahorros destinados a la compra del taxi, o la dama de honor, una amiga de Jane, que debe renunciar a su papel porque no puede pagarse el vestido, los zapatos y el traje de su acompañante, o incluso el ansia de Agnes por recuperar los regalos que durante años han satisfecho tras su invitacion a otras bodas y eventos) sino, sobre todo, “culturales” (el prejuicio sobre el supuesto embarazo de Jane, la necesidad de cumplir con las expectativas familiares y de acallar los rumores vecinales), haciendo notar la gran paradoja de la cuestión: es más importante atender las convenciones sociales que el sincero deseo de unos hijos que, ansiosos de sentirse libres de ataduras a ese respecto, rechazan la misma presión -prisión- social, la jaula de prejuicios y mandatos que llenó a sus padres de insatisfacciones y frustración.
Magníficamente dirigida por Richard Brooks, a su vez también novelista y guionista de múltiples películas, así como adaptador de obras de teatro a la pantalla, la cinta comienza como una comedia costumbrista para ir derivando poco a poco en un drama de tintes cada vez más trágicos en el que paulatinamente vamos descubriendo cuánta parte de deseperación, hartazgo, frustración y desencanto se oculta bajo el aparente clima de paz familiar y vida tranquila de la clase humilde. Aún así, la familia de los Hurley resulta más auténtica y humana que la de los Halloran, sumidos en un mundo de ostentación y tributo a los bienes materiales (magnífica la contraposición de los regalos respectivos: si los Hurley deciden obsequiar a la pareja con un cheque de cantidad, necesariamente modesta pero indeterminada, para que se compren lo que quieran, los Halloran ofrecen un apartamento y el alquiler de todo un año). Los aspectos dramáticos van ganando la partida a los iniciales apuntes cómicos, y finalmente derivan en un cuestionamiento de todos y cada uno de los puntales vitales de los Hurley, desde su vida en pareja hasta las razones últimas de su matrimonio, pasando por la convivencia diaria, los sueños no cumplidos, las expectativas insatisfechas y también la transformación del amor juvenil con el paso y el peso de los años y el desgaste de la vida conjunta. Este aspecto generacional resulta asimismo trascendental en el filme, puesto que la estructura se establece sobre la base del contraste entre la vida de Tom y Agnes y el futuro matrimonio de Ralph y Jane como un negativo de la misma fotografía.
Con interpretaciones sobresalientes, especialmente una Bette Davis en el incesante declinar de su carrera cinematográfica y un Ernest Borgnine que recuerda su personaje de carnicero que le valió el Oscar el año anterior por Marty (Delbert Mann, 1955), obra igualmente basada en un original de Chayefsky, pero también un excepcional Barry Fitzgerald como tío borrachín (qué raro) y lenguaraz, la profusión y riqueza del texto viene extraordinariamente complementada por la puesta en escena y la dirección artística de Cedric Gibbons, que consigue crear un espacio opresivo de habitaciones pequeñas, pasillos estrechos y estancias comprimidas propio de un humilde apartamento de la clase obrera trabajadora de un barrio populoso de Nueva York, por el que la cámara se mueve en estrecheces y planos medios llenos de objetos y de gente que ayudan a conformar esa sensación de agobio social, de continuo peso de la situación sobre unos personajes aprisionados. La fotografía de John Alton, realista y casi documental en algunos momentos, y la música de André Previn, con tintes jazzísticos y urbanos como era común en la época para acentuar el drama, completan el fenomenal soporte técnico de una historia tan cotidiana y normal, tan fácilmente identificable por cualquier espectador que suela mirar la vida con los ojos (y no a través de una de esas irritantes pantallitas que todo el mundo va mirando como zombis), que absorbe y conmueve tanto como la asistencia a un cachito de vida real, como si asistiéramos en primer plano a un drama que podría estar produciéndose, y más en estos tiempos, en la puerta de enfrente o incluso dentro de nuestra propia casa.
La conclusión del filme, pesimista y a un tiempo esperanzada, sobre el que planean tanto la insatisfacción como el nacimiento de una nueva esperanza, sea un adecuado resumen de lo que significan las contradicciones de nuestra vida en sociedad. Eso sí, sin dejar pasar por alto un detalle: el homenaje callado y cómplice al sacrificio de un personaje, la madre, la ama de casa, que durante toda la vida pero especialmente en el último siglo y medio ha sido, sigue siendo y, en la medida que su cada vez mayor disolución y conversión en mano de obra capitalista y agente de consumo, seguirá siendo, el pilar fundamental, el sustento, de esa sociedad que tanto nos da y tanto nos amenaza. Un sacrificio paralelo al de una generación que construyó su porvenir prácticamente desde la nada (generalmente desde la emigración, de uno a otro país o continente, o del campo a la ciudad) para dar a sus hijos el futuro educativo, sanitario, laboral, cultural y material que ellos ni sus ancestros pudieron disfrutar, y que desde amplios sectores, imbuidos cómo no, de ese desenfrenado amor por la acumulación de recursos y conservación de los resortes del poder, hoy anda más que nunca en entredicho.