La permanente incertidumbre, el miedo que nos han inoculado desde el mismo vientre materno, la descarada manipulación a que somos día a día sometidos, la desconfianza en los modelos institucionales, la angustia que desayunamos, comemos y cenamos con avidez en nuestras casas, son las pruebas contundentes de la distopía en la que vivimos y de la que no queremos apartarnos. Esta distopía tiene unos principios esenciales que están interrelacionados:
- Maximización del poder en todos los niveles (económico, político, etc.)
- Uniformidad de los productos para consumidores similares y diferentes.
- Centralización de la productividad: máxima producción a un menor coste y en un menor tiempo.
- Concentración poblacional, producto de la urbanización de la sociedad.
Ante la distopía han florecido por doquier las utopías, pero su mismo nombre les aleja de la realidad y su etéreo sentido provoca las risas de los distópicos, cuyo poder crece con los años. Nos pasa igual que a las mujeres que -por andar toda la vida buscando al hombre perfecto- al final se quedan solas; vamos como locos llenando los muros de nuestras redes sociales con mensajes abstractos de utopías y sueños inalcanzables a la par que criticamos las acciones de los distópicos, pero en definitiva nos movemos en un plano elevado varios metros del suelo, en parte tratando de escapar de la realidad, y en parte tratando de excusar nuestra falta de compromiso. Ante la distopía y la utopía, podríamos poner nuestro granito de arena para que nuestros hijos puedan algún día ver que todo lo que no brilla puede ser llegar a ser valioso, y dejen de mirar a las cosas brillantes que a nosotros nos han encandilado o peor aún, por completo nos han cegado.