Basada en la novela de Phyllis Dorothy James (escrita en 1992), Hijos de los hombres (2006) de Alfonso Cuarón, presenta, por primera vez, una hecatombe social ciertamente verosímil, compatible con una definición laxa del género de ciencia ficción y a la vez firmemente anclada una hipotética ficción anticipatoria con importantes conexiones con el mundo real, tal y como lo conocemos ahora. Es como si al escenario propuesto por Blade runner (1982) para 2019 le extirpáramos toda la parafernalia tecnolócia de vehículos voladores, tribus post-punk y decorados lovecraftianos y dejáramos únicamente su argumento basado en la polémica (que en nuestra era postDolly actual apenas se comienza a plantear) sobre la clonación humana y sus implicaciones éticas y jurídicas. Mejor aún: Hijos de los hombres es una especie de equivalente distópico de la anticipación socio-técnica que propone la novela de Julio Verne La vuelta al mundo en 80 días (1873), escrupulosamente basada en datos reales sobre disponibilidad de transportes y tiempos de viaje de la época. El relato de Verne proponía una ficción posible con una audaz y creativa manipulación de realidades de su tiempo, dotando a la novela de un valor extraliterario e intemporal que la película de Cuarón --que parte también de problemáticas y situaciones con la que convivimos actualmente-- muestra con gran aplomo y verismo.
Imaginemos un mundo en el que de pronto, por causas desconocidas, aunque la ciencia lo investiga rodeada de un gran secretismo, las mujeres no se quedan embarazadas. El filme comienza cuando se cumplen 18 años del nacimiento del último bebé; desde entonces la población envejece sin esperanza, en menos de 100 años la humanidad se habrá extinguido de forma natural y silenciosa, sin necesidad de ningún holocausto nuclear o bacteriológico inducido. En estas circunstancias, podría pensarse que el caos y la violencia --al estilo Mad Max (1979, 1981, 1985) y tantas y tantas distopías de entretenimiento proporcionadas por el cine comercial-- se apoderarán del planeta; pero no, las cosas parecen funcionar como siempre: la gente trabaja, se desplaza, hace sus compras... Quizá sumidas en un ambiente de violencia más acuciante, pero la película sugiere que existen otros motivos aparte de la falta de nacimientos. El mundo --un rótulo informa del momento exacto en el que comienza el filme: Londres, el 16 de noviembre de 2027-- es una proyección inmimente del que conocemos hoy: tecnología ubicua, relaciones atomizadas, conflictos políticos y sociales enquistados, soledades adosadas... A este panorama se le añade la extraña sensación de arrastrar una existencia en la que los recuerdos son algo difuso (como las canciones de finales del siglo XX que puntúan la banda sonora), una innombrada desesperación ante la imposibilidad de dejar un legado, de la amarga lucidez que otorga saberse la última generación de humanos sobre el planeta. La eutanasia es, en este contexto, un cóctel de fármacos que se anuncia como cualquier dentífrico. El suicidio es, además de una muerte limpia que facilita la labor de los políticos, un acto de responsabilidad social.
Pero además de este panorama tan distópico, Hijos de los hombres introduce otro elemento desestabilizador, mucho más visible en nuestra realidad cotidiana, y aunque sólo se muestra en sus más perversas consecuencias (un poco al estilo de Robocop (1987) de Paul Verhoeven) cualquier espectador atento se siente interpelado por las imágenes: en el año 2027, las desigualdades por razón de nacimiento en Occidente se han convertido en algo estructural. Las diferencias son tan abisales entre países pobres y ricos que las fronteras de éstos últimos --la película habla de un asedio a Seattle y de fronteras cerradas a cal y canto en Gran Bretaña-- han sido blindadas sin ningún rubor para poder repartir mejor un bienestar preocupantemente decreciente. La democracia es, más que nunca, un discurso formal y legalista, una chárara hueca y sin contenido. Los emigrantes ilegales son capturados como animales en plena calle, en los transportes, en sus casas, y después hacinados en jaulas donde esperan la deportación a eufemísticos campos de «refugiados». El centro de la ciudad ofrece apenas un espejismo de seguridad, mientras que el extrarradio está claramente inspirado en la novela 1984 (1948) de George Orwell. La película explota con total crudeza --y naturalidad para los protagonistas-- los contrastes que ponen en evidencia un discurso (de menor intensidad y más matizado, es cierto) que se está abriendo paso en nuestras sociedades. Es cuestión de tiempo alcanzar el estado de cosas que propone el filme de Cuarón.
Aun así, los inmigrantes ilegales, a pesar de las humillaciones de que son objeto, se arriesgan a cruzar las fronteras de los paises ricos porque, exactamente como ahora, no tienen nada que perder, excepto la vida. La legislación les niega prácticamente el estatus de persona, y por eso en los transportes públicos se insta a los viajeros a denunciar a cualquier vecino, compañero o familiar sospechoso. Las zonas rurales son lugares peligrosos donde todo tipo de bandas campa a sus anchas (lo comprobamos en un falso plano secuencia espectacular, técnicamente manipulado, en el interior de un vehículo). Anarquistas, bandidos, paramilitares... grupos desperdigados que defienden la autodestrucción, la expiación de los pecados o cosas aún más lunáticas. Algunos iluminados todavía creen en la igualdad de derechos humanos, haciendo de ella una causa revolucionaria, son los denominados peces; a quienes los informativos oficiales tachan sin más de grupo terrorista (una forma magistral de mostrar la distancia entre realidad y discurso televisivo, perfectamente extrapolable a la actualidad). Quizá sea éste uno de los elementos más distópicos y preocupantes de toda la película...
En este mundo condenado a la extinción por un perverso y desconocido virus, la violencia y el pesimismo han pasado a formar parte de la filosofía de la vida. Lo extraño es que la gente no se haya lanzado todavía al saqueo y a la autodestrucción más desesperada, como mostraba Saramago en Ensayo sobre la ceguera (1995) a partir de un desencadenante todavía más nimio e inocuo. La inercia de la vida en sociedad, y quizá la esperanza de una vacuna --ya lejana, han pasado dieciocho años desde el último nacimiento-- que consiga que las mujeres vuelvan a parir, son el combustible que alimenta una precaria y tensa calma global. La existencia de chivos expiatorios (los inmigrantes), por descontado, ayuda a hacer más llevadera la espera.
Hijos de los hombres está rodada a base de tomas largas, casi siempre cámara al hombro, algunas revelando que detrás de su aparente simplicidad se esconden numerosos retos técnicos y artísticos: desde el percutante plano inicial (ofreciendo una síntesis magistral de información y arranque narrativo), las diversas secuencias de tensión, diálogos... hasta culminar en uno magistral, de casi diez minutos, rodado en plena batalla campal, con una increíble acumulación de movimientos, entradas y salidas que proporcionan una sensación de realismo abrumadora. Un despliegue cinematográfico y narrativo que recuerda mucho a La chaqueta metálica (1987) de Kubrick.
El filme narra el creciente proceso de involucración personal del protagonista (Theo, interpretado por Clive Owen) en defensa de una reivindicación en la que aparentemente ya no cree ni tiene esperanzas. Serán el desarrollo de los acontecimientos, los imprevistos y las decepciones los que acabarán por involucrarlo de tal manera que acabará entregando, dejando atrás a amigos y enemigos, lo único valioso que posee. Un final triste en lo personal pero esperanzador en lo social.
En el momento de mayor desesperación y destrucción, el llanto de un bebé es capaz de detener un combate y, como si fuera una película de Eisenstein, logra que toda violencia cese, que los soldados se arrodillen y abran paso a una madre con su hijo en brazos... Es el primer ser humano que nace en dieciocho años, así que no nos parece la típica vuelta de tuerca dramática, sino un momento de fortísima carga simbólica. Pero enseguida la realidad se impone de nuevo: las balas silban, las paredes estallan, los hombres mueren... Aunque esos minutos han sido suficientes para una madre, su bebé y Theo, hayan salvado sus vidas gracias a algo tan frágil como unas lágrimas de hambre y miedo. Sólo una mujer podía concebir un momento cenital como éste.