La reciente actualidad política en Canarias ha vuelto rescatar viejas polémicas que se reavivan cada cierto tiempo. El vicepresidente segundo del Cabildo de Gran Canaria y Consejero de Medio Ambiente, Juan Manuel Brito, dimitió hace apenas unos días de sus cargos, con renuncia a su acta de consejero, tras ser expulsado de Podemos, el partido con cuyas siglas concurrió a las elecciones. Este sólo ha sido el último de una larga lista de problemas en los que las desavenencias entre el candidato elegido por los votantes y los cargos orgánicos de la formación con la que se presentó a los comicios, terminan por salpicar a las instituciones y afectar a la estabilidad de los pactos de gobierno que se han forjado en sus senos. Ya sea a nivel municipal o insular, los ejemplos de este fenómeno en nuestro archipiélago son numerosos, cuyo tema de raíz es controvertido y espinoso: si el cargo electo debe responder en exclusiva ante su electorado, sin que la dirección del partido político pueda vincular, mediatizar o limitar el ejercicio de su cargo o, por el contrario, si ese representante popular debe seguir una serie de mandatos provenientes de quienes llevan las riendas en el aparato del partido, debiendo recibir represalias y castigos en caso de desobediencia o indisciplina.
Uno de sus antecedentes se remonta al año 2011, cuando se modificó la Ley Orgánica de Régimen Electoral General con el objeto de paliar lo que la propia Exposición de Motivos de la norma denominaba “anomalía que ha incidido negativamente en el sistema democrático y representativo y que se ha conocido como transfuguismo”. Tal y como quedó claro durante su discusión parlamentaria, dicha reforma no podría evitar que siguieran existiendo “tránsfugas” pero sí que, con su actuación, modificaran la voluntad popular y cambiaran los gobiernos municipales. Y, por tratarse de un problema que afecta a todos los partidos, se logró un cierto consenso para hallar una fórmula que evitara dichas situaciones.
De modo que, con esa nueva redacción, una moción de censura en el ámbito local deberá ser propuesta por, al menos, la mayoría absoluta del número legal de miembros de la Corporación y habrá de incluir un candidato a la Alcaldía, pudiendo serlo cualquier concejal. No obstante, la verdadera novedad estriba en dos requisitos adicionales: el primero, que en el caso de que alguno de los proponentes de la moción de censura forme o haya formado parte del grupo político municipal al que pertenece el Alcalde censurado, la mayoría anterior (es decir, la mayoría absoluta) se verá incrementada en el mismo número de concejales que se encuentren en las mismas circunstancias; y el segundo, que idéntico incremento será de aplicación cuando alguno de los ediles proponentes de la moción haya dejado de pertenecer por cualquier causa al grupo político municipal al que se adscribió al inicio de su mandato.
Con independencia de los nobles objetivos que promovía la nueva redacción de este artículo 197 Ley Orgánica 5/1985, de 19 de junio, del Régimen Electoral General, lo cierto es que se ha topado con notables escollos jurídicos, buena parte de ellos con origen en las Islas Canarias. Así, por ejemplo, el Pleno del Tribunal Constitucional, por providencia de 3 de febrero de 2015, acordó admitir a trámite una cuestión de inconstitucionalidad planteada por la Sección Segunda de la Sala de lo Contencioso-administrativo del Tribunal Superior de Justicia de Canarias, con sede en Santa Cruz de Tenerife, en el recurso de apelación número 67/2014, en relación precisamente con ese artículo 197, por posible vulneración del artículo 23.2 de la Constitución, puesto que esa medida afecta de forma directa a los derechos del representante político elegido por el pueblo.
Ello es así porque, como ha señalado en reiteradas ocasiones el Tribunal Constitucional, existe una conexión directa entre el derecho de participación política de los cargos públicos representativos y el derecho de los ciudadanos a participar en los asuntos públicos, ya que puede decirse que son, primordialmente, los representantes políticos de los ciudadanos quienes dan efectividad a su derecho a participar en los asuntos públicos. De suerte que ambos derechos (el del elector y el del elegido) quedarían vacíos de contenido, o serían ineficaces, si el representante político se viese privado del mismo o perturbado en su ejercicio.
Más allá de los reproches morales, éticos y políticos asociados al fenómeno del “transfuguismo”, detrás de él se esconde otro al que no se le presta tanta atención pero que, de hecho y de derecho, es el crucial: si la representación y legitimidad popular del acta de concejal o consejero descansa sobre la persona o sobre el partido político. En función de la opción elegida, el análisis tomará un camino u otro. Y lo cierto es que, cuando se pone sobre la mesa este asunto tan peliagudo, mantener una postura clara y uniforme no es lo habitual.
Parece evidente que, cuando el ciudadano vota en unas elecciones municipales, lo hace pensando en unas siglas, en una ideología e, incluso, en un líder que no suele figurar en la papeleta que introduce, primero en el sobre y después en la urna. También es obvio que, conforme a nuestro sistema constitucional, la facultad de representatividad pasa del ciudadano al cargo electo, sin que pueda alegarse artículo, jurisprudencia o argumentación jurídica alguna que avale que sea el partido político (y no la persona) el que reciba la confianza del votante. Y llevamos muchos años conviviendo en nuestro país con esta contradicción, como con tantas otras que salpican nuestro ordenamiento jurídico y que muchos ya han aceptado como parte del paisaje constitucional, sin plantearse siquiera su erradicación.
Como quiera que el actual sistema electoral se mueve dentro de ese círculo cuadrado en el que persona física y partido político se auto atribuyen simultáneamente la representatividad popular, es preciso analizar la norma (a la manera de esos alquimistas en busca de una poción mágica capaz de contentar a todo el mundo). Sin embargo, quienes de antemano sabemos que se trata de una misión imposible, tachamos tal pretensión de absurda e irrealizable. No se puede contentar a todo el mundo.
El espíritu y la letra de la reforma pretenden, sin duda, potenciar el poder de las formaciones políticas en detrimento de la voluntad de los concretos militantes que integran sus filas. En ese sentido, la motivación es lícita y comprensible, puesto que a nadie le gusta el político chaquetero que se presenta con unas siglas y después las cambia por otras, a menudo con la única finalidad de detentar el poder. Pero, para que dicha reforma resultara más lógica y coherente, tendría que ser más amplia, propiciando así un profundo cambio de modelo de nuestro sistema electoral. De lo contrario, seguirán produciéndose las contradicciones.
De todas formas, el Tribunal Constitucional ya ha facilitado algunas pautas para determinar hasta qué punto se puede limitar la acción de un cargo público elegido por el pueblo y cuándo esas limitaciones pueden considerarse inconstitucionales. Es decir, hay sentencias que concluyen que no cualquier acto que afecte al status jurídico aplicable al representante político lesiona el derecho fundamental, pues sólo poseen relevancia constitucional a estos efectos los derechos o facultades atribuidos al representante que pertenezcan al núcleo de su función representativa. Sin embargo, nuestro Alto Tribunal ya se ha pronunciado sobre cuáles son esas funciones que pertenecen al núcleo inherente a la función representativa, que constitucionalmente corresponden a los miembros de una corporación local y que, por ello, no pueden ser limitadas: participar en la actividad de control del gobierno provincial; participar en las deliberaciones del pleno de la corporación; votar en los asuntos sometidos a votación en este órgano; así como el derecho a obtener la información necesaria para poder ejercer las anteriores. Dentro de ese abanico de facultades no se podría, en modo alguno, adoptar medidas para menoscabarlas o limitarlas.
Sin embargo, el problema no queda acotado a lo comentado anteriormente. En Canarias hemos querido rizar el rizo e ir más allá de la normativa estatal en materia de lucha contra el transfuguismo, llegando, en mi opinión, a tergiversar por completo su significado. Así, conforme a la modificación realizada en el año 2003 al artículo 73.3 de la Ley 7/1985, de 2 de abril, reguladora de las Bases del Régimen Local, en lo relativo a la formación de los grupos políticos de las Corporaciones Locales, se estableció una categoría, denominada “miembros no adscritos”, limitándose esa figura a aquellos que, voluntariamente, no se integren en el grupo político que constituya la formación electoral por la que fueron elegidos o que abandonen su grupo de procedencia. Esa regulación, ya revisada y legitimada por el Tribunal Constitucional en su sentencia 9/2012 de 11 de febrero, pretendía hacer frente al concejal que abandona su formación, siendo esta la nota característica del concepto “tránsfuga” que justificaba la reforma y las medidas legislativas adoptadas.
Sin embargo, la Comunidad Autónoma de Canarias aprobó dos leyes que pretender dar un paso adelante más: la Ley 7/2015, de 1 de abril, de los municipios de Canarias y la Ley 8/2015, de 1 de abril, de Cabildos insulares. Ambas normas tratan de equiparar al “tránsfuga” que voluntariamente se marcha del partido con el cargo que, sin su consetimiento y anuencia, es sancionado y expulsado de la formación. Así, el artículo 28 de la Ley de los Municipios de Canarias y el artículo 88 de la Ley de Cabildos amplían la categoría de “miembros no adscritos” a supuestos no contemplados por la ley estatal. Tal ampliación, así como la adopción de medidas ideadas para los “tránsfugas” a quienes no lo son, cercenando de este modo sus facultades representativas, son de muy dudosa constitucionalidad y deberían ser revisadas.
No descarto que, con la aplicación de estos preceptos y su posterior estudio por los juzgados y tribunales, se presenten más cuestiones de inconstitucionalidad sobre dichos artículos de las leyes canarias, como ya ocurriese con el 197 de la Ley Orgánica del Régimen Electoral General. Los argumentos en contra de los mismos son, si cabe, aún más contundentes.