En este escrito Michael Burawoy relaciona las teorías sobre la dominación cultural de dos de los principales pensadores sociales del siglo XX, Antonio Gramsci y Pierre Bourdieu. De todos los marxistas Gramsci es el más cercano a Bourdieu. Ambos trataron temas muy similares, a pesar de que hicieron sus obras en momentos históricos diferentes. Una posible explicación de ese paralelismo teórico es el paralelismo que a su vez presentan sus historias de vida. Sin embargo, como nos muestra Burawoy a lo largo de este escrito, en conceptos de ambos autores que pueden parecer paralelos (dominación simbólica y hegemonía, campo de poder y sociedad civil, intelectual e intelectual orgánico, entre otros) existen diferencias importantes. Pero, más allá de esas diferencias, el diálogo entre sus producciones teóricas promete ser muy fructífero.
“Sería fácil enumerar los rasgos del estilo de vida de las clases dominadas que a través del sentimiento de incompetencia, de fracaso o de indignidad cultural, implican una forma de reconocimiento de los valores dominantes. Fue Gramsci quien dijo en alguna parte que el obrero tiene tendencia a trasladar a todos los ámbitos sus disposiciones de ejecutor” (Bourdieu 1979: 386). “Es como cuando hoy se me interroga sobre mis relaciones con Gramsci, en quien se encuentra, sin duda porque se me ha leído, muchas cosas que yo no he podido encontrar porque no lo había leído… (Lo más interesante en Gramsci, que efectivamente he leído muy recientemente, son los elementos que aporta para una sociología del hombre del aparato de partido y del campo de dirigentes comunistas de su tiempo. Todo eso está muy lejos de la ideología de lo ‘orgánico’ por la que es más conocido)” (Bourdieu 1986: 27-28). “Ahí hay una razón más para fundar el corporativismo de lo universal en un corporativismo conectado con la defensa del interés general bien entendido. Uno de los obstáculos mayores es (o era) el mito del ‘intelectual orgánico’, tan querido por Gramsci. Al reducir a los intelectuales al rol de ‘compañeros de viaje’ del proletariado, este mito les impide emprender la defensa de sus propios intereses y emplear sus medios de lucha más eficaces en nombre de las causas universales” (Bourdieu 1989: 109).
Michael Burawoy | Si hay un marxista que Pierre Bourdieu debiera tomar en serio, este sería Antonio Gramsci. El teórico de la dominación simbólica debe probablemente entablar una discusión seria con el teórico de la hegemonía. Y, sin embargo, solo puedo encontrar referencias de pasada a Gramsci en los escritos de Bourdieu. En la primera de las referencias que abren este ensayo, Bourdieu se apropia de Gramsci para su propio pensamiento sobre la dominación cultural. En la segunda lo utiliza para apoyar su propia teoría de la política, y en la tercera ridiculiza sus ideas sobre los intelectuales orgánicos (1).
Dada la popularidad de Gramsci en Europa durante los años sesenta y setenta, cuando Bourdieu estaba desarrollando sus ideas sobre la dominación cultural, solo se puede presumir que la omisión fue deliberada y que la alergia de Bourdieu al marxismo se expresa aquí en el rechazo a considerar las ideas del marxista más cercano a su propia perspectiva. Abiertamente declara no haber leído nunca a Gramsci, y afirma que de haberlo hecho lo habría criticado sin rodeos. De todos los marxistas, Gramsci estaba simplemente demasiado cerca como para no resultar incómodo.
No obstante, los paralelos son llamativos. Tanto Gramsci como Bourdieu repudiaron las leyes marxistas de la historia para desarrollar sofisticadas nociones de lucha de clases en las cuales la cultura jugaba un papel central. Ambos se centraron en lo que Gramsci llamó las superestructuras y Bourdieu denominó campos de dominación cultural. Ambos dejaron de lado el análisis de la economía propiamente dicha para focalizarse en sus efectos, en los límites y oportunidades que creaba para el cambio social. Su interés en la dominación cultural les llevó a estudiar la relación de los intelectuales con la clase y la política. Los dos pretendieron transcender lo que consideraban la falsa oposición entre voluntarismo y determinismo, o entre subjetivismo y objetivismo. Abiertamente rechazaron el positivismo materialista y la teleología, y en su lugar enfatizaron cómo la teoría y el teórico ineludiblemente forman parte del mundo que estudian.
Si se buscan razones para explicar su extraordinaria convergencia teórica, sus biografías paralelas son un buen lugar para empezar. Único entre los grandes teóricos marxistas, Gramsci -como Bourdieu- provenía de un medio rural y modesto. Ambos experimentaron una similar incomodidad en el marco universitario, aunque para Gramsci ello significó abandonar la universidad para dedicar su vida al periodismo y la política, antes de ser brutalmente confinado en prisión por el estado fascista. Bourdieu en cambio haría de la academia su hogar, escalando posiciones hasta llegar a ser profesor en el Collège de France, desde donde hizo sus incursiones en la vida política. A pesar de lo que llegaron a alejarse del mundo rural en el que habían nacido, ninguno perdió nunca contacto con aquél. La experiencia de los dominados o subalternos se convirtió para ambos en una preocupación perenne.
Dadas sus similares trayectorias sociales e intereses teóricos comunes, sus divergencias fundamentales resultan aún más interesantes. Se puede conjeturar que tienen mucho que ver con los muy diferentes contextos históricos -o campos políticos- en los que actuaron. Gramsci siguió a pesar de todo siendo un marxista, implicado en las cuestiones del socialismo en una época en la que este estaba todavía muy presente en la agenda política. Bourdieu por el contrario se distanció del marxismo, prefigurando lo que llegaría a ser un mundo postsocialista. Una conversación entre Bourdieu y Gramsci basada en su común interés por la dominación cultural promete clarificar sus divergencias políticas. Comenzaré tal conversación imaginaria trazando la intersección de sus biografías con la historia, para después interrogar los paralelos entre sus marcos teóricos. Continuaré examinando sus teorías divergentes sobre la dominación cultural -hegemonía frente a violencia simbólica- y sus teorías opuestas sobre los intelectuales.
Vidas y práctica paralelas
Cuando se trata de comprender las intervenciones políticas humanas, el concepto bourdieusiano de habitus (disposiciones incorporadas y encarnadas, adquiridas a través de trayectorias de vida) nos invita a examinar la intersección entre biografía e historia. Las vidas políticas de Gramsci y de Bourdieu son los efectos acumulativos de cuatro series de experiencias: 1) la infancia y el periodo de escolaridad que los vio migrar del campo a la ciudad en busca de educación; 2) las experiencias políticas formativas, la conocida inmersión de Bourdieu en la revolución argelina y la participación de Gramsci en las políticas que condujeron al movimiento de los consejos de fábrica; 3) el desarrollo teórico: para Bourdieu en la academia, para Gramsci en el movimiento comunista; y 4) las reorientaciones finales, cuando Bourdieu se mueve desde la universidad hacia la esfera pública mientras que Gramsci es forzado a retirarse desde el partido a la prisión. En cada momento sucesivo, Bourdieu y Gramsci llevan consigo unos habitus, o como Gramsci lo llama: las actas resumidas de su pasado, que guían sus intervenciones en los nuevos campos.
Tanto Gramsci como Bourdieu crecieron en sociedades campesinas. Gramsci nació en Cerdeña en 1891; Bourdieu nació en 1930 en Béarn, en los Pirineos. Los dos fueron hijos de trabajadores públicos locales: Bourdieu hijo de un cartero que se convirtió en empleado de la oficina de correos del pueblo; Gramsci hijo de un empleado en el registro de la propiedad local, que fue encarcelado por cargos de malversación. Bourdieu fue hijo único, mientras que Gramsci tuvo seis hermanos, todos los cuales jugaron un papel importante en su vida temprana. Los dos estuvieron muy apegados a sus madres (en ambos casos mujeres de origen campesino de mayor estatus que los padres). Ambos brillaron en la escuela y a fuerza de voluntad avanzaron desde sus pueblos pobres a centros metropolitanos, cada uno con el apoyo de maestros dedicados.
Indudablemente, la vida de Gramsci fue más difícil. No solo su familia fue más pobre sino que él también sufrió el dolor físico y psicológico de ser un jorobado. Solamente con sus profundas reservas de determinación, y con el apoyo de su hermano mayor, pudo Gramsci en 1911 abrirse camino, trasladándose a la parte continental del norte de Italia, después de ganar una beca para estudiar filosofía y lingüística en la Universidad de Turín. En forma similar Bourdieu llegaría hasta la escuela preparatoria (lycée) y después entraría a la École Normale Supérieure, vértice de la pirámide intelectual francesa donde estudió filosofía.
Pasar de un trasfondo rural a la metrópolis urbana, ya sea Turín o París, fue desalentador: los dos eran como pescados fuera del agua en el nuevo ambiente de las clases media y alta de la universidad. Bourdieu escribe sobre su habitus dislocado: “el efecto durable de una muy fuerte discrepancia entre la alta consagración académica y el origen social bajo, en otras palabras un habitus escindido, plagado de tensiones y contradicciones” (Bourdieu 2004: 100). Aunque los dos se convirtieron en intelectuales brillantes y en figuras políticas, ninguno perdió contacto con sus raíces en la marginalidad, sus pueblos y sus familias. La devoción de Gramsci para con su familia y las costumbres rurales se plasma en sus cartas desde la prisión, de forma similar a Bourdieu, que se mantuvo cerca de sus padres regresando periódicamente a casa para conducir investigaciones de campo. Su crianza rural está profundamente arraigada en sus disposiciones y en sus pensamientos, ya sea por medio de un legado obstinado o una reacción vehemente (2).
Gramsci nunca terminó la universidad pero se incorporó a la política de la clase obrera de Turín, que estaba entrando en efervescencia durante la Primera Guerra Mundial. Empezó a escribir para el periódico socialista Avanti! y también para Il Grido. Después de la guerra se convirtió en el editor de L’Ordine Nuovo, la revista de la clase trabajadora de Turín, designado para articular la nueva cultura y destinado a convertirse en el portavoz del movimiento de los consejos obreros, y la ocupación de fábricas de 1919-1920. Bourdieu, por otro lado, dejó la universidad y después de un año enseñando en un instituto (lycée), fue requerido para el servicio nacional en Argelia en 1955. Durante cinco años permanecería en este país devastado por la guerra, dirigiendo trabajo de campo tras el fin de su servicio militar, enseñando en la universidad, y representando en sus escritos la cultura y las luchas de los colonizados, tanto en las ciudades como en los pueblos. El movimiento anticolonial sufriría un revés temporal en la batalla de Argel (1957), y la represión subsiguiente volvió insostenible la posición de Bourdieu, forzado a retirarse en 1960. Así, en sus años formativos después de la universidad tanto Gramsci como Bourdieu fueron fundamentalmente transformados por las luchas lejos de sus casas.
Sin embargo, incluso durante estos años, Gramsci fue políticamente mucho más cercano a sus protagonistas que Bourdieu, cuyo compromiso político se manifestó por medio de una distancia científica. El mundo bifurcado del colonialismo alejó a Bourdieu de sus protagonistas del mismo modo que el sistema de clases en Italia empujó a Gramsci, a pesar ser un emigrado de la Cerdeña semifeudal, a la política de la clase obrera. En consecuencia, en este punto los dos hombres tomaron caminos muy diferentes. Después de la derrota de los consejos de fábrica, Gramsci se convierte en un líder del movimiento de la clase obrera, en un miembro fundador del partido comunista en 1921, y en su Secretario General en 1924, precisamente cuando el fascismo estaba consolidado. Pasó un tiempo en Moscú con la Komintern, y en el exilio en Viena, pero con viajes a través de Italia después de 1923 en un período en el que tenía inmunidad política por ser un diputado electo. Esto terminó cuando fue arrestado en 1926 bajo las nuevas leyes y llevado a juicio en 1928. El juez declaró que el cerebro de Gramsci debía ser detenido por veinte años. Él fue enviado a prisión donde, a pesar de numerosas y, en última instancia, fatales enfermedades, produjo el más creativo pensamiento marxista del siglo XX: los célebres “cuadernos de la cárcel”. Irónicamente, fue la prisión fascista la que mantuvo a los depredadores estalinistas a raya. La salud de Gramsci se deterioró continuamente hasta que murió en 1937 de tuberculosis, de la enfermedad de Pott (que carcome las vértebras) y arteriosclerosis, justo cuando una campaña internacional por su liberación iba ganando impulso.
La trayectoria de Bourdieu no podría haber sido más diferente. Después de Argelia, pasó a la academia, tomando posiciones en los centros líderes de investigación de Francia mientras escribía sobre el rol de la educación en la reproducción de las relaciones de clase en la sociedad francesa. Bourdieu fue electo a la prestigiosa presidencia de sociología del colegio de Francia en 1981, lo que le convertiría en un preeminente intelectual público y unos años después en un heredero de la cátedra de Sartre y Foucault. Desde el principio sus escritos tuvieron importancia política, pero adquirieron una misión más urgente y activista a mediados de los noventa, especialmente con el regreso al poder de los socialistas en 1997. Públicamente defendió a los desposeídos, atacó a la tecnocracia ascendente del neoliberalismo, y sobre todo embistió contra los mass media y los periodistas en su libro Sobre la televisión. Llevó a cabo varias empresas editoriales desde la más académica Actes de la Recherche en Sciences Sociales a la más radical serie de libros Raison d’Agir. En sus últimos años intentaría forjar un “intelectual colectivo” capaz de trascender las fronteras nacionales y disciplinarias y de reunir a las mentes progresistas para dar forma a un debate público.
Si Gramsci se movió del compromiso del partido político a una vida más escolar en la prisión, donde reflexionó sobre el fracaso de la revolución socialista en occidente, Bourdieu tomó el camino opuesto, transitando desde la vida escolar hacia una oposición cada vez más pública a la creciente ola de fundamentalismo de mercado, e incluso dirigiendo huelgas obreras y apoyando sus luchas. La conexión orgánica de Gramsci con la clase trabajadora a través del Partido Comunista exageraba el potencial revolucionario de la clase trabajadora. Por ello, una vez en prisión, se planteó entender cómo las elaboradas superestructuras del capitalismo avanzado, las cuales incluyen no solo un Estado expandido, sino también las relaciones del Estado con las emergentes trincheras de la sociedad civil, “no sólo justifican y mantienen su dominación sino que se gestionan para ganar el consentimiento activo de aquellos sobre los que gobiernan” (Gramsci 1971: 245).
En contraste, Bourdieu adoptó hacia el final de su vida una postura política más abierta, que se acompañó de una teoría más elaborada de la dominación cultural, basada en un análisis de la acción estratégica dentro de los campos y en su concepto adjunto, el habitus. A finales de los noventa, al encontrar la esfera pública cada vez más distorsionada por los medios, Bourdieu asumió una postura más ofensiva, hasta el punto de apoyar abiertamente a los movimientos de protesta. Su enérgica defensa de la autonomía intelectual y académica y su ataque agresivo al neoliberalismo hicieron de él una de las figuras públicas más importantes de Francia.
Los escritos de la cárcel de Gramsci reflejaron y avanzaron más allá de su práctica política. Aunque escribió sobre el Partido Comunista ideal (el Príncipe Moderno), nunca pudo encontrar uno en la práctica. Si la teoría de Gramsci avanzó más allá de su práctica, con Bourdieu sucedió lo contrario durante sus últimos años. Él irrumpió en la escena política sin ninguna garantía a partir de sus teorías, que señalaban a actores perdidos en una nube de desconocimiento. Aquí la práctica se adelantó a la teoría. Para examinar las respectivas disyunciones entre teoría y práctica necesitamos poner sus teorías en diálogo una con la otra.
Clase, política y cultura
Es difícil desmenuzar estos dos cuerpos de teoría en segmentos paralelos y comparables, dado que cada segmento logra tener significado solo en relación con el todo. Sin embargo, haré cortes paralelos en cada cuerpo de teoría, incluso a costa de incurrir en superposiciones y repeticiones. Empezaré con los dos marcos generales para el estudio de las clases, la política y la cultura que pueden ser encontrados en The Modern Prince (Gramsci 1971) y en La distinction (Bourdieu 1979). En estos escritos tanto Gramsci como Bourdieu dividen una formación social en ámbitos paralelos y homólogos: la economía, que genera clases sociales; lo político-cultural, que da lugar a la dominación y a la lucha; y para Gramsci, lo militar, que fija límites sobre las luchas.
Para Gramsci la economía sirve para proporcionar las bases de la formación de clases sociales: clase trabajadora, campesinado, pequeña burguesía, clase capitalista. La economía determina la fuerza objetiva de cada clase, así como el establecimiento de límites sobre las relaciones entre estas. Pero las luchas y alianzas entre las clases son organizadas sobre el terreno de la política y la ideología, un terreno que tiene su propia lógica. La estructura política, por ejemplo, organiza las formas de representación de las clases, en particular los partidos políticos. Cada orden político también tiene una ideología hegemónica, un sistema hegemónico de ideologías que proporcionan un lenguaje común, un discurso, y unas visiones normativas formadas por los contendientes en lucha. La lucha de clases no es una lucha entre ideologías, sino una lucha sobre la interpretación y apropiación de un sistema ideológico singular. En momentos de crisis orgánicas pueden emerger hegemonías alternativas que de otra manera tendrían poco apoyo. Por último, hay un orden militar, el cual, en relación a la lucha de clases, para la mayor parte es invisible, entrando solamente a disciplinar ilegalidades de grupos e individuos o restaurar el orden en tiempos de crisis fundamental. Gramsci está tan interesado en determinar el momento político en que este se encuentra -es decir, el estado subjetivo del personal militar- como en valorar la preparación técnica de las fuerzas coercitivas.
De forma similar, Bourdieu construye campos homólogos y su diferenciación más importante es entre los campos económico y cultural. Tampoco aquí hay análisis de la economía como tal y las clases, como en Gramsci, son tomadas como dadas: clases dominantes, pequeña burguesía y clase obrera. Pero las clases no pueden ser reducidas a lo puramente económico, sino que contienen una combinación de capital económico y cultural. En este sentido, la clase dominante tiene una estructura en quiasma, dividida entre una fracción dominante fuertemente dotada de capital económico, pero débil en capital cultural, y una fracción dominada, fuerte en capital cultural y relativamente débil en capital económico. Igualmente, las clases medias son también divididas entre la vieja pequeña burguesía (con énfasis en el capital económico) y la nueva pequeña burguesía (con énfasis en el capital cultural). Finalmente, la clase trabajadora tiene una mínima cantidad de los dos tipos de capital, y así ellos son forzados a una vida gobernada por la necesidad material.
Gramsci sitúa las clases en la arena política donde sus intereses son forjados y organizados. Aquí encontramos partidos políticos, sindicatos, cámaras de comercio y demás organizaciones que representan los intereses de las clases dadas en relación a las otras clases, cada una luchando por avanzar en sus propios y estrechos intereses corporativos. Dos clases, específicamente capital y trabajo, también tratan de llegar al nivel hegemónico y representar sus propios intereses como intereses de todos. De forma paralela, Bourdieu se centra en la forma en que el ámbito cultural oculta la estratificación de clase sobre la cual se funda. La absorción en las prácticas de la cultura dominante -y “legítima”- oculta los recursos culturales basados en las clases sociales que permiten estas prácticas. La apreciación del arte, la música y la literatura es posible solamente con una existencia ociosa y una riqueza cultural heredada, pero es presentada como un atributo de individuos dotados de talento. Se considera que están en la clase dominante porque están dotados, no que están dotados porque están en la clase dominante. Todas las prácticas culturales -desde el arte al deporte, desde la literatura a la comida, desde la música a las vacaciones- están alineadas a una jerarquía que es homóloga a la jerarquía de clases. Las clases medias tratan de imitar las prácticas culturales de la clase dominante mientras la clase trabajadora otorga legitimidad por abstención -la alta cultura no es para ellos-. Ellos son impulsados por exigencias funcionales, adaptados a la necesidad material.
Si para Gramsci el ámbito cultural es un ámbito de lucha de clases, para Bourdieu disipa la lucha de clases. La lucha tiene lugar dentro de campos separados, o dentro de las clases dominantes, pero no es una lucha de clases. Es una lucha por la clasificación, por los términos y formas de representación. Bourdieu nunca va de las luchas de clasificación dentro de las clases a la lucha de clases entre clases y eso, quizá, explica por qué la fuerza militar nunca aparece en sus explicaciones teóricas. Estas divergencias entre las nociones de política de Gramsci y Bourdieu nos obligan a prestar atención a las diferencias entre dos terrenos de contestación muy diferentes, la sociedad civil y el campo del poder.
Sociedad civil / campo de poder
La innovación de Gramsci fue dividir el capitalismo en periodos temporales, no en función de la evolución de la base económica (del capitalismo competitivo al monopólico, o del laissez faire al capitalismo organizado, etc.), sino en función del desarrollo de la sociedad civil -asociaciones, movimientos, organizaciones que no son parte de la economía ni tampoco del Estado-. De este modo, hace referencia a la aparición de sindicatos, organizaciones religiosas, medios de comunicación, escuelas, asociaciones de voluntariado y partidos políticos, relativamente autónomos del Estado, pero sin embargo garantizado y organizado por este. Estas “trincheras de la sociedad civil” organizaban de forma efectiva el consentimiento con la dominación, absorbiendo la participación de las clases subalternas, ofreciendo un espacio para la actividad política pero dentro de los límites definidos por el capitalismo. Participar en las elecciones, trabajar en los sindicatos, acudir a la escuela, frecuentar la iglesia o leer los periódicos tenía el efecto de reconducir el disenso hacia actividades en el seno de organizaciones que compiten por la atención del estado.
Esto ha tenido consecuencias dramáticas, según Gramsci, para la idea misma de transformación social. Cualquier intento de asaltar el poder estatal será repelido mientras la sociedad civil permanezca intacta. Era más bien necesario en primer lugar emprender la larga y ardua marcha a través de las trincheras de la sociedad civil. Esta guerra de posiciones requería la reconstrucción de la sociedad civil, rompiendo los mil hilos que la conectan al estado para volver a ponerla bajo la dirección del movimiento revolucionario, y en particular de su partido, el Príncipe Moderno. La conquista del poder estatal, esto es, la guerra de movimientos, no sería más que el acto culminante de un conflicto muy extenso. El siglo de lucha contra el apartheid, especialmente en la década de los ochenta, el avance de Solidaridad en Polonia en 1980-1981, o incluso el movimiento por los derechos civiles en los Estados Unidos, son ejemplos, más o menos parciales, de una guerra de posiciones. La clave es sencilla, el asalto al Estado puede funcionar allí donde la sociedad civil sea “primitiva y gelatinosa” (por ejemplo, la Revolución Francesa o la Rusa), pero no en el capitalismo avanzado. La teoría leninista de la revolución que priorizaba la toma del Estado, como se explica por ejemplo en El estado y la revolución, no es una teoría general, sino que refleja las circunstancias específicas de Rusia.
Aunque contiene elementos de una lucha de clasificaciones (Bourdieu), la idea de una guerra de posiciones en el terreno de la sociedad civil, levantando un desafío popular al orden social, encuentra poca resonancia en la teoría de Bourdieu. Extrañamente para tratarse de un sociólogo, Bourdieu no tiene noción alguna de sociedad civil. Lo que encontramos en cambio son líderes de las organizaciones de la sociedad civil -líderes de partido o de sindicato, líderes intelectuales o religiosos- que compiten entre ellos en un campo de poder por encima de la sociedad civil, empleando su función representativa en favor de sus propios intereses, de manera más o menos desconocida para sus seguidores (Bourdieu 1991: parte III). Donde Gramsci enfatiza la lucha de clases -aunque sin excluir las luchas en el seno de las clases, especialmente de la clase dominante-, Bourdieu, como hemos visto, pone el foco en las luchas de clasificación, o luchas en el seno de la clase dominante acerca de las clasificaciones dominantes. Del mismo modo que en el análisis gramsciano el Estado coordina los elementos de la sociedad civil, en el de Bourdieu el Estado supervisa las luchas de clasificación a través de su monopolio en última instancia de los medios de violencia simbólica.
Las luchas de clasificación tienen consecuencias para los dominados, pero no se ven afectadas por estos. Bourdieu no hace referencia a la sociedad civil; para él no hay política excepto en el campo del poder, restringido a las clases dominantes. Al igual que para Weber, la mayoría se ve inmersa en el estupor de la dominación, manipulada por sus portavoces.
Hegemonía / poder simbólico
A primera vista, hegemonía y dominación simbólica parecen muy similares, asegurando el mantenimiento del orden social no a través de la coerción sino de la dominación cultural. De hecho, hay momentos en que parecen estar diciendo lo mismo, pero esta asimilación estaría obscureciendo diferencias fundamentales, que en última instancia residen en la capacidad de los dominados para comprender y reaccionar ante sus propias condiciones de existencia.
Sabemos que Gramsci definió hegemonía como una forma de dominación en que “la combinación de fuerza y consentimiento se equilibran recíprocamente, sin que la fuerza predomine excesivamente sobre el consenso. De hecho, la intención es siempre asegurar que la fuerza aparezca basada en el consentimiento de la mayoría” (Gramsci 1971: 80). Debe distinguirse entre hegemonía y dictadura o despotismo, donde la coerción prevalece y es aplicada arbitrariamente sin normas reguladoras. La hegemonía es organizada en la sociedad civil, pero abarca al Estado también: “Estado es todo el conjunto de actividades prácticas y teóricas con que la clase dirigente no solo justifica y mantiene su dominio, sino que logra hacerse con el consentimiento activo de aquellos sobre los que gobierna” (Gramsci 1971: 244). Esta concepción descansa en gran medida sobre la idea de consentimiento, la participación consciente y voluntaria de los dominados en su propia dominación.
Bourdieu usa a veces la palabra “consentimiento” para describir la dominación simbólica, pero aquí adquiere una connotación de profundidad psicológica mucho mayor que la hegemonía. En La distinción, Bourdieu habla del habitus como “la forma internalizada de la condición de clase y del condicionamiento que implica” (Bourdieu 1979: 101). “Los esquemas del habitus, formas primarias de clasificación, deben su eficacia específica al hecho de que funcionan por debajo del nivel de la consciencia y del discurso, más allá del alcance del examen introspectivo y del control voluntario” (Bourdieu 1979: 466). En Meditaciones pascalianas, Bourdieu escribe:
“El agente implicado en la práctica conoce el mundo, pero con un conocimiento que, como ha mostrado Merleau-Ponty, no se instaura en la relación de exterioridad de una conciencia conocedora. Lo comprende, en cierto sentido, demasiado bien, sin la distancia objetivadora, lo toma por dado, precisamente porque se encuentra inmerso en él, porque forma un cuerpo con él, porque lo habita como si fuera una vestimenta (hábito). Siente el mundo su hogar porque el mundo está, a su vez, dentro de él en la forma del habitus, una necesidad hecha virtud que implica una forma de amor de la necesidad, de amor fati”.
Así, la dominación simbólica no depende de la fuerza física, e incluso tampoco de la legitimidad. De hecho, hace que ambas sean innecesarias:
“El Estado no necesariamente precisa dar órdenes y ejercer la coerción física, o la coacción disciplinaria, para producir un mundo socialmente ordenado, mientras sea capaz de producir estructuras cognitivas incorporadas que estén en armonía con las estructuras objetivas y de asegurar una sumisión dóxica al orden establecdo” (Bourdieu 1997: 178; véase también p. 176).
La dominación simbólica se define en oposición a la noción de legitimidad, que es superficial, pero también de hegemonía, que está basada en una conciencia de la dominación, un sentido práctico que es también consciente. En cierto pasaje, Bourdieu desprecia la noción de falsa conciencia, no criticando la noción de falsedad (como generalmente se hace), sino cuestionando la noción de conciencia:
“En la noción de ‘falsa conciencia’ que algunos marxistas invocan para explicar el efecto de la dominación simbólica, es la palabra ‘conciencia’ la que resulta excesiva; hablar de ‘ideología’ es poner en el orden de las representaciones, capaz de ser transformado por la conversión intelectual llamada ‘despertar de la conciencia’, lo que pertenece al orden de las creencias, esto es, al nivel más profundo de las disposiciones corporales” (Bourdieu 1997: 177).
En el lugar de falsa consciencia, Bourdieu habla de “falso reconocimiento” (3), es decir, el modo en que la gente espontáneamente reconoce el mundo sería un reconocimiento desacertado, profundamente enraizado en el habitus, aparentemente inaccesible a la reflexión.
Gramsci no podría diferir más. En vez de falso reconocimiento, tenemos una aceptación racional y consciente de la dominación; y en vez de habitus, desarrolla la noción de “sentido común”, que contiene un núcleo de “buen sentido” -actividad práctica que puede conducir a una auténtica comprensión-, así como sabiduría popular heredada e ideologías invasoras:
“El hombre-masa activo tiene una actividad práctica, pero no tiene conciencia teórica clara de su actividad práctica, que sin embargo implica un conocimiento del mundo en la medida en que lo transforma. Su conciencia teórica puede de hecho encontrarse históricamente en oposición con su actividad. Podría casi decirse que tiene dos conciencias teóricas (o una conciencia contradictoria): una que está implícita en su actividad y que en realidad le une a sus compañeros trabajadores en la transformación práctica del mundo real; y otra, superficialmente explícita o verbal, que ha heredado del pasado y absorbido acríticamente. Pero esta concepción verbal no está exenta de consecuencias. Mantiene unido un grupo social e influye con eficacia variable la conducta moral y la dirección de la voluntad, a menudo con la fuerza suficiente para generar una situación en la cual el estado de conciencia contradictorio no permite llevar a cabo ninguna acción, decisión o elección, produciendo una condición de pasividad moral. De este modo, la autocomprensión crítica tiene lugar a través de una lucha de hegemonías políticas en direcciones opuestas, primero en el campo ético y luego en el propiamente político, para alcanzar tras su superación un nivel superior de la propia concepción de la realidad” (Gramsci 1971: 333).
Aquí entramos en el punto crucial de la diferencia entre Gramsci y Bourdieu. Mientras Gramsci considera la actividad práctica de transformación colectiva del mundo como la base del buen sentido, potencialmente conducente a la conciencia de clase, Bourdieu ve en la actividad práctica su opuesto: inconsciencia de clase y aceptación del mundo como es. Compárese este pasaje de Bourdieu asombrosamente paralelo al precedente de Gramsci:
“Señalar que la percepción del mundo social implica un acto de construcción no implica en absoluto aceptar una teoría intelectualista del conocimiento: la parte esencial de la propia experiencia del mundo social y de la tarea de construcción que esta implica tiene lugar en la práctica, sin alcanzar el nivel de representación explícita o de expresión verbal. Más cerca de una inconsciencia de clase que de una ‘conciencia de clase’ en el sentido marxista, el sentido de nuestra posición en el espacio social (eso que Goffman llama ‘el sentido del propio lugar’) es el conocimiento práctico de la estructura social como un todo que se revela a través del sentido de la posición ocupada en dicha estructura. Las categorías perceptivas del mundo social son esencialmente producto de la incorporación de las estructuras objetivas del espacio social. Consecuentemente, estas hacen que los agentes se inclinen a aceptar el mundo social como es, a tomarlo por dado, más que a rebelarse contra él, a proponer opciones de oposición e incluso de antagonismo” (Bourdieu 1984: 235).
En otras palabras, para Bourdieu el sentido común es simplemente una cobertura de mal sentido, prácticamente para todo el mundo excepto quizá para algunos sociólogos que milagrosamente ven a través de la niebla, mientras que para Gramsci ciertos grupos en ciertos lugares “privilegiados” pueden desarrollar un conocimiento del mundo que habitan. Por tanto, las diferencias de clase comprenden diferentes potenciales de desarrollo del buen sentido. La clase trabajadora, en particular, tiene en su favor su transformación colectiva de la naturaleza, mientras que para el campesinado y la pequeña burguesía, la labor de producción está demasiado individualizada, y la clase dominante no está directamente involucrada en tareas productivas.
El contraste con Lenin es muy revelador. Como Bourdieu, Lenin consideraba a la clase trabajadora incapaz de llegar por sí misma más allá de la conciencia sindical. Lenin concluyó que la verdad -llevada por el intelectual colectivo- debe ser traída a la clase trabajadora desde afuera. Ante esto Bourdieu retrocede con horror, la clase trabajadora está demasiado profundamente atrapada en su sumisión para ser alterada por tan presuntuoso vanguardismo que amenaza tanto a intelectuales como trabajadores. Gramsci, por otro lado, discute a Lenin desde el lado de la falsedad, no de la consciencia. Él otorga a la clase trabajadora su núcleo de verdad, que deja una puerta abierta a intelectuales que puedan elaborar esa verdad a través del diálogo. De estas profundas diferencias no solo emergen visiones contrarias de la lucha de clases, sino también del rol de los intelectuales.
Intelectuales tradicionales e intelectuales orgánicos
Único entre los marxistas clásicos, Gramsci dedica mucha atención a los intelectuales y sus relaciones entre ellos, con la clase trabajadora y con las clases dominantes. Marx no había sido capaz de explicarse su propia condición: en primer lugar, cómo un intelectual burgués podía estar luchando con la clase trabajadora contra la burguesía; y en segundo lugar, cómo y por qué todos sus esfuerzos literarios eran importantes para la formación de la clase y la lucha de clases. Simplemente, no tenía nada sistemático que decir sobre los intelectuales. El interés de Gramsci en la dominación cultural y la conciencia de clase trabajadora le llevó en cambio a examinar seriamente el rol y el lugar de los intelectuales.
Comienza con la importante asunción de que cualquiera es un teórico -cualquiera opera con teorías sobre el mundo-, pero se llama intelectuales o filósofos a quienes se especializan en producir tales teorías. Entre ellos hay dos tipos: los intelectuales orgánicos y los intelectuales tradicionales. El primero está orgánicamente conectado con la clase a la que representa, mientras que el segundo es relativamente autónomo de esta. Bajo el capitalismo las clases subordinadas se apoyan en los primeros, mientras que las clases dominantes se benefician de los segundos. Exploremos un poco más esta distinción.
Para que la clase trabajadora se convierta en una fuerza revolucionaria, los intelectuales deben elaborar el buen sentido de clase dentro del sentido común. Tal elaboración se lleva a cabo a través del diálogo entre la clase trabajadora y un intelectual colectivo (el Partido Comunista, considerado por Gramsci como el Príncipe Moderno en su permanente labor de persuasión). No se trata de traer la conciencia a una clase trabajadora que carece de ella, sino de construir a partir de la que ya posee; esto supone una diferencia con respecto a Lenin. El intelectual orgánico sólo puede ser efectivo a través de una relación íntima con la clase trabajadora, compartiendo su vida, lo cual -en algunos textos de Gramsci- significa provenir de la clase trabajadora.
Podemos ver por qué Bourdieu somete a una crítica devastadora la idea de lo que llamó el “mito” del intelectual orgánico. Puesto que el sentido común de la clase trabajadora es totalmente un sentido defectuoso, una falta de reconocimiento, no hay buen sentido, no hay una semilla de conocimiento dentro de la experiencia práctica de la clase trabajadora, y por tanto nada que los intelectuales puedan elaborar. No hay base para el diálogo, por lo que la pretensión de actuar como intelectuales orgánicos degenera en populismo, es decir, en una identificación con la clase trabajadora que no es sino una proyección de sus propios deseos e imaginaciones sobre esta clase que equivocadamente pretenden entender.
“No se trata de dirimir si es verdadera o falsa la insoportable imagen del mundo de la clase trabajadora que produce el intelectual cuando, poniéndose a sí mismo en el lugar de un obrero sin tener el habitus de este, aprehende la condición de la clase trabajadora a través de esquemas de percepción y apreciación que no son los que los miembros de esta clase utilizan para aprehenderla. Se trata, ciertamente, de la experiencia que un intelectual puede obtener del mundo de la clase trabajadora colocándose provisional y deliberadamente en la condición obrera. Esta experiencia se vuelve cada vez menos improbable si, como ha comenzado a suceder, aumenta el número de quienes se encuentran lanzados a la condición obrera sin tener el habitus que es el producto de los condicionamientos ‘normalmente’ impuestos a aquellos que están destinados a esta condición. El populismo nunca es más que la inversión de un etnocentrismo” (Bourdieu 1979: 374).
En otras palabras, el intelectual, cuyo habitus está formado por skholé (un mundo que no está gobernado por la necesidad material) no puede apreciar la condición de la clase trabajadora, cuyo habitus está modelado por la interminable y precaria búsqueda del sustento material. La inmersión temporal en la vida de la fábrica genera una reacción en el intelectual que aborrece las condiciones de vida de la clase trabajadora, mientras que la propia clase trabajadora, acostumbrada a estar subyugada, observa con incomprensión.
Como parte de la fracción dominada de la clase dominante, los intelectuales perciben sus vidas como sometidas, lo que lleva a algunos a identificarse con las clases dominadas. Pero la identificación es ilusoria; tienen poco en común con la clase trabajadora. Los intelectuales harían mejor en defender explícitamente sus propios intereses como los intereses de todos, es decir, como los intereses universales de la humanidad:
“Los productores culturales sólo reencontrarán el lugar que les corresponde en el mundo social si, sacrificando de una vez por todas el mito del ‘intelectual orgánico’ y sin caer en la metodología complementaria -la del mandarín retirado de todo-, aceptan trabajar colectivamente en la defensa de sus propios intereses. Ello debería conducirles a afirmarse como un poder internacional de crítica y de vigilancia, incluso de propuestas, frente a los tecnócratas. O, por una ambición a la vez más alta y más realista -y por tanto limitada a su propia esfera-, comprometerse en una acción racional de defensa de las condiciones económicas y sociales de la autonomía de esos universos socialmente privilegiados en los que se producen y se reproducen los instrumentos materiales e intelectuales de lo que llamamos la Razón. Esta Realpolitik de la razón estará sin duda expuesta a la sospecha de corporativismo. Por los fines al servicio de los cuales pondrá su autonomía trabajosamente conquistada, le corresponderá demostrar que se trata de un corporativismo de lo universal” (Bourdieu 1992: 348).
Volvemos a la Realpolitik de la razón, a la reivindicación de que protegiendo su propia autonomía los intelectuales pueden, al mismo tiempo, defender los intereses de la humanidad. Bourdieu propone la formación de una internacional de intelectuales, pero ¿por qué deberíamos tener más confianza en su Príncipe Moderno que en el de Gramsci? ¿Qué fines, qué visiones y divisiones, tiene Bourdieu en mente para este “intelectual orgánico de la humanidad”? (4) ¿Por qué deberíamos confiar en los intelectuales, históricos portadores del neoliberalismo, del fascismo, del racismo, del bolchevismo, etc., para que sean los salvadores de la humanidad? Al diseccionar las falacias escolásticas de los demás, ¿no está Bourdieu cometiendo la mayor de todas, el no reconocimiento del propio intelectual como (potencial) abanderado de una engañosa universalidad? Bourdieu ha reemplazado la universalidad de la clase trabajadora, basada en la producción y dirigida por el partido político, por la universalidad del intelectual basada en la academia.
A ojos de Gramsci, la defensa universalista de los intelectuales por parte de Bourdieu es la ideología del intelectual tradicional, cuya defensa de la autonomía lo convierte en el más efectivo para asegurar la hegemonía de las clases dominantes. Las clases dominantes buscan presentar sus intereses como los intereses de todos y para ello requieren intelectuales relativamente autónomos que crean sinceramente en su universalidad. Los intelectuales que están muy conectados a la clase dominante no pueden representar a esta última como clase universal. Incluso una convencida actitud crítica hacia la clase dominante por perseguir su propio interés corporativo -es decir, por su búsqueda implacable del beneficio- puede ayudarla a asentar la hegemonía burguesa. ¿Pueden los intelectuales representar su autonomía en oposición a la hegemonía burguesa sin ser responsables ante otra clase? Bourdieu opina que sí, Gramsci opina que no. El intelectual orgánico de Gramsci no solo elabora el buen sentido de la clase trabajadora, sino que también ataca las pretensiones de los intelectuales tradicionales de representar una verdadera universalidad.
Conclusión
Gramsci y Bourdieu son reflejos inversos el uno del otro. Bourdieu ataca al intelectual orgánico de Gramsci como una idea mítica, mientras que Gramsci ataca al intelectual tradicional de Bourdieu por autoengañarse. Al final, la divergencia reposa en consideraciones sobre la (in)capacidad de los dominados para entender su mundo, y la (in)capacidad de los intelectuales para trascender sus intereses corporativos o de clase. Gramsci y Bourdieu tienen respuestas opuestas a estas dos preguntas. Pero ello no significa que la conversación sea improductiva. A lo largo de sus escritos de la prisión, Gramsci muestra hasta qué punto es consciente de la crítica bourdieusiana volviendo una y otra vez a las dificultades del intelectual orgánico para sostener un diálogo recíproco entre el partido y sus seguidores, entre los que dirigen y los que son dirigidos. Como sabemos, Bourdieu basó su propia crítica del intelectual orgánico en las reflexiones de Gramsci sobre los peligros de alienar a las masas de la política. Por otro lado, Bourdieu conoce demasiado bien las limitaciones de las pretensiones universalistas de los intelectuales, y el peligro de las falacias escolásticas que atrapan a los intelectuales en un corporativismo provinciano.
La conversación entre Bourdieu y Gramsci se vuelve aún más interesante cuando se considera el contradictorio movimiento de Bourdieu hacia la clase trabajadora en un proyecto colectivo basado en entrevistas de colaboración publicado en inglés como The Weight of the World. En Francia, La Misère du Monde (1993) fue un best seller que dio voz a los dominados y trató de corregir las omnipresentes distorsiones mediáticas. Bourdieu y sus colaboradores describen aquí la conexión orgánica que establecen con obreros, empleados públicos, desempleados e inmigrantes. Además, si uno lee las entrevistas transcritas literalmente junto con los análisis de los entrevistadores, es difícil ver en qué los entrevistados desconocen su realidad. Más bien al contrario, los entrevistados muestran un profundo conocimiento sociológico de su difícil situación. El vocabulario del falso reconocimiento (méconnaissance) y del habitus está casi por completo ausente de este libro.
No menos sorprendente es la afirmación metodológica de Bourdieu al final del libro, donde habla del “trabajo socrático” del entrevistador ayudando a la explicación, y donde se refiere al sociólogo como la partera que ayuda a las personas a hacerse conscientes de lo que ya sabían sobre la naturaleza de su dominación. Casi se lo podría considerar una forma de toma de consciencia en la que lo “implícito” es hecho “explícito” y “verbal”. Por lo tanto, este capítulo sobre el “conocimiento” puede ser leído como una brillante elaboración sobre las técnicas y dilemas del sociólogo como intelectual orgánico. Pero Bourdieu no intenta reconciliar este libro con su denuncia del “intelectual orgánico”. Ser un intelectual orgánico requiere efectivamente un trabajo continuado, una paciencia tenaz y una vigilancia colectiva e intransigente. Pero Gramsci nunca dijo que fuera fácil. De hecho, según Gramsci nunca podría ser un proyecto individual, sino que debía ser un proyecto colectivo.
Notas
1. En otra referencia, Bourdieu (1981: cap. 8) aprovecha de forma oportunista las advertencias de Gramsci sobre los peligros de la oligarquía sindical (“un banquero de hombres en una situación monopolística”) y de la política sectaria del aparato del partido alejado de sus seguidores, para convertirlas en una denuncia general contra los “intelectuales orgánicos” por engañarse tanto a sí mismos como a la clase que pretenden representar. Es curioso que Bourdieu se apoye aquí en los escritos políticos más oscuros de Gramsci ignorando sus Cuadernos de la cárcel y sus ideas claves sobre la hegemonía, la sociedad civil, los intelectuales y el Estado.
2. Como reflejo de sus muy diferentes posiciones intelectuales y disposiciones, Bourdieu y Gramsci difieren fundamentalmente en cómo se relacionan con sus orígenes de clase. En la película La sociología como un arte marcial, un retrato de la vida académica y política de Bourdieu, hay una escena en la que este describe su repulsión hacia el dialecto de su región natal en los Pirineos, ilustrando el habitus de clase que desarrolló en el mundo académico. Por su parte, Gramsci escribió cartas desde la prisión a su hermana, implorándole que se asegurara de que los hijos de ella no perdieran familiaridad con los modismos populares (folk idioms) y las expresiones vernáculas.
3. Méconnaissance, término heredado por Bourdieu de Lacan y traducido al inglés como misrecognition. (Nota de los traductores.)
4. Bourdieu llega incluso a apropiarse de la idea del intelectual orgánico. “Todo esto significa que el etnosociólogo es una especie de intelectual orgánico de la humanidad que, en tanto que agente colectivo, puede contribuir a desnaturalizar y desfatalizar la existencia humana poniendo su competencia al servicio de un universalismo enraizado en la comprensión de los particularismos” (Bourdieu 2002: 24). Pero se trata del intelectual orgánico de una entidad abstracta (la humanidad), es decir, la antítesis absoluta del intelectual orgánico de Gramsci, e incluso la apoteosis de lo que considera el intelectual tradicional.
Bibliografía
Bourdieu, Pierre
1979 Distinction: A Social Critique of the Judment of Taste. Cambridge, Mass.: Harvard University Press, 1984.
1984 “Social space and the genesis of ‘classes’.”, Language and Symbolic Power. Cambridge, Massachusetts, Harvard University Press, 1991: 229-251.
1986 “Fieldwork in Philosophy”, In Other Words: Essays towards a Reflexive Sociology. Standford, Standford University Press, 1990: 3-33.
1989 “Corporatism of the universal: The role of intellectuals in the modern world”, Telos, nº 81: 99-110.
1992 Rules of Art: Genesis and Structure of the Literary Field. Standford, Standford University Press, 1996.
1997 Pascalian Meditations. Standford, Standford University Press, 2000.
2004 Sketch for a Self-analysis. Chicago, University of Chicago Press, 2007.
Bourdieu, Pierre (y otros)
1993 The Weight of the World: Social Suffering in Contemporary Society. Standford, Standford University Press, 1999.
Gramsci, Antonio
1971 Selections from the Prison Notebooks. New York, International.
El presente texto es traducción y adaptación del capítulo tercero del libro de Michael Burawoy Conversations with Bourdieu: The Johannesburg Moment (Wits University Press, Sudáfrica, 2012), escrito en colaboración con Karl Von Holdt. Michael Burawoy ha escrito libros tan notables como Manufacturing Consent: Changes in the Labor Process Under Monopoly Capitalism (University of Chicago Press, 1979) y The Politics of Production: Factory Regimes Under Capitalism and Socialism (Verso, Londres, 1985). Página web de Burawoy:http://burawoy.berkeley.edu/
Traducción y adaptación del inglés por Josafat Hernández Cervantes, Nuria Álvarez Agüí & Miguel Álvarez Peralta. Visto en gramscimania.info.ve