Revista Arte

La duda, como la ocultación y el perdón, atraviesan las veleidosas elecciones de los seres humanos.

Por Artepoesia
La duda, como la ocultación y el perdón, atraviesan las veleidosas elecciones de los seres humanos. La duda, como la ocultación y el perdón, atraviesan las veleidosas elecciones de los seres humanos. La duda, como la ocultación y el perdón, atraviesan las veleidosas elecciones de los seres humanos. La duda, como la ocultación y el perdón, atraviesan las veleidosas elecciones de los seres humanos. La duda, como la ocultación y el perdón, atraviesan las veleidosas elecciones de los seres humanos. La duda, como la ocultación y el perdón, atraviesan las veleidosas elecciones de los seres humanos.
Después de que Napoleón fuese completamente derrotado y desterrado a la lejanísima isla de Santa Elena, los aliados vencedores de Waterloo apoyaron la vuelta de la monarquía a Francia. Para entonces, Inglaterra y Francia comenzaron, inevitablemente ya, un idílico y necesario acercamiento. Así que con el tratado de París de 1815, los ingleses le devolvieron entonces la antigua colonia francesa del Senegal a los vencidos. Para 1816 se decidió que una flota francesa fuese, por fin, a sus antiguos dominios africanos. Tres barcos salieron del puerto de Rochefort con rumbo a la costa occidental africana del Senegal. Uno de ellos, la Medusa, era una fragata con cuatrocientas personas a bordo. El capitán de este barco era Hugues Duroy de Chaumereys, un inexperto navegante y poco conocedor, además, de las traicioneras costas arenosas del litoral senegalés. Queriendo avanzar más rápido acabó alejándose del resto de la pequeña flota. Sin poder evitarlo, la Medusa terminó embarrancada peligrosamente, frente pero muy lejos, de las desoladas orillas de la inhóspita costa Mauritana. Ahora, no había salida ya, los bancos predadores de arena en el mar son una terrible y agazapada trampa mortal. Sólo podían utilizar las pocas barcas que para salvar vidas llevaba la fragata. Pero, no todos podían embarcar. Unos 150 hombres se quedaron allí. ¿Qué hacer entonces? Decidieron construir una enorme balsa que les cobijara a todos. Ésta, cuando fue depositada en el mar, se inclinó y desbordó más de lo previsto. No obstante, se llenó pronto de seres que buscaban, así, la única forma ya de sobrevivir. 
Fue el mayor desastre vivido por unos hombres enfrentados a su debilidad, a sus propios demonios, a sus egoístas deseos frenéticos a cambio de lo que fuese, de poder así agarrarse a cualquier hálito de vida que oportunidad, inhumana incluso, llevara a suponer. De este modo, fueron asesinando a los que no garantizaran la estabilidad de la balsa, a los amotinados, y a los más débiles. Acabaron también, en un alarde definitorio de supervivencia, devorando los propios cadáveres depositados en los travesaños, ahora llenos de esperanza, de la improvisada embarcación. Quedaron tan sólo quince personas cuando fueron rescatados, casualmente,  por el buque Argus menos de catorce días después. Para entonces, ya habían dejado de buscarlos incluso. Cuando aparecieron, cuando todo se supo por fin, cuando descubrieron las extraordinarias bajezas que desde el capitán -que los abandonó- hasta el último de los inescrupulosos supervivientes habían tenido, todo se silenció. Ahora, la vergüenza y el oprobio, la deshonra y el temor, hicieron que las autoridades francesas ocultaran los hechos decididamente.
El romántico pintor francés Théodore Géricault (1791-1824), que había tenido que huir de Francia por una inapropiada relación con una tía suya, siempre se mostró muy rebelde frente a las rigideces de la sociedad que le tocó vivir, así que no dudó un momento en pintar tan dramática e hiriente escena vivida por sus compatriotas en el Atlántico. El mismo año del suceso comenzó a preparar la inmensa obra (cerca de 5 x 7 metros). Pero, ahora, le sobrevino la duda. ¿Qué debía destacar en el lienzo? Pensó en tres escenarios: el rescate de los náufragos, algo grandioso, reconfortante, esperanzador; también pensó en la revuelta de algunos de los supervivientes, en la lucha entre ellos; luego, en el aberrante canibalismo que se produjo y que hubiese mostrado la mayor de las aberraciones. También, en el sentido del primer pensamiento, quiso otorgar un espíritu de salvación pintando el rescatador Argus a lo lejos, pero muy visible esta vez. Nada de esto hizo al final el artista romántico. En un alarde impactante decidió, además, componer una estructura nunca vista antes en el Arte, sin ni siquiera el punto de fuga que los pintores establecieran ya como recurso académicamente necesario. En un primer plano sesgado casi, en donde no se vé toda la balsa, tan sólo un extremo de la misma en donde agarrados a su esperanza los pocos supervivientes azotan lo que sea ya, lo que sea hacia un horizonte desolado y lejano, y en el que apenas se vislumbra la insignificante silueta del carguero Argus. Carguero que sí se apreciaba en el primer boceto que realizara dos años antes el pintor. 
Un año después de la tragedia se llevó a cabo un juicio en Francia, en Rochefort, el puerto desde donde salieron los barcos. En este tribunal militar se ajustició al capitán de Chaumereys. Un testigo, el tripulante de la Medusa Phillip D´Anrevs, declaró, compungido y abnegado, arrepentido y sincero, estas palabras: Los últimos tres días son borrosos y monótonos. Transcurrieron entre nuestro canibalismo imperdonable y la lucha por encontrar una razón para seguir existiendo. Sólo vuelve a mi memoria el último de ellos. Creo que fui el primero en ver algo diferente a la masa uniforme de mar y cielo. Me incorporé y agité mi camisa, desesperado. No me vieron, no giraban. Entonces, frenéticamente, Corréad me alzó sobre sus hombros con la ayuda de Sivigny. Estábamos todos muy débiles, pero logramos que mi camisa, hecha jirones ya, flameara más alto todavía. Y, entonces, lo vimos. Unos pocos hombres se revolvían en la balsa, luchando contra la muerte. Llorábamos. Gritábamos. Algunos estiraban el cuello para ver qué sucedía. Otros cerraron los ojos, para no ver la incierta realidad. Entonces fue, entonces, todos, me escucharon decir: El carguero ha virado, ¡viene!, viene hacia nosotros.
(Obra actual del pintor chileno Benito Ricardi, La duda; Óleo del pintor Théodore Géricault, La Balsa de la Medusa, 1818, Louvre; Cuadro-ilustración del artista Winston Chmielinski, Hombre-Mujer pájaro, actual; Cuadro El regreso moderno del hijo pródigo, 1882, del pintor francés James Tissot, Museo de Nantes, Francia; Óleo del pintor Horace Vernet, Retrato de Théodore Gericault, 1823; Boceto realizado por Théodore Géricault sobre La Balsa de la Medusa, 1816, en donde el autor refleja un primer intento de la obra, y en el que aprecia la silueta del barco rescatador al fondo, barco que finalmente el pintor no destacó en la obra definitiva apenas con un punto en el horizonte, Louvre.)

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