Houston, tenemos un problema, y muy grave. El problema es que hay mucha gente que dice espúreo, cuando lo correcto es espurio, como cualquiera puede comprobar acudiendo al diccionario de la Academia, e introduciendo ambos términos. Puede parecer que estoy de coña, pero hablo completamente en serio. Cuando alguien dice "ayer compremos (sic) en el Mercadona", está cometiendo un simple error, fruto de la escasa formación. Si se trata de algo generalizado, esto puede llevar a acordarnos del informe PISA y a lamentarnos por la degeneración del sistema de enseñanza pública, etc. Nos hallamos en fase de alerta naranja. Pero cuando muchos incurren en espúreo, hay que decretar inmediatamente alerta roja. Porque la gente que no tiene como mínimo un bachillerato no dirá nunca espúreo. Uno no escucha al frutero de la esquina (por ahora, gracias a Dios) decir que su crema de puerros no es espúrea, a diferencia de la que venden las grandes superficies. No, quienes dicen espúreo coinciden probablemente con ese 17,7 por ciento de personas de nivel profesional, funcionarial o directivo alto que, según la última encuesta del CIS, votarían a Podemos. (Justo el mismo porcentaje de ese grupo social que votaría al PP.)
Y esto sí que es realmente preocupante, porque nos revela una cosa. A ver si me explico. En España, como en cualquier otro sitio, hay dos tipos de personas, las que leen y las que no leen. Al contrario de lo que se suele pensar, que el porcentaje de las segundas sea alto no debería inquietarnos demasiado. El problema no es que el taxista, la peluquera o el carpintero de alumino no lean a Jorge Luis Borges o a Thomas Mann. Se puede vivir sin ello. Es una vida menos rica, ciertamente, como la de quien jamás escucha a Mozart o a Miles Davis, pero sería un error pensar que esa riqueza de espíritu nos hace moralmente mejores. Desgraciadamente, la experiencia demuestra abundantemente que no es así, que la cultura no nos hace amar más al prójimo. Aunque el frutero no tenga ni pajolera idea de quién fue Thomas Mann, y de Borges sólo sepa que es una marca de aceite de oliva, ello no va a hacer de él peor frutero, ni peor marido, padre, hermano o cuñado.
Lo decisivo, lo trascendental es cuánto y, sobre todo, qué leen los que leen. Cómo alimentan su espíritu. ¿Qué lee el médico de cabecera que me atiende, el profesor de mis hijos, el empresario modelo de éxito? ¿Qué cojones leen que no saben decir espurio correctamente? Porque dejémonos de bromas, el problema no es olvidarse una tilde o no acordarse muy bien de datos que aprendimos en la niñez. Eso lo solucionan los correctores y los buscadores. El problema no es el error o el olvido, es lo que estos nos hacen sospechar: que quienes deberían cultivar una rica vida interior, porque tienen los medios, la formación y con frecuencia el tiempo de ocio suficiente para permitírselo, hayan leído tan poco, o hayan leído libros tan irrelevantes. Que teniendo a su alcance los mejores frutos del espíritu, no encuentren nunca el momento para ellos, y sí para ver Juego de Tronos, sea lo que sea, que no tengo ni puta idea, ni quiero tenerla.
Ya sé que me diréis que hay un momento para cada cosa. Lo niego rotundamente. El día tiene 24 horas, y si leemos a Platón en serio, no hay tiempo para entrar en internet, ver la tele y jugar con vídeojuegos, todo a la vez. Los recortes que deberían aplicarse al gasto público no son nada, comparados con los recortes que se necesitan en las mil y una maneras estúpidas que no paramos de inventar para quemar estúpidamente nuestro tiempo y, por tanto, nuestras vidas.
Allá cada cual, pensaréis. Pero resulta que la miseria espiritual tiene consecuencias. Cuando se pierde el sentido de lo trascendente y lo prioritario, cuando todo es entretenimiento, se pierden también las referencias públicas y hasta el mismo instinto de conservación. Si Juego de Tronos tiene el mismo valor que la Política de Aristóteles, las sandeces que profieran cuatro fanáticos salidos de la ikastola complutense valen lo mismo que las trescientas páginas de Camino de servidumbre. Se empieza diciendo espúreo y se acaba votando a quienes pretenden implantar una democracia espuria.