Revista Arte

La emoción y la razón no dejarán de ser dos cosas unidas por un mismo destino: la vida.

Por Artepoesia
La emoción y la razón no dejarán de ser dos cosas unidas por un mismo destino: la vida.
Cuando el pintor francés Jacques Louis David comprendiera que su relación con Francia habría terminado, luego de que Napoleón cayese bajo el cetro de Luis XVIII, decidió emigrar a Bélgica antes que aceptar la invitación del nuevo rey francés. No podía continuar en París después de haber sido cómplice en la ejecución del anterior rey Luis XVI, del apoyo decidido a la Revolución o al seguidor imperio de Bonaparte. Así que se marcharía a Bruselas, y allí pintaría los últimos cuadros neoclásicos de su inspirada y artística vida. David se inspiraría casi siempre en motivos de la mitología clásica grecorromana para sus obras neoclásicas. Para un pintor neoclásico no habría nada mejor. Pero, al final de su vida suavizaría además los colores y perfilaría los contornos con una delicada y sutil delicadeza. Había padecido el pintor una vida tumultuosa y cambiante, incluso probablemente arrepentida o, cuando menos, decepcionante. Pero, como pintor extraordinario que era, no podría rehuir de su más querida teoría neoclásica del Arte, aquella que definiría la pintura como el resultado de combinar grandeza, originalidad y belleza sutil. Para el año 1818 quiso plasmar en un lienzo la escena emotiva de una separación mítica, la de Telémaco y Eucaris. Aunque la Odisea de Homero no habla de ninguna relación entre la ninfa Eucaris (sirvienta de Calipso) y el hijo de Ulises, Telémaco, escritores de los siglos XVII y XVIII compusieron poemas clásicos de la aventura de Telémaco para hallar a su padre, incluyendo ahora algunos amores contingentes y poéticos del afanoso hijo del gran héroe legendario homérico.
El escritor francés Fenelón publicaría su relato Las aventuras de Telémaco en el año 1699, y el escritor español nacido en Lima, José Bermúdez de la Torre, publicaría en el año 1728 su gran poema clásico Telémaco en la isla de Calipso. El pintor David trataría siempre además de buscar la inspiración de sus obras en sus propias emociones. Así lo haría con su obra El rapto de las Sabinas en el año 1799, cuando el sentimiento de las luchas fratricidas en Francia, luego de la sangrienta revolución, le llevara a necesitar plasmar en un lienzo la salvífica intervención de las Sabinas entre las dos huestes romanas enfrentadas. Pero, ahora, en su vejez en Bruselas, había algo que le llevaría a componer una escena emotiva que reflejase su sensación más vitalista por entonces. La escena imaginada de Telémaco y Eucaris es la dolida despedida de dos amantes. La mitología griega ya tenía una despedida así, Venus y  Adonis, pintada magistralmente por Tiziano en el año 1553, o la genial Venus Adonis y Cupido, pintada por Annibale Carracci en el año 1590. Pero entonces era más una frivolidad que un deber. El Renacimiento no era demasiado moral comparado con el Neoclasicismo de siglos después, más aún con el del obcecado David y su sentido del deber, la rectitud o la moral republicana. Entonces Adonis marchaba para una cacería a la que había sido invitado por Zeus, cacería de la que Venus sospecharía que algo podría sucederle a su vulgar amante Adonis. Zeus acabaría con él por la osadía de un simple pastor de enamorar a toda una gran diosa. Pero ahora, en Telémaco, la historia, la leyenda o la imaginación poética clásica, llevaría al personaje masculino a ser atribuido de un deber moral superior a cualquier otra cosa, como fuera en este caso el amor por Eucaris. La diosa Minerva le había dejado claro a Telémaco que debía continuar su viaje en busca de su padre Ulises. El deber frente a la emoción. Este era, en el caso del pintor David, el sentido básico y fundamental del motivo de su obra. 
Así que David pintaría su cuadro La despedida de Telémaco y Eucaris con el emotivo escenario de una cruel despedida romántica... carente ahora de todo romanticismo. Por eso fijará la mirada del hijo del héroe homérico hacia el espectador. Lo hace con la complicidad racional de lo clásico frente a lo romántico, y lo hace además en pleno momento del Romanticismo más desgarrador. Es por eso que esta obra de Arte reflejará, más que ninguna otra, la terrible dicotomía entre lo racional y lo emocional de una forma sublime. Es la sempiterna diatriba existencial de los humanos: acoplar dos realidades muy diferentes y enfrentadas en una misma realidad existencial humana. El pintor la sufriría en su propia vida; Francia también en su propia historia; y el Arte no podía ser menos ante la dificultad de combinar emoción con razón, belleza con mensaje, o equilibrio estético con atrevida creatividad. Para esta obra el pintor neoclásico no cambiaría mucho su estilo o forma de componer grandiosidad artística. Tal vez alguna novedad en los colores más atenuados ahora o en el perfilamiento de los contornos más señalados. Pero ninguna cesión al romanticismo avasallador... O, ¿tal vez sí? Porque la figura de Eucaris está entregada ahora a  su destino cruel abrazándose desolada a Telémaco. ¿Desolada? Su gesto no dejará de ser el gesto resignado de una mujer fuerte ante la adversidad. ¿Y el gesto de él? Aquí Telémaco está decidido a marcharse porque su deber así se lo exige. Sí dejará entrever alguna emoción sentida. Primero en su mano derecha apoyada ahora en el muslo de Eucaris y después en la inclinada suavidad de su cabeza dirigida hacia ella. Pero, nada más. Sujetará firme la lanza que su mano izquierda dirige ahora hacia arriba, hacia la decisión ineludible e inflexible que su destino vital le obligue frente a cualquier otra sensación o sentido diferente.
¿Era una necesidad existencial que el pintor requería hacer consigo mismo al final de su vida, ante las desavenencias de una conciencia atribulada por los años y la decepción? Porque parece aquí la mirada del personaje la misma ahora del pintor, una mirada dirigida a nosotros como queriendo justificar así una vida entregada a sus pasiones existenciales más inevitables. Esas pasiones que no fueron seguramente más que sentidos injustificados de un deber mal entendido. Porque cuando repasamos las decisiones que hemos tomado en la vida, no podremos más que aceptar que fueron tomadas a pesar de su buen o mal sentido. Que hay como una obligación o una sensación ajena a nosotros que nos llevará por las intrincadas sendas de una existencia indefinida. Telémaco nunca posaría así en ningún momento de su imaginada vida literaria. El Arte de David, como el de los poetas anteriores, lo utilizaría ahora para justificar una emoción necesitada. Una emoción racional además, nada romántica ni sentimental, sino todo lo contrario. Y es precisamente por eso por lo que el Arte es una maravillosa excusa para comprender la confusa realidad del ser humano. Porque justificaremos casi siempre nuestras debilidades vitales o existenciales por razones sentimentales o emocionales, nunca por las racionales, cuando la realidad es que toda acción motivada, emocional o no, podrá conllevar siempre una consecuencia no deseada o no justificada. El pintor David lo sabría, y no encontraría mejor motivo que la dulce, sentida, resignada, ausente o calmada despedida imaginada de Telémaco y Eucaris.
(Óleo La despedida de Telémaco y Eucaris, 1818, del pintor neoclásico David, Museo Paul Getty, EEUU.)

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