Manuel está mal. Desde hace unas semanas lo vemos mal y él se siente mal.
Por las mañanas, antes, cuando llegábamos, ya estaba en pie en el quicio de lo que fue una puerta y que ahora está tapiada. Allí se esconde, a un lado de la plaza, detrás del macetero que nadie ha vuelto a cuidar. Pero, ahora, en estos días, cuando nos acercamos, Manuel permanece sentado en el último peldaño de la escalera de piedra donde pasó la noche. Su maleta grande, portadora de su casa, no está cerrada: la manta, que protegió su cuerpo del relente de la noche, aún está tirada por el suelo.
Sus movimientos son lentos y poco precisos, se le ve cansado.
Le notamos mal y los vecinos también. Ellos nos preguntan y se interesan por Manuel. También le traen, como lo hacen todos los días del año, comida que ahora no come o que la vomita sin poder apenas tragar. Están preocupados. Pero Manuel no quiere nada.
— Manuel, si quieres, te acompañamos a urgencias.
— ¿A dónde?
— Al hospital, al ambulatorio…
— ¿Y dónde dejo la maleta?
— Nos la llevamos a Arrels, o la dejamos aquí, en la iglesia…
— Yo de aquí no me muevo.
Es su única contestación.
— Pero estás mal, no puedes estar así…
—Ya se me pasará. En tantos años de vivir en la calle, uno se acostumbra…
— Pero los años no pasan en balde…
— Sí, claro, ya nos vamos haciendo mayores…
Y allí se queda.
Desde que lo vemos así, procuramos que todos los días alguno de los equipos de calle de la zona vaya pasando para ver si necesita algo, o, mejor, para ver si cambia de idea y permite que lo acompañemos a un hospital.
No es lógica la actitud de Manuel, lo sé. No se entiende la manera de reaccionar de Manuel, estamos de acuerdo. Pero ¿qué hacemos con Manuel?
— Manuel, que sepas que nos vamos preocupados —le decimos al despedirnos.
— Muchas gracias por venir —y se lleva la mano al corazón. Es su despedida agradecida.