(Por Fernando Savater) La envidia definida como la tristeza ante el bien ajeno, ese no poder soportar que al otro le vaya bien, ambicionar sus goces y posesiones, es también desear que el otro no disfrute de lo que tiene.
¿Qué es lo que anhela el envidioso? En el fondo, no hace más que contemplar el bien como algo inalcanzable. Las cosas son valiosas cuando están en manos de otro. El deseo de despojar, de que el otro no posea lo que tiene está en la raíz del pecado de la envidia. Es un pecado profundamente insolidario que también tortura y maltrata al propio pecador. Podemos aventurar que el envidioso es más desdichado que malo.
El envidioso siembra la idea ante quienes quieran escucharlo de que el otro no merece sus bienes. De esta actitud se desprenden la mentira, la traición, la intriga y el oportunismo.
excelencia. La gente por ella tiende a mantener la igualdad. Produce situaciones para evitar que uno tenga más derechos que otro. Al ver un señor que ha nacido para mandar dices, “¿por qué estás tú allí y no yo? ¿Qué tienes que yo no tenga?” Entonces la envidia es en cierta medida origen de la propia democracia, y sirve para vigilar el correcto desempeño del sistema. Donde hay envidia democrática el poderoso no puede hacer lo que quiera. Si hay quienes no pagan impuestos, comienza la reacción de aquellos que envidian esa situación y exigen que los privilegiados también paguen. Sin la envidia es muy difícil que la democracia funcione. Hay un importante componente de envidia vigilante que mantiene la igualdad y el funcionamiento democrático.
En la tradición cristiana es definida como “desagrado, pesar, tristeza, que se concibe en el ánimo, del bien ajeno, en cuanto este se mira como perjudicial a nuestros intereses o a nuestra gloria”.
Este pecado propicia la sensación de que uno podría tener todo lo bueno de los otros. Si tú le envidias la mujer al otro, deberías aceptar todo lo que el otro es, quiere, piensa y siente, y por lo tanto dejar de lado todas las cosas que tú quieres, piensas, sientes . Tendrías que convertirte en el otro, algo que nadie está dispuesto a hacer. Porque todo el mundo quiere ser; tener las ventajas del otro, pero a partir de la propia concepción de uno. Nadie está dispuesto a decir: “Bórrenme a mí, y escriban al otro, porque yo lo que quiero es ser yo, con lo del otro.” El que envidia estaría en el mejor de los mundos si pudiera lograr una disociación con el otro: quitarle para sí toda la parte que no le gusta y quedarse sólo con lo que le gusta, sin tener en cuenta que todos los bienes y beneficios tienen un costo en la vida.
La envidia por lo bello está vinculada con el concepto de belleza que ha manejado el hombre a lo largo de la historia. Las esculturas y grabados prehistóricos nos muestran figuras femeninas voluminosas, incluso deformes, que reflejan el interés por la fertilidad. Los cánones de belleza griegos no toleraban ni la grasa ni los senos voluminosos. Era necesario cultivar el cuerpo para conseguir la perfección estética que consistía en, además de tener senos pequeños y fuertes, poseer un cuello fino y esbelto y los hombros proporcionados. Los griegos difundieron por Europa gran cantidad de productos de belleza, de fórmulas de cosmética, así como el culto al cuerpo y los baños; en resumen, el concepto de la estética. Actualmente, a la eterna necesidad de belleza en el mundo femenino se han unido la ciencia y un nuevo sistema de vida en el que es imposible separar la actividad diaria del aspecto personal.
El filósofo francés Denis Diderot decía que en las desgracias de nuestros amigos siempre hay un punto de contento. Lo que no quiere decir que no corras a ayudar a tu amigo, prestarle dinero, llevarlo al médico. Pero a veces un mal trago ajeno despierta la frase: “Hombre…mejor él y no yo”. Esto nos hace considerar que existe una especie de relación entre los males y los bienes que vienen en un número determinado. Si yo deseo y no tengo un automóvil de colección es porque lo posee otro. Llegamos a considerar que no hay otro coche más que “ese” para tener. Lo mismo ocurre con el mal, si al “otro” le ocurre algo, de alguna manera yo me he librado de “ese” problema.
Hay gente que no tiene dinero para comer bien en la semana, pero conserva sus mejores trajes y un gran automóvil, porque esos son los elementos que despertarán envidia en los demás. No se busca tener lujos auténticos, sino solamente estar en el escaparate para ser admirado. Este sentimiento también produce temores en los envidiados, cuando llegan a pensar que aquellos que lo envidian le quieren hacer un daño o quitarle algo. La propia naturaleza de la expresión in-video, significa literalmente “el que no te puede ver”. El bienestar del otro es un detonante. Cuando uno es un poco malicioso y quiere ver sufrir a sus enemigos, disfruta con la envidia.
Envidiar lo que no existe
Los medios de comunicación en la actualidad tienen mucho que ver con la motorización de la envidia. No hay programa de televisión o revista de actualidad donde no se
nos enrostre la felicidad de una pareja mediática, las vacaciones caribeñas de incipientes modelos o el nuevo piso de la estrella de turno.En esta sociedad lo primero que hay que lograr es crearse la fama de que eres algo, sin necesariamente serlo. La creencia de los demás de que el otro es exitoso es lo que fomenta una cadena de errores, y de envidias añadidas. Un amigo que tenía un éxito apabullante con las mujeres, siempre me decía: “Lo importante es que crean que eres irresistible. Entonces se acercan a ti para saber ‘qué tiene este tipo’”.
Muchas veces se envidian situaciones idílicas sobre las que no se tiene suficiente información. Montaigne, destacaba la envidiable sencillez natural de la convivencia de los pueblos considerados salvajes por los europeos de la época, quienes carecían de la intoxicación que las leyes civilizadas obligaban. Doscientos años después, Rousseau, Diderot, Giambattista Vico y Sade fortalecerían estas teorías, basadas en la envidia al buen salvaje. Sostuvieron el mito de la convivencia basada en la tolerancia y en la paz, sensualmente rica, pero sin impudicia, abundante en bienes comunes que eran de todos, pero al mismo tiempo de nadie. Pero las envidias suelen ser disímiles y tienen que ver con los deseos de cada uno. Frente a esta corriente de envidiosos de una forma de vida se alzó el urbano y progresista Voltaire, cuando le dijo a Rousseau: “No me hará usted andar en cuatro patas a mis años, ni me convencerá de las alegrías sin disturbio de la selva. No me gusta comer bayas silvestres y me aburren los monos. La felicidad es una buena cena, compañía, conversación agradable, una hermosa función de teatro: la noche de París”.
“El tema de la envidia es muy español. Los españoles siempre están pensando en la envidia. Para decir que algo es bueno dicen: ‘es envidiable’”, afirmaba Jorge Luis Borges.
En mi caso me alegro de verme rodeado de escritores de mayor valía, porque la obra de los otros siempre me ha hecho disfrutar mucho más que los esforzados y siempre corregibles escritos que yo mismo genero. En particular, he sentido un gran afecto por la persona y obra de Guillermo Cabrera Infante. Durante treinta años su casa de Londres fue parada obligatoria de mis viajes anuales a Inglaterra, para asistir a las impostergables citas hípicas. Junto a él siempre estaba Miriam Gómez, una contadora sin igual de historias, fábulas y anécdotas. Conversar con Guillermo fue uno de mis tesoros intransferibles. Pocos me han nutrido como él en materia de cine o literatura. Su habilidad era innata para la conversación chispeante y divertida, basada en una erudición –que allí sí– debería calificarla de envidiable.
El ángel que no fue
La envidia que me provocaron los grandes escritores fue un motor fundamental en mi vida. Por ejemplo, la el deseo de emulación que me suscitó Borges a los dieciséis años, y luego la admiración hacia Shakespeare y Thomas Mann. Pero siempre tuve una envidia que carecía de mezquindad, nunca pretendí que el talento de los otros se borrara.
En definitiva, admiramos con lo que hay de admirable en nosotros. Nuestra parte admirable es la que admira a los demás.
Tenemos que ser agradecidos con lo sublime. Las maravillas que legaron Beethoven o Proust, fueron producto de su esfuerzo y entrega. Debemos agradecer su virtuosismo y su compromiso con el arte.
Alguna vez refiriéndome a Satanás me pregunté: “¿Qué sería de nosotros sin él?” Prácticamente nadie nos presta tanta atención como ese celoso Enemigo. Hasta Dios bostezaría sobre nuestras vidas si Satán no colaborase en el argumento que representamos con su dosis de picante.
La próxima vez que me encuentre con el diablo parafrasearé al Fausto de Goethe: “Se dará cuenta de que todo lo que hace usted por romper y destruir el orden, en el fondo lo refuerza. En definitiva todo lo que está haciendo es para bien, no para mal. Usted está trabajando como un empleado. Se rebeló contra su jefe, pero sigue siendo el empleado de siempre”.
Una vez aclarado este punto me interesaría mucho que me contara cómo hace para transformar los vicios que con el tiempo han adquirido mala fama. Y así la soberbia queda como autoestima, la envidia como justicia democrática, la ira como intolerancia ante los males del mundo. El Diablo es un extraordinario gerente de marketing que ha logrado vender cada vicio como una virtud.
El Mefistófeles de Goethe es un diablo bastante secundario, pero en el cual el autor ejemplificó con certeza la auténtica maldición de lo diabólico, su verdadero infierno: ser la coartada que justifica la necesidad del bien. Al negar implacablemente su verdadera esencia, Mefistófeles galvaniza el alma debilitada de Fausto y le insufla el ímpetu suficiente para salvarse siendo de nuevo el que ya era y que por miedo a no poder serlo del todo había renunciado a ser. A fin de cuento, es Fausto quien condena –o reitera la condena– al sentenciado Mefistófeles.
“Diábolo” significa en el medio, el que está dia bando. Es decir, lo diabólico es crear discordia, que en el fondo es lo que hacen los vicios. Porque el que quiere tener todo no deja para los demás. Los que quieren acaparar a las mujeres no dejan para los otros, los que mienten, los que envidian, los que se enfadan, son personas que crean discordias entre los seres humanos. Los viciosos son aquellos que crean desorden social.
Respecto del infierno, he tenido imágenes que supongo son las tradicionales que posee toda la gente. La cosa siempre me ha parecido muy inverosímil. Nunca pude conciliar en mi mente la idea de la bondad divina con la del infierno. Pero para mí las imágenes de Gustavo Doré en la Divina Comedia son el verdadero infierno. Mi padre tenía, y ahora lo guardo yo, la edición de dos tomos gigantescos, con la traducción de don Juan Artzenbusch de la obra del Dante, con las ilustraciones maravillosas de Doré, que siempre me encantaron y me encantan. Me pasaba el día mirando el Infierno y el Purgatorio en cada uno de sus detalles. En realidad, el Paraíso no me interesaba para nada, en cambio a los otros me los sabía de memoria. Cuando mi madre se dio cuenta a mis siete años que no veía de un ojo, me llevó al oculista. Este buen señor tenía encima de un armario un busto del escritor, yo entré y dije: “Mira, Dante Alighieri”. El oculista miró el busto, me miró a mí, al busto y a mi madre y confesó: “Pero mira qué bueno… lo he tenido toda mi vida y no sabía quién era”. Mi infierno es el del Dante… a falta de otras cosas no hay duda que es un infierno prestigioso.
Dante se mostró cuidadoso con las proporciones. De los cien cánticos de la obra, uno es de introducción y el resto se dividen en partes iguales para el Cielo, el Infierno y el Purgatorio, que son recorridos por el autor buscando a su amada Beatriz, quien se encuentra en el Cielo. Dante es acompañado por el poeta clásico Virgilio. El Infierno está compuesto por nueve círculos concéntricos en los cuáles los pecadores son sometidos a todo tipo de tormentos. El Purgatorio es una montaña con siete cornisas, que corresponden a cada uno de los pecados, y allí los pecadores tienen que llevar a cabo una serie de penitencias para poder ser admitidos en el Cielo. Precisamente ese lugar está dividido en nueve círculos brillantes al final de los cuales está Dios, y en cuyo recorrido están los más grandes santos de la cristiandad.
Pero la idea más interesante de la Divina Comedia era que Dante no mandaba a ese infierno a muertos, sino a gente que aún vivía a quienes ya les tenía preparado su propio infierno.
¿Un lugar después del mundo?
Los paraísos deberían ser de una plaza. Es decir, responder a lo que cada uno quiere. Los paraísos convencionales dan por supuesto que los deseos son homogéneos. ¡Dejemos que cada uno tenga su cielo! Muchas veces vemos gustos que los demás aprecian y que a uno le horrorizan. Para algunos el Cielo está relacionado con las convocatorias sociales: los cócteles, las fiestas, las comidas, donde muchos se mueren por ser invitados y asistir. Mi paraíso en cambio sería más solitario y discreto.
Es mucho más fácil crear un infierno que un cielo. Porque si bien los seres humanos deseamos cosas diferentes, les tememos a las mismas. De hecho los gobernantes confían más en el terror que en el premio. Porque cuando se amenaza a una sociedad con cortarle la cabeza a todo aquel que se oponga, produce un miedo generalizado, aunque haya todo tipo de reacciones, desde enfrentar la situación, hasta acatarla. Es evidente que las promesas de infiernos son más convincentes.
Se ofertan nuevos pecados
Hay actitudes que pueden considerarse como nuevas formas de pecar. Son las que se basan en la desconsideración por el otro. Por ejemplo, no son pocas las veces que le digo a un amigo: “Quedemos en comer a las dos, porque tengo que salir a las tres y media para otro lado.” Todos te dicen que allí estarán puntuales. La verdad suele ser otra, llegan veinte minutos o media hora tarde, y se las arreglan para reprocharte: “Bueno hombre… tú siempre tan puntual”. Además de la desconsideración, rozan la soberbia y la avaricia, porque llegan a la hora que quieren, porque se consideran por encima del otro, y además acaparan el tiempo de los demás.
Tal vez, el principal pecado de la humanidad, en la actualidad sea la crueldad, palabra que viene de cruor, que significa la sangre se derrama. Una persona cruel no es buena. Pero todo tiene que ver con la profesión de cada uno y las obligaciones. Llevado al absurdo, un cirujano no puede desmayarse cada vez que ve una gota de sangre, porque no es lo que se espera de él. Hay virtudes y vicios que dependen del papel que tengas en la sociedad. A algunos intelectuales y artistas se les reprocha su vanidad, pero si no tuvieran cierto deseo de exhibición o de alcanzar prestigio, no pintarían ningún cuadro ni escribirían ninguna novela. Muchos grandes concertistas necesitan tener cierto carácter exhibicionista para sentarse al piano.
El egoísmo es para muchos el gran mal de estos días. Pero no hay que olvidar que el egoísmo racional está en la base de la ética clásica. Aristóteles habla de la filautía, que es el amor a sí mismo. Se trata de un amor a uno mismo bien informado. Esto quiere decir que hay que saber muy bien qué es lo que le conviene a uno. Y esto no es tan fácil porque solemos tener imágenes de nosotros o de nuestros deseos que pueden estar suscitadas por la presión del medio, por la fascinación, por la influencia de los demagogos, etcétera. Por lo tanto, no creo que exista ninguna contraposición entre el egoísmo y las actitudes éticas, que lo único que reclaman es que realice una verdadera reflexión sobre lo que realmente me conviene. Pero también es real que el amor no tiene por qué ser informado y ese es el esfuerzo que hay que hacer: informarse.
Es curioso que en los pecados tradicionales la mentira no esté consignada y tampoco la sinceridad o la veracidad aparecen como virtud. Por lo que creo que un vicio a señalar en la actualidad es la falsedad, el ocultamiento de la realidad. La gravedad de este tema está dada porque los ciudadanos tienen que tomar decisiones para lo que necesitan información veraz.
En los sentidos fisiológico y sociológico el hecho de que todos los seres humanos provengamos de un apasionamiento físico y no de una retorta, tiene una enorme importancia simbólica. Nacemos del azar de un caos. Cuando salen estos temas recuerdo la novela de Aldous Huxley, Un mundo feliz, donde todo estaba perfectamente diagramado y había seres que tenían que cumplir ciertas funciones y no otras. Así sólo había entes manipulados que habían perdido la esencia de los humanos. Corremos un gran peligro: que las personas supuestamente perfectas pierdan la posibilidad de ser perfectibles. El ser humano debe hacerse a sí mismo en forma permanente.