Con cierta extrañeza se añade a las sociedades de los autodenominados países occidentales el epíteto de posideológicas. Y el término no deja de ser una suerte de subterfugio que esconde un oscuro trasfondo: la presunta posideología, que semánticamente parece aludir a una superación, quién sabe si hegeliana de los conflictos ideológicos, alude realmente a la pretensión del stablishmen político-mediático de dibujar una ciudadanía que ha aceptado, sin rechistar, una líneas políticas que son indubitables. Así, siendo las directrices claras e invariables, poco tiene que decir el ciudadano que, al fin, puede dedicarse a sus menesteres y dejar a un lado el acontecer político. Por otra parte, el término es útil, en los labios de aquellos que lo usan, para referir una sociedad, muy especialmente en lo que atañe a la juventud, despreocupada de las cuestiones políticas y, por añadidura, ideológicas. Sin embargo, lo que se esconde tras el manoseado término está bastante alejado de estas consideraciones. Las sociedades posideológicas no son otra cosa que sociedades desencantadas, no porque carezcan de ideología sino, muy al contrario, porque su ideología o, mejor, la pluralidad de ideologías de la ciudadanía resuenan como un eco al que nadie contesta.
En primer lugar, parece cada vez más evidente que el signo ideológico de los grandes partidos cuya virtual función es representativa ha devenido homogénea, con lo cual ya no puede representar fielmente a una sociedad que indudablemente es plural y heterogénea. El bipartidismo español, por ejemplo, ha mostrado hasta qué punto, en las cuestiones más profundamente cruciales, todas las grandes formaciones políticas siguen los mismos senderos, permiten desmanes similares y se niegan rotundamente a toda reforma rompedora, aun cuando las cosas van atronadoramente mal. Cierto que varían en dos aspectos: su comportamiento y discurso, que se adapta perfectamente al perfil emocional del simpatizante, y en algunas propuestas legislativas cosméticas pese a que, finalmente, resulten de una enorme importancia para amplios sectores. Así, por ejemplo, ante el seguidismo en política económica del gobierno de Zapatero con respecto a su antecesor éste introdujo, en su primera legislatura, leyes que suponían, según mi criterio, un avance social: ley de dependencia, matrimonio homosexual, etc.. Sin negar la importancia de estas acciones legislativas, el modelo o la estructura básica de las cosas quedó inalterada.
En segundo lugar, la democracia, una palabra que llena la boca de muchos, es tan absolutamente deficitaria que hasta los representantes del pueblo, como ingenuamente se suele decir, han olvidado que su labor es primordialmente especular, es decir, sus decisiones deben ser el reflejo de aquellos a los que representan y no meros caprichos infantiles o imposiciones del poder económico. Justo lo contrario a la intención actual de especular, en su acepción alternativa, con la voluntad de aquellos que le dieron, con su voto, el puesto que ostentan. El modelo actual adolece de vías mediante las cuales los ciudadanos puedan proponer activamente medidas y comprometer al político que los representa. Que esta percepción no está desencaminada lo refrendaría el movimiento que el pasado día 15 de mayo ha lanzado a la juventud española a las calles bajo la demanda de una democracia real.
Finalmente, y por desarrollar una lista escueta (pero incompleta) tal como exige la demanda de no abusar de la paciencia del lector, los medios de comunicación, como tales, han desaparecido del panorama mediático con la salvedad de lugares que, como este, me permiten decir tales cosas del gremio. Los medios de comunicación son, hoy por hoy, órganos de propaganda ideológica a la vez que efectivos transmutadores de la realidad política en morbosa prensa rosa acerca de los dimes y diretes de los mandamases. Muy extrañamente se analizan, sin sectarismos y con afán informativo, el fondo de las medidas adoptadas por el gobierno de turno optándose por más rentables estrategias: dorar la píldora del consumidor de tal medio diciendo aquello que quiere oír. Ya sea mediante la violencia verbal y el disparate, como es común de los más radicales medios de comunicación afines a la derecha y extrema derecha política, o bien mediante la ironía y ridiculización del adversario tal como ejemplifican los medios afines al centro izquierda. De esta manera los medios de masas se convierten al clientelismo más propio de la tosca mercadotecnia omitiendo su función informativa y divulgativa. Se trata de dar al cliente (espectador, oyente, lector) todo aquello que desea oír para reforzar sus propias creencias, sean estas disparates, crueldades o salvajadas, y dejando a un lado todo lo que pueda contravenirlas.
En definitiva, vivimos una era posideológica, no porque la ideología muriera, tampoco porque el modelo actual sea perfecto o, como decía Leibniz, porque este sea el mejor de los mundos (posibles) sino porque para muchos se ha hecho patente que de nada sirve enunciar la ideología propia, ir a la urna con la papeleta de aquellos que dicen representarla. La era posideológica es la era en que, luctuosamente, la democracia languidece en las manos de los políticos profesionales.