Revista Cultura y Ocio
David Foster Wallace, uno de mis autores favoritos, escribió esta novela a los 23 años y la publicó dos años después. Basta abrirla por cualquier página y leer algunas frases para cerciorarse de una evidencia: es la obra de un genio prematuro. Nadie, salvo DFW y unos pocos elegidos más, pueden escribir de ese modo a esa edad, con un dominio absoluto de la prosa, el estilo y la estructura narrativa. Su precocidad es asombrosa, y los rasgos de genio estallarían por completo en su obra maestra, La broma infinita, su segunda novela.
La escoba del sistema es un libro muy divertido, plagado de pasajes rocambolescos y de personajes estrafalarios (obsérvense, por ejemplo, los nombres, donde el autor ya nos transmite sus intenciones: Neil Obstat, Rick Vigorous, Norman Bombardini, Candy Mandible, Stonecipher Beadsman, Mindy Metalman, Concarnadine Beadsman…), y donde encontramos a una cacatúa llamada Vlad el Empalador que termina saliendo en televisión a las órdenes de un predicador, a un tipo cuyo propósito consiste en engordar cuanto pueda para llenar el mundo con su espacio, a un grupo de ancianos que desaparece misteriosamente del asilo, a un editor que suele contarle a su novia los relatos más sensacionalistas y extraños que recibe en su empresa o un psicoanalista aún más maniático y retorcido que sus pacientes, entre otros muchos personajes.
Para ilustrar toda esta locura y seguir el camino de su heroína y protagonista, Lenore, que trabaja de operadora telefónica y se enfrenta a diversas crisis, Wallace abarca diferentes géneros que proporcionan un ritmo fantástico a la obra: tenemos las confesiones en primera persona del editor, enamoradísimo de Lenore; tenemos extensos diálogos (a veces sin acotaciones) en los que al principio resulta discernir quién es quién; tenemos transcripciones de las sesiones de psicoanálisis, precedidas (aquí sí) de los nombres de quienes hablan, algo que recuerda a una obra de teatro; tenemos una narración clásica en tercera persona; tenemos relatos insertados en algunos capítulos, a veces contados por el editor y a veces transcritos tal cual, sin intermediarios; tenemos “grabaciones” de los shows televisivos; y tenemos un par de saltos atrás en el tiempo, como los flashback de las películas (el lector debe fijarse en el primer capítulo, que cobra su verdadera importancia y su función casi al final de la novela, con lo que el autor demuestra que la vida da muchas vueltas y que a veces los caminos requieren tiempo para cruzarse de verdad).
En todas estas subtramas hay algo que predomina sobre el resto: la importancia que DFW le confiere al lenguaje: el lenguaje del pájaro que imita a quienes le rodean, el lenguaje de los empresarios, el lenguaje de los doctores, el lenguaje de los estudiantes, el lenguaje de los reverendos… Por eso reproduce con tanta fidelidad el habla de distintas personas, como ya habíamos comprobado en sus reportajes, en sus crónicas, en sus relatos; si los hablantes cometen torpezas en sus parloteos, el autor las incluye. Podemos afirmar, si no lo dijimos antaño, que el oído del autor es prodigioso, y su talento para transmitirlo en la narrativa o en la crónica periodística es la señal de la presencia de un maestro, de un hombre que maduró antes que otros escritores de su generación. DFW utiliza la oración larga, la frase corta, el monólogo, el diálogo, la descripción… lo que sea, en beneficio de la historia. En suma: un libro hilarante que nos engancha desde el principio, magníficamente traducido por el propio editor de Pálido Fuego. Un extracto de la narración de Rick Vigorous (y, aquí, un capítulo completo):
Ahora el cielo retumba con risitas crueles. Ahora que es evidente incluso para mí que tengo un hijo que le da a la expresión “fruto de mis entrañas” un rango de significado completamente nuevo, que estoy aquí y hago lo que hago cuando hay algo que hacer, cuando me siento vacío y bajo la vista y me encuentro un agujero en el pecho y espío, en el bolso de poliuretano abierto de Lenore Beadsman, entre las aspirinas y las pastillas de jabón de hoteles y los boletos de lotería y esos ridículos libros que no significan nada en absoluto, con el corazón en un puño, ¿qué voy a decirle a Rex Metalman y a Scardale y a las orugas del césped y al pasado, excepto que no existe, que ha sido obliterado, que las pelotas de fútbol nunca ascendieron a cielos fríos, que mi salario desaparece en un agujero negro, que un hombre puede y debe renacer en algún punto, o quizá en varios?
[Traducción de José Luis Amores]