Revista Arte

La escultura funeraria

Por Alma2061

A finales del siglo XIX la escultura urbana vio un desarrollo de proporciones espectaculares. Si bien el estilo de estas obras obedecía a cánones del pasado, la aparición de nuevas tipologías y funciones enriqueció la estética de la ciudad fin de siglo. En este fragmento se analiza uno de sus géneros más peculiares, la escultura funeraria, que alcanzó gran esplendor con la difusión de las ideas románticas sobre la muerte.Fragmento de Pintura y escultura en España 1800-1910.De Carlos Reyero y Mireia Freixa.Primera parte, capítulo X. El monumento sepulcral, aunque ya poseía un innegable sentido social en su tradicional ubicación del interior de las iglesias, lugar en el que algunas personalidades, en especial clérigos, fueron todavía enterradas, alcanzó su máxima proyección pública con la expansión de los cementerios. Al margen de los problemas urbanísticos y arquitectónicos, la escultura encontró allí un amplio terreno de aplicación, si bien en muchos casos se trató de producciones en serie. Al sentimiento religioso que sin duda motivó gran parte de la escultura funeraria, se unieron otros factores que explican tanto o más su importante desarrollo, desde el deseo de perpetuar en piedra o bronce la memoria de quien dejó la vida, en función de la significación social o el afecto, hasta una reflexión genérica sobre la existencia. En tal sentido, el repertorio escultórico constituyó una apoteósica figuración de las más profundas inquietudes humanas.
Como en otros países europeos, el monumento sepulcral recurrió a una amplia tipología donde la escultura tuvo un alcance muy diverso: en ocasiones hay retratos del difunto (medallones, bustos o figuras completas), pero lo más frecuente —sobre todo en los cementerios— es encontrar representaciones alegóricas, exentas o en relieve, con formas angélicas, que aluden al dolor, la esperanza o el destino. También habitualmente aparecen temas religiosos que deben ponerse en relación con la imaginería coetánea. Venanci Vallmitjana es el autor del Ángel del Juicio, que preside la entrada del Cementeri Vell de Barcelona, de 1865, o la Trinidad, cuyo modelo también realizó en terracota, que utilizó para la decoración de varias tumbas en cementerios de localidades catalanas. Otras veces se colocaron en ellas alusiones a la muerte: una de las más sorprendentes está situada sobre la tumba del Doctor Farreras Framis (Barcelona, Cementiri del Sud-Oest), donde Rossend Nobas esculpió un esqueleto de tamaño natural cubierto por una mortaja. Pero lo cierto es que no abundan tales muestras de implacable crudeza. En Cataluña, el máximo desarrollo de los cementerios coincidió con la expansión del Modernismo, lo que provocó que las imágenes de los mismos se hiciesen trascendentes y soñadoras, ajenas por consiguiente, en su mayoría, a la utilización de modelos históricos o a la descripción realista. Esta misma preferencia hacia las formas del Modernismo es perceptible en otros cementerios, como el de Torrero de Zaragoza, donde trabajaron los escultores catalanes Arnau y Clarasó.
En Madrid también hubo un espléndido desarrollo de la escultura funeraria. La Sacramental de San Isidro ofrece un repertorio de los mejores artistas del momento. A destacar el panteón de la familia Guirao, encargado a Querol en 1908, que también ha sido relacionado con el Modernismo: poéticamente emplazado, sus perfiles se desintegran entre el aleteo de los ángeles, los paños agitados al viento y la ficción de la densa humareda de incienso que lo envuelve, en una obra singularísima donde confluyen las más genuinas aspiraciones estéticas del momento. También hay trabajos de Moratilla, que ejecutó la figura de La Esperanza en el panteón Gándara; Ricardo Bellver, autor de La Fama que corona el memorial donde están enterrados Donoso Cortés, Moratín y Meléndez Valdés; Marinas, que ejecutó el Ángel de bronce que corona el panteón de la familia del marqués de Casa Riera y, por supuesto, Benlliure, cuya mejor obra en esa Sacramental, el suntuoso panteón de los Duques de Denia, de 1904, perdió gran parte de su llamativo aspecto exterior.
Aunque se trae de un recinto cerrado, participan del mismo sentido conmemorativo —y ciertamente público— de los cementerios los monumentos sepulcrales del Panteón de Hombres Ilustres en la inacabada Real Basílica de Atocha en Madrid. Allí reposan —una vez trasladados los restos de Castaños a Bailén y los de Prim a Reus— las cenizas del Marqués del Duero, cuya arqueológica tumba diseñó Mélida, las de Ríos Rosas, en el cenotafio realizado por Estany, las de Sagasta, Dato y Canalejas, en otros tantos emotivos monumentos de Benlliure, en especial este último, concebido como un entierro de Cristo, y las de Cánovas del Castillo. Su tumba tiene un desarrollo escultórico que ha hecho de ella la más famosa, ejecutada naturalmente por su protegido, Querol, que la concibió como un gran escenario cuya vibración y fluidez trata de negar la solidez de la materia, y ante el cual, sobre un catafalco, yace el difunto, retratado con impresionante verismo. Algunas personalidades que desarrollaron actividades benéficas fueron enterradas en las instituciones que fundaron, lo que contribuye a subrayar la dimensión social de la tumba, como la de los Marqueses de Linares en el hospital de esa ciudad, un fragmento de la cual sirvió a su autor, Coullaut-Valera, para la obtención de la segunda medalla en la Exposición Nacional de 1908.
Quizá el principal escultor dedicado a la realización de sepulcros monumentales fue Benlliure. Además de los ya citados, hay que destacar el de la Familia Moroder en el cementerio de Valencia, de 1907, el de la Condesa de San Julián en Lorca, del mismo año, el de José Arana y Elorza en Escoriaza, de 1909, o el de Termens en Cabra, de 1914 y desmontado en 1932. Especialmente interesante es el de Joselito en el cementerio de San Fernando de Sevilla, que opta por una representación realista del entierro del torero cuyo féretro abierto sostiene un grupo de figuras arremolinadas emotivamente. El éxito de sus monumentos funerarios derivó de una de sus creaciones más tempranas y también de las más espectaculares, la tumba de Gayarre en el cementerio de Roncal, de 1896: de un gran sarcófago de mármol blanco decorado con un friso de putti neorrenacentistas, tres ángeles en bronce con las alas desplegadas sacan un féretro que elevan hacia el cielo. La grácil silueta de sus perfiles y la levedad matérica que parecen poseer sus cuerpos alcanza, en el prodigioso paraje pirenaico, una espiritualidad calmada pero incesante que trasciende todos los recuerdos.
Fuente: Reyero, Carlos y Freixa, Mireia. Pintura y escultura en España 1800-1910. Madrid: Ediciones Cátedra, 1995.


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