Revista Arte

La esencia del idilio será el canto de un cisne que canta sabiendo ya que lo hace por última vez.

Por Artepoesia
La esencia del idilio será el canto de un cisne que canta sabiendo ya que lo hace por última vez.La esencia del idilio será el canto de un cisne que canta sabiendo ya que lo hace por última vez. La esencia del idilio será el canto de un cisne que canta sabiendo ya que lo hace por última vez.
Una de las miradas más geniales retratadas por el Arte, la conseguirán dos creadores muy diferentes. Dos obras radicalmente distintas, pero que se asemejarán ahora en el incierto sentido de sus causas. No habrá nada que mirar ahora, en ninguno de los casos, aunque parezcan que algo miren. Y que de tan diferentes motivos, además, retratarán estas dos obras a dos personajes tan distintos. Uno, porque su desprendimiento tan interior radicará en que nada podrá ya aturdirle mientras mire. Otro, porque nada de lo que tenga ahora que mirar la subyugará acaso demasiado. En pleno momento cumbre de su carrera artística, Velázquez retrataría tres obras tan curiosas como impropias de un alarde imperialista. Porque las compondría para la tan imperial corte del rey español Felipe IV y su Torre de la Parada madrileña. Junto a las otras obras Esopo y Marte, el gran pintor barroco español crearía su particularísima obra Menipo en 1638.
El filósofo y escritor Menipo de Gándara (siglo III a.C.) fue uno de esos pensadores griegos sin complejos. Adscrito al parecer a la escuela cínica, idearía también una forma de sátira donde lo criticado ahora no fuese una persona, como era lo habitual en la Sátira burlesca y personal de Aristófanes, no, sino a cosas en general, como a la sociedad o a los modos de vivirla. Y es por lo que su fama pasaría además a la historia por el desdén hacia las cosas mundanas, a las apariencias, o a lo insustancial que de la vida tuviesen las cosas menos relevantes ya para vivirla. Y, entonces, Velázquez comprendería el valor de acudir a tan curioso personaje para plasmarlo ahora en una obra de Arte, ¡y en pleno siglo XVII! ¿Cómo hacerlo ya, cómo representar la imagen de un ser que para él nada tuviera ya sentido ésta? Este fue el reto de Velázquez. Y lo consiguió, el gran artista barroco, con la mueca del gesto más imposible de descifrar en el Arte ante la mirada de un hombre retratado. ¿Qué nos quiere con ella transmitir? ¿Su indecible falta, incluso, de interés hacia los libros abiertos y tirados en el suelo; su satisfacción por presentarse de esa guisa tan humilde; la escasa ornamentación decorativa además, donde, ahora, tan sólo una vasija de barro se asentará en el inestable soporte de una tabla apoyada sobre dos esferas imprecisas?
Siglos más tarde, el pintor francés Joseph-Désiré Court (1797-1865) crearía el retrato de, al parecer, su propia esposa, Mujer en un diván, en 1828. Observen bien, ¿a quién dirije ella ahora su mirada? Imposible saberlo. El pintor quiso plasmar aquí la belleza de ella, pero no quiso desvelar con ella su mirada. No quiso, de seguro, que la fuerza de la sensación más profunda y misteriosa de sus ojos se dirigieran ahora hacia los ojos maledicentes de los que la miraran. ¿Lo consiguió? ¿Mantuvo así el autor de la obra el mismo alarde ante la vida del deseo de lo que para él no fuese, tal vez, poseído? Al menos, lo entendió, y lo expresó. Y ahí radicará la grandeza del pintor. Que, a la vez de retratar ahora la belleza prodigiosa, la protegió de sí mismo y de los otros.
La lírica que admiramos desde antiguo la comenzaron ya los griegos que nacieron después de morir Alejandro Magno. Los griegos helenísticos, como Teocrito, idearon otras formas de sentir que las clásicas odas homéricas de antes, que las grandes epopeyas donde los héroes y los dioses triunfaban; o donde las duras palabras articulaban ahora la difícil tragedia. Así que, entonces, cantaron sobre las cosas sencillas, sobre los seres humanos que, rodeados de naturaleza, se atreverían a vivir ya con sus miserias o con sus pequeñas alegrías. Y así nacieron los versos primeros, esos que progresaron con los siglos hasta llegar a los que alumbraron los románticos o los clásicos poetas languidecientes de la época moderna.
El susurro del viento en aquel pino, cabrero,
es como un rumor de agua viva,
dulce, como las notas de tu flauta.
Después de Pan,
merecerías el segundo premio.
Y si él se ganara un macho cabrío,
la cabra tendría que ser tuya;
y si él escogiera la cabra,
a tí te tocaría en suerte el cabrito.

Tu canción es más dulce, pastor,
que el sonido de las aguas
que salpican de lo alto de las peñas.
Si las musas escogieran una oveja,
a tí se te daría como recompensa
un cordero engordado en el establo,
y si ellas prefiriesen el cordero,
tu obtendrías como premio ya la oveja.

¿No quisieras, cabrero, por las ninfas,
sentarte un momento en las lomas,
entre los tamariscos,
y tocar para mi tu flauta mientras cuido mi rebaño?

No, pastor, nada de eso:
no debiéramos perturbar la quietud del mediodía.
Debemos temer a Pan, quien, de seguro,
reposa por algún sitio, cansado después de la caza.

Mas, pastor, que tan bien cantas las penas de Dafnis,
y que tanto has meditado la retórica pastoril,
ven aquí conmigo a sentarte bajo el olmo de Príapo,
delante de las hadas de la fuente,
junto a los robles donde vienen los pastores a retarse.

Ah, si cantaras como aquel día
que enfrentabas a Cromis de Libia,
te dejaría ordeñar, sí, tres veces,
una cabra que cría mellizos,
y que aun dando de mamar a sus dos cabritos,
da dos cubos repletos de leche.


Y después te daría un cuenco de madera con dos asas,
frotado con ceras de abeja,
y que aún huele a la navaja del tallista.
Por sus bordes se extiende la hiedra,
una hiedra salpicada de flores amarillas,
y a su lado, retorcido,
un zarcillo con el fruto jubiloso del azafrán.

Y por dentro, muy bella, como tallada por los dioses, 
hay una mujer grabada, vestida de amplio manto,
y el cabello recogido en una red.
A su lado dos jóvenes de hermosas cabelleras
que, por turnos, luchan por ella
sin que logren conmover su corazón.

La joven mira a uno, ahora, risueña,
y luego, ligero, le arroja un pensamiento al otro;
pesados los párpados de ambos,
por los desvelos del amor,
sus esfuerzos, sin embargo, son vanos.

Además, está allí representado
un anciano pescador y una roca,
una áspera roca donde, con todas sus fuerzas,
aquel lleva una amplia red para lanzarla,
como quien pone el corazón en la tarea.

Se diría que pesca con toda
la potencia de sus músculos,
las venas de su cuello se le hinchan.
A pesar de sus canas, posee el vigor de un muchacho.
No lejos de aquel viejo marino,
curtido por el mar,
hay un viñedo cuajado de racimos rojos como el fuego,
y, sentado sobre un muro tosco,
un niño que se encarga de cuidarlo.

A su lado acechan dos zorras,
una que va y otra que viene a lo largo de los surcos;
una para comerse unas uvas,
mientras la otra empeña su astucia en esperar
junto a lo que antes ha sido cosechado,
jurando no apartarse del muchacho,
hasta dejarlo pelado y sin desayuno.

Pero él está haciendo una hermosa caja,
y trenza robinias y asdófelos,
que entrelaza con carrizos,
y le importa menos su morral  y las viñas
que el placer de trenzar.

A todo lo ancho del cuenco
crecen ramas de blando acanto,
admirable milagro de artesanía.
Por este cuenco he pagado,
a un barquero Caledonio,
una cabra y un enorme queso blanco.

No lo he tocado aún,
sus labios no han tocado los míos.
Para que se cumpla mi deseo
daría alegre este cuenco,
si tú, mi amigo, cantas para mí tu alegre canción.
No tengo otra cosa que darte.
Empieza, pues, amigo,
ya que no puedes, lo aseguro,
llevarte tu canción,
que nos hace olvidarnos de todo,
al otro mundo contigo.
Teócrito, poeta griego, época helenística, siglo III a.C., Idilio I.
(Óleo de Diego Velázquez, Menipo, 1638, Museo del Prado, Madrid; Acuarela del pintor impresionista español Mariano Fortuny, Menipo según Velázquez, 1866, Museo del Prado; Óleo del pintor neoclásico Joseph-Désiré Court, Retrato de una dama en el diván, 1828, Museo Fabre, Francia.)

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