Revista Arte

La esperanza, la inspiración, u otras formas de verlo ahora otra vez todo de nuevo.

Por Artepoesia
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En pleno momento romántico del siglo XIX un escritor argentino, uno de los primeros de su incipiente literatura, Esteban Echevarría (1805-1851), compuso un largo, épico y trágico poema novelesco, La Cautiva, en el año 1837. Los autores de este estilo, desgarrador y decimonónico, buscaban elementos que llevaran a golpear la emoción y a enardecer la semblanza de los gestos heroicos y abocados, irremisiblemente, a la caída. La obra literaria de Echevarría relata la sorpresiva irrupción violenta de unos indios mapuches en una población fronteriza argentina. Entonces, luego de azorarla, toman rápidamente a una de sus mujeres, y, de vuelta a sus lejanos territorios, se la llevan a ella sola, sólo con lo puesto, y sin dejar que nada ni nadie consiga evitarlo. Su esposo y su pequeño hijo quedan atrás. Ahora, ya nada es posible, salvo buscarla. El marido, militar de campañas indias además, decide aventurarse en ello. Pero, termina capturado y llevado a la misma suerte que su mujer. Sin embargo, es ella quien, ante un desastroso final, consigue liberar al fin a ambos; frente incluso a la ya resignada, y nada confiada, sensación de él. Han conseguido huir, han conseguido salvarse; pero, es ahora el desierto desolado y sombrío el que los espera, y de nuevo así, otra vez, a empezar otra vez todo ya. La fuerza determinadora de su voluntad, de su esperanza, no puede soslayar ni el abatimiento, ya mortal, de su marido, ni siquiera el trágico y final tormento de saber ya que su hijo, ahora atrapado por los indígenas fatídicamente, nunca más será visto. Termina el relato épico por sacrificar también, víctima de la desesperanza, a la entonces decidida, abnegada y fuerte mujer. 
Perséfone fue la Proserpina romana, aquella doncella mitológica, diosa además de las semillas y las plantas, que, ahora, descuidada y confiada, es raptada por Hades -o Plutón- en una tarde hermosa, tranquila y prometedora. ¿Qué había sucedido, ahora, para que todo eso cambiara, de repente, ante la brusca e inimaginable aparición de Hades? No podía entenderlo ella, sólo se aferraba a su sorpresa, demorada ahora resignadamente además, de que todo aquello que tenía, que había tenido, se acababa para siempre. Fue llevada al inframundo, el reino de su raptor. Éste la colmó de todas las glorias de su nueva condición. Sin embargo Hades no comprendió, cuando se dejó llevar por su deseo, que la diosa que había tomado, ahora no podría ya cubrir la Tierra con sus fértiles promesas. Esto alteró la vida, y Zeus, empujado también por Deméter, la diosa de la Tierra, obligó a Hades a entregar a Perséfone. No aceptó éste tan fácilmente. Así que Zeus tan sólo pudo conseguir de aquel dios subterráneo que la mitad del año ella fuese  a la vida, a la Tierra, regresando de nuevo al Hades la otra mitad. De este modo, en la tradición mitológica, aparece la explicación de la floración, floración que se lleva a cabo durante seis meses al año, para, en los otros otoñales e invernales seis, las semillas, ocultas y latentes, vuelvan de nuevo, enterradas, a los reinos oscuros del Hades.
Es la esperanza a veces como la inspiración. Esperamos que ésta  nos sobrevenga de nuevo, que pueda darnos otra vez el paso a pensar que todo lo que necesitamos para vivir -para crear- acabe ya por ser comprendido, por ser elaborado en nuestra mente, fructífera ahora. Y todo, además, para servir a un propósito, ineludible casi siempre: crear, o vivir. Los pintores han representado la esperanza de muchas formas, pero George Frederick Watts la compuso, en su obra de 1886, con los ojos cubiertos. ¿Es ciega, entonces? No siempre, otros no lo han entendido así. Pero, este autor sí. Y así es como creo que es. Porque no sabe nada. Porque todo es sorpresivo. Porque, además, no dejamos -inconscientemente- que un único, un solo camino se nos enfrente a nuestra desesperación. Es vago todo lo que se asume en el momento de sentirla, es incierto, es inconcreto. Como la inspiración. 
El paisaje arrebatador del cuadro de Andreas Achenbach nos presenta una puesta de sol luminosísima, resplandeciente en su final, casi molesta su reducido fulgor, pero bellísima. El entorno, sin embargo, es descorazonador; un naufragio al parecer sobrecoge a las minúsculas personas que, trabajosamente, tratan de vencer la dura y despiadada tormenta. Toda la Naturaleza representada ahora nos sobrecoge estrepitosamente, tanto la difícil y embestida de una parte del lienzo, como la brillante y preciosista de la otra. Pero, ambas superan aquí la vida de los hombres. No queda más que la aceptación del resultado de las cosas, aunque el maravilloso decorado nos haga también recordar que todo es conforme a la vida, a su desarrollo y a su belleza.
El siguiente y último cuadro, del pintor norteamericano Edwin Church, nos presenta una brumosa, pero firme, salida de Luna, en un paisaje además desolador y alejado. No hay nada que presente, en este caso, fuerza atronadora que destruya ni abomine. Lo que pudo ser destruído, así lo fue ya. Pero, reluce ahora prometedoramente algo, resplandece ante los menguantes rayos solares que, incluso, se acabarán desvaneciendo por el oculto horizonte contrario, por el otro, el que no se ve. No parece haber nada que nos ofrezca esperanza, todo son ruinas y tenebrosidad. Sin embargo, a diferencia del anterior, este lienzo, que no tiene a simple vista nada que nos lo suponga, tiene más esperanza que el otro; todo ha pasado ya, en el otro estaba pasando. Ahora, nada malo puede esperarse, estamos viviendo lo pasado. Hasta la Luna incipiente del fondo acabará por seguir iluminándolo todo, por justificarlo así todo, hasta comprender serena y claramente esas viejas formas de lo pasado; esas, ahora, nuevas formas ya de verlo otra vez todo de nuevo.
(Óleo del pintor simbolista inglés George Frederick Watts, 1817-1904, La Esperanza, 1886, Tate Gallery, Londres; Lienzo del pintor polaco Jacek Malczewski, La inspiración del pintor, 1897, Museo Nacional de Cracovia; Óleo La vuelta del malón, 1892, del pintor argentino Ángel Della Valle, Museo Nacional de Bellas Artes, Buenos Aires; Cuadro del pintor italiano del barroco tardío Simone Pignoni, 1611-1698, El Rapto de Proserpina, 1650, Francia; Óleo Puesta de Sol después de la tormenta en la costa de Sicilia, 1853, del pintor Andreas Achenbach; Cuadro Salida de la Luna, 1880, del pintor paisajista americano Frederic Edwin Church.)

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