Revista Arte

La esperanza y el pastor

Por Lasnuevemusas @semanario9musas

En el 2014 se entregó el prestigioso premio de novela Tigre Juan en su 36° edicióna a dos escritores sudamericanos, el peruano Jeremías Gamboa por su obra 'Contarlo todo ' y a la argentina Selva Almada por 'Ladrilleros'.

De la primera novela de la entrerriana, El viento que arrasa (Mar dulce, 2012) es de lo que tratará esta columna. Una autora que según Beatriz Sarlo :

Se desplaza en el mapa de la ficción: no es literatura urbana, no es literatura sobre jóvenes ni sobre marginales, tampoco sobre gente que se la pasa tomando merca. Es literatura de provincia, como la de Carson McCullers, por ejemplo. Regional frente a las culturales globales, pero no costumbrista. Justo al revés de mucha literatura urbana, que es costumbrista sin ser regional.

La esperanza y el pastorSe podría decir que en El viento que arrasa hay una predestinación. Un elemento natural oficia de catalizador trayendo lo inevitable. El agua y el viento, incluso el fuego, son los signos que Dios puso en la tierra para que los hombres aprendan a interpretarlos, prevalecen sobre ellos imponiéndoles su fuerza, pero también para enseñarles un lenguaje. Y es en el dominio de esa lengua que truena, que devasta e incendia donde se esconden las señales del porvenir.

Un padre que no puede ofrecerle a su hija más que una convicción inclaudicable, ofrendar la totalidad de sus días a Cristo fuera de los altares y de la rutina de un hogar, avanza hacia la esperanza de una redención que se le escapa. Pearson rueda por una tierra injusta y castigada, habitada por santos y pecadores, buscando la salvación personal en la salvación colectiva, y encuentra a un discípulo allí donde un designio inesperado lo detiene. En ese devenir arrastra a su hija Leni que flaquea en su propia fe, porque la vive como un obstáculo a su paraíso de normalidad, una contradicción caprichosa del Reverendo y una falencia del padre.

La anécdota de la novela parece simple en la superficie, como el silencioso transcurrir de un día de verano, pero su hondura proviene del tono, por ahí pasa la historia. Donde las cosas son nombradas sin escándalo, con la espontaneidad de los diálogos que ocurren al pasar, una atmósfera de profundos conflictos aparece. Aquí no hay estridencias en el lenguaje, no es una lengua floreada, solo los sermones son grandilocuentes.

Los lugares donde discurre el relato son reconocibles para el viajero que peregrina por las vastas rutas nacionales donde la nada y el cielo, la soledad de los ranchos, los ríos y la llanura son paisajes constantes, inverosímiles para el habitante de la gran metrópoli, cotidianos para los hombres y mujeres de la Argentina profunda. En ese territorio infinito de amplitudes rurales donde la abundancia y la precariedad no resultan contrarios, sino que conviven, un hombre cumple una misión: traducir las palabras de Dios a los impenitentes, a los rudos de espíritu, y en esa misión la naturaleza y el fanatismo religioso conforman un círculo perfecto.

El aire que penetra en el color abrazador del campo abierto, en la inmensidad del paisaje, resulta, sin embargo, claustrofóbico para esas almas cautivas de las decisiones de los otros; Leni y Tapioca son los corderos que no pueden huir del Templo, porque este tiene las dimensiones de una geografía inabarcable. Su gratitud y obediencia los encadena al destino imaginado por los demás. Aquí Pearson es el pastor, la decisión es divina, pero él conoce su lenguaje y lo interpreta para llevarla a cabo. Por momentos, la silenciosa tensión entre todos los personajes se asemeja a los preliminares de la tormenta que vendrá.

Así como se desliza la mirada al interior de las criaturas que habitan ese espacio, la voz narrativa va tomando diferentes puntos de vista según los personajes o los climas que reconstruye. En un instante pareciera que el narrador y el reverendo Pearson profesaran la misma fe, a tal punto que las descripciones, los pensamientos y los juicios que emite son transmitidos a través del cristal particular de su fervorosa mirada. Esta voz puede interpretar las señales divinas para el lector y dejarlas suspendidas para su significado posterior. Esta voz conoce el porvenir porque tiene los atributos de la omnisciencia de Dios. Asimismo, cada voz es todas las voces, pero también una, distinta y similar a la vez, comparte un lenguaje, una idiosincrasia y una jerga que la identifica.

Cuando describe a Brauer es Brauer, está en él, se ubica en El Gringo para explicarlo según su propio lenguaje y su visión del mundo. Cuando describe al perro bayo es el perro, es la voz que siente (y refiere) el pulso de la naturaleza y de las cosas, es un olfato enorme que atraviesa kilómetros, es el aroma de los recuerdos y la percepción del pasado, y es también la sabiduría salvaje de la precognición. El perro no aúlla solo por la proximidad de la tormenta, el Bayo como fuerza natural, es capaz de sentir que el viento arrasará con algo más que un árbol incendiado por los rayos, que el viento traerá la lluvia y un cambio en el orden de las cosas, un hecho que alterarála rutina para siempre. Pero esa voz también es Leni que no puede apasionarse con la misión que el padre le impone, pues no está dispuesta a barrer el mal, no busca corregir impiedades, sin embargo, acepta que lo único que él puede entregarle es el testimonio de su fe y lo respeta como reverendo disociándolo del padre. El padre también es su pastor.

Hay algo notable en el devenir del texto, y esto es que a pesar de que el relato fluye con verbos en pasado hay una irrupción del sujeto de la enunciación que se realiza en presente.

Donde se produce la narración en términos clásicos, ocurre un desvío que nos alerta que estamos asistiendo a un hecho que no tuvo lugar, sino que estamos viéndolo acontecer allí mismo junto a los protagonistas. Esa mirada que acerca el texto al lenguaje cinematográfico cumple la función de ponernos frente a un escenario que participa en tiempo real de nuestro espacio, como en una butaca en el cine. Vale decir, elige un modo tradicional de contarnos una historia, valiéndose de procedimientos formales, pero de aratos nos acomoda al presente, nos arraiga al hoy, nos saca de una manera de contar para expresar que la sustancia de la historia es puro presente.

Finalmente, ¿qué es lo que no vieron Pearson, Tapioca, Brauer, Leni y el Bayo? Quizá allí mismo resida la esencia de la predestinación, en cada sermón interpolado, en las analepsis que nos traen el abandono de la madre de Tapioca y Leni, en el pasado revelador del Reverendo, en la rusticidad y dureza de la infancia de Brauer, en un universo sin mujeres,en un territorio donde se puede morir violentamente para quedar en el recuerdo de generaciones de pobladores; digo, es probable que allí, esté la semilla que germina inequívoca. Algo debía ocurrir. El entenado es el elegido, ha sido llamado a las huestes de Cristo. Un hecho que escapa al razonamiento de todos, pero que se afirma en su verdad absoluta y que es arduo de cuestionar incluso para quien ha sido invocado, porque procede de su interior más profundo. "Era una voz que parecía brotarle de todo el cuerpo", un signo que no puede descifrar hasta que el otro lo hace por él y lo afirma para sí y para el mundo.

Esa fatalidad es un lazo que no puede desatarse pues estaba anunciada desde el origen de los tiempos para cumplir con la profecía de esas palabras que asoman antes del relato: "Nosotros somos el viento y el fuego que arrasará el mundo con el amor de Cristo", aunque ese mismo fuego sea una llama que a la vez que ilumina desata incendios.

Desde el sur del Sur escribe Adriana Greco.


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