Vivo junto a una estación de metro fantasma, desterrada hace tiempo del paraíso de lo real, el sueño deficitario de un Gobierno efímero que, al igual que la estación, tampoco llegó a ser nunca y que fue sustituido por otro, o quizá por él mismo, el mismo que lleva años aturdiéndonos y aletargándonos para luego amputarnos sin que nos rebelemos. La estación espera en silencio a algún viajero apresurado que la devuelva el sentido que perdió cuando el barco empezó a escorar y los bocetos del proyecto se deslizaron pendiente abajo por la mesa de caoba de algún despacho oficial.
La estación forma parte de una línea fragmentada de metro que durmió el sueño democratizador y despertó convertida en unos puntos suspensivos en un plano de metro. Los túneles, vacíos y oscuros, que conectan como cadenas a estos fantasmas han empezado a quejarse por las noches. Cada pequeña grieta, un desencuentro; cada gotera, una batalla perdida; cada desconchado, un desdén.
Porque ese es el sentimiento: el de olvido de esta gran estación equipada con la última tecnología en infraestructuras, materiales seguramente ecológicos, sistemas de refrigeración sostenibles y un diseño que buscaba integrarse en el entorno, no molestar. Hoy, su entorno es un descampado de una gran manzana de superficie, tierra y guijarros secos donde languidece, expuesta a la intemperie, la maquinaria sucia y ya con síntomas de oxidación, de la misma manera que languidece sin un lugar adonde ir el proyecto de un estado del bienestar, también democratizador, en una tierra árida y sin destino. En esta tierra han empezado a brotar aquí y allá pequeños matorrales, malas hierbas antisistema. Quizá no esté todo perdido y, a falta de adoquines y de cemento que la sepulten definitivamente, la naturaleza sigue a lo suyo.