Revista Cultura y Ocio
La estación baldía, por Javier Serena
Publicado el 16 diciembre 2012 por David Pérez Vega @DavidPerezVegEditorial Gadir. 182 páginas. 1ª edición de 2012.
Conocí a Javier Serena (Pamplona, 1982) hace poco más de un año, la noche de un viernes en la que yo había quedado con mi amigo el poeta y narrador mallorquín Javier Cánaves en la Casa de América. Cánaves se encontraba en Madrid con la intención de participar en un evento poético llamado 2011 poetas por Km2. Allí estuvimos charlando con los poetas Ben Clark o Andrés Catalán, el narrador Víctor Balcells Matas y el editor de la mayoría de los anteriormente citados, Fabio de la Flor, de la editorial Delirio. Entre este grupo de personas también se encontraba Javier Serena, quien, cuando la conversación se trasladó a alguno de los bares de la calle del Pez, me sorprendió al contarnos que escribía novelas y que en algún momento su nombre había estado entre los de la long list (o short list, no estoy seguro) de una de las convocatorias del premio Herralde.
El mes pasado Javier me escribió un mensaje en Facebook para decirme que había publicado una novela en la editorial Gadir, y me proponía enviarme un ejemplar para que, sin ningún compromiso, si me apetecía, la comentara en Desde la ciudad sin cines. Como sabía que Javier vive en Madrid, me parecía un poco frío que me mandase el libro por correo, así que le propuse quedar en el café Comercial (cada día me parece más bonito este sitio). Quedamos allí un jueves y fue una tarde agradable de hablar de libros.
Con La estación baldía Javier Serena ha quedado finalista del Premio Joven 2011 de Narrativa de la Universidad Complutense de Madrid, y el libro ha sido editado gracias al entusiasmo que hacia él ha mostrado su editor.
Javier Serena nos acerca en su novela a Ángela, joven de 23 años atrapada entre las ruinas de la posguerra española, y no precisamente por pertenecer al bando de los que perdieron, puesto que su familia es una de las más influyentes de Ávila; sino, más bien, por su condición de mujer sensible. No parece casual que la ciudad en la que Serena sitúa la acción principal de la novela sea Ávila. Los largos paseos solitarios de Ángela por la ciudad, encorsetada entre sus muros medievales, parecen actuar como metáfora tangible de la cárcel en la que se ha convertido todo el país. Será sin embargo en Riofrío, donde la familia tiene una residencia veraniega, que usan el padre y el tío para cazar (otra metáfora sobre la situación de violencia soterrada de la época), donde Ángela tomará contacto con Gabriel, un soldado del bando republicano que sobrevive, junto a otro compañero, escondido en el monte. La escena en la que se produce el encuentro, en el sótano de la casa, parece propia de una novela de Gabriel García Márquez: “Entonces se apagó otra vez la fuerza de la luz, adensándose en la noche, y aún en la súbita negrura Ángela se sintió reconfortada, como si la hubiera tranquilizado la presencia intrusa de Gabriel. A él le sucedió lo mismo, no exigió palabras, sabedor de pronto y con total clarividencia de que habían quedado entreverados para siempre, confabulados por su mutua sensación de huérfanos bajo el cataclismo de los truenos” (pág. 23).
El aislamiento frustrante de Ángela, en medio de una familia por la que no parece sentir demasiado apego, con unas expectativas pobres sobre su futuro, me han hecho pensar en algunos de los destinos tristes de las mujeres de la narrativa española del siglo XX: en Colometa de La plaza del Diamante (Mercé Rodoreda), en Andrea de Nada (Carmen Laforet) o en Elvira y Natalia de Entre visillos (Carmen Martín Gaite). Y dentro de la tradición que marcan las obras citadas se podrían englobar las intenciones narrativas de La estación baldía: mostrar el clima de pobreza moral de una sociedad, la de la posguerra española, en la que la mujer es doblemente vencida, por su condición de superviviente de una guerra y más sangrantemente por su condición de mujer, ya que tendrá menos acceso a la formación intelectual o profesional, y cuyas expectativas de vida parecen quedar reducidas a resignarse a la boda que convenga; convencionalismo que Ángela desea saltarse tras conocer a Gabriel o a otros jóvenes sensibles (y republicanos) que aparecen en la novela, cuya personalidad más adelantada a la época será cruelmente contrastada con el carácter brutal o estúpido de los jóvenes familiares de Ángela.
El lenguaje que usa Serena en su novela es denso en metáforas y en vuelos poéticos; aunque su loable ambición estilística le ha llevado en algunos momentos a caer en el exceso; sobre todo al cuajar el texto de epítetos, que en muchos casos se daban en ternas de dos; sólo en la página 21 encontramos: “una de esas tempestades (...) tan rápida y tan imprevisible”; “un viento súbito y caliente”; “las primeras gotas, gordas y espaciadas”; “masa burbujeante, blanca y espumosa”; “cortinas (...) magníficas y fantasmagóricas”; “relámpagos, quebrados y refulgentes”.
Quizás algo que lastraba la intensidad de lo contado en algunos tramos de la novela es que Serena no aislaba escenas claves de la historia narrada, escenas que el lector uniría con las demás en su mente para, a partir de una parte de lo mostrado, deducir un todo; en algunos momentos las escenas marcaban una repetición de días; es decir, no se narra un paseo en concreto sino muchos paseos en los que ocurrían invariablemente cosas similares (como los correspondientes al acoso del primo Bernardo), lo que puede ser un recurso estilístico, enfocado a mostrar el tedio repetitivo de los días, pero también crea una distancia entre el lector y los personajes de la obra. En este sentido no me convenció la resolución de una escena que tiene lugar en la página 117: Gabriel y Ángeles al fin van a consumar su pasión carnal: “Ella, derrotada en esa larga batalla de la espera, libre ya de la necesidad de defenderse, se dejaba abrazar y acariciar sin resistencia, sin que él se viera obligado a derribar de nuevo las barreras ya abolidas del recato y la vergüenza, por lo que su mutua urgencia del deseo no exigía ahora más protocolo que el de arribar lo antes posible a los muros arruinados de molino abandonado”. Y en la frase siguiente la escena particular, aislada, desaparece y otra vez se narra, desde la distancia, la sucesión de días repetidos: “En ocasiones, en su apremio por llegar allí, Gabriel trataba de colaborar descendiendo de la silla y avanzando por su propio pie, sin muestras de dolor y de cojera, pues hacía varios días que el vendaje no cumplía ya otra función que la de estricto carácter decorativo. Así pues, en cuanto se adentraban en las estancias interiores del edificio, se estrechaban con alivio y ansiedad, con calma y compulsión, zarandeados al mismo tiempo por dos sensaciones muy distintas, alegres por el hecho de encontrarse otra vez a solas, al calor de la penumbra, e intranquilos por saber que esa situación no podía prolongarse así durante muchas jornadas más”. Quizás en esta escena me ha parecido que Serena pecaba de recato: que una novela retrate una época no quiere decir que el narrador del siglo XXI deba tomar el punto de vista de esa época.
Sin embargo, en el tramo final de la novela, en las 50 últimas páginas, lo narrado sí que se centra en escenas aisladas y la historia gana en ritmo e intensidad, hasta llegar a un final en coherencia con el tono de lo contado.
Cuando Javier Serena escribió esta novela aún no había cumplido 30 años, y aunque estoy seguro de que con el tiempo acabará puliendo los excesos de su estilo algo barroco, los logros presentados en ella –la ambición estilística y sobre todo la creación de una atmósfera opresiva, que constituye el puntal de La estación baldía– no los considero menores.