La existencia de Dios se ha convertido para muchos en algo ya no dudoso, sino sencillamente irrelevante. Se ha difundido masivamente la idea de que si Dios no existe no cambia nada, ni en nuestra comprensión del mundo ni en nuestras concepciones éticas. Creo que esto es un error fatal. Limitándonos por lo pronto a la ética, el concepto de dignidad humana gira en el vacío si lo desconectamos de la convicción de que hemos sido creados por Dios. La dignidad humana consiste básicamente en dos ideas: que toda vida humana tiene el mismo valor y que, a diferencia de los animales, el hombre es libre, lo que significa que es capaz de sobreponerse al instinto y las pasiones. De ahí proceden los derechos humanos, el Estado de Derecho y la democracia. También, la familia entendida como una institución basada en el amor conyugal y paternofilial.
Muchos son como mínimo escépticos ante la relación entre el teísmo y los valores demoliberales. Nos recuerdan la Inquisición, las persecuciones y guerras religiosas, así como las reticencias de la Iglesia católica ante el liberalismo político durante el siglo XIX y parte del XX. El caso del islam no hace falta ni mencionarlo, porque su concepción fideísta e irracionalista de Alá no ha permitido fundar una concepción de la dignidad humana paralela a la occidental. Aquí por Dios entiendo el Dios judeocristiano, aprehensible con categorías racionales.
Incluso aunque el humanismo secular conceda que judíos y cristianos ya no son hoy, en su mayoría, fanáticos intolerantes, tiende a dar por sentado que la dignidad humana no necesita fundarse en la trascendencia, como si fuera un valor obvio por sí mismo, aunque accidentalmente hubiera sido alumbrado o desarrollado por Moisés y por Jesús. Sin embargo, si como sostienen los materialistas no somos más que un accidente cósmico, un producto del azar evolutivo, ¿qué importancia puede tener lo que hagamos? Por supuesto, la mayoría de personas experimentan sentimientos de empatía, y deploran sinceramente dañar a sus semejantes, incluso en circunstancias en las que pueden obtener de ello un beneficio inmediato. Pero sabemos que esa empatía es un sentimiento muy frágil, a menudo bloqueado o desbordado por otros sentimientos. Un Estado totalitario puede incluso cultivar las emociones contrarias a la empatía para conseguir sus objetivos, aunque sea al precio de pisotear por completo la dignidad humana. Si la creencia en Dios no parece garantía de la bondad de nuestros actos, el sentimiento de empatía tampoco es un asidero absolutamente firme del bien y la justicia.
La pregunta, entonces, es si podemos permitirnos el lujo de desdeñar el fundamento teísta de la dignidad humana; esto es, si con la sociabilidad natural y las “campañas de sensibilización” que tanto gustan a políticos, activistas y burócratas, vamos sobrados. Lo cierto es que las matanzas perpetradas en el siglo XX por dos ideologías seculares como el comunismo y el nacionalsocialismo han superado ampliamente, en un período de tiempo mucho más corto, la crueldad y el salvajismo de todas las hogueras de la Inquisición y de las guerras por motivos religiosos.
Este dato empírico, por sí solo, ya debería hacernos reflexionar. Sin embargo, lo decisivo es que la ética hedonista y prudencial del progresismo, o incluso el imperativo categórico kantiano, son completamente incapaces de reconocer la existencia de la máxima expresión del mal: la soberbia. Cuando el hombre no reconoce a nadie superior por encima de él, cuando cree que puede ser en cierto modo un dios, cualquier otro sentimiento o idea moral queda al albur de lo que tarde en extraer todas las conclusiones de su endiosamiento. Creer en Dios no nos hace, por supuesto, automáticamente mejores: es sólo el principio de un arduo camino. Pero cuando prescindimos de Dios, emprendemos una oscura senda en la que toda degradación es posible. Sólo las cándidas almas del progresismo, imbuidas del mito del buen salvaje (inversión laica del pecado original), pueden sorprenderse de la maldad que existe en el mundo, y atribuirla a un insuficiente progreso de la educación o de la organización social, como si la vertiginosa tendencia al mal que anida en todo ser humano se pudiera prevenir pintando palomas de la paz en el jardín de infancia. Mientras exista el mundo, existirá el mal; pero al menos podemos intentar que no triunfe por completo; y negar su esencia, reduciéndolo a un desajuste social, es una receta segura para perder la batalla antes de librarla.
Ahora bien, incluso alguien que estuviera de acuerdo con lo anterior podría decir: de acuerdo, creer en Dios es muy útil y hasta imprescindible, pero por desgracia, esto no demuestra que exista. Y en efecto, la existencia de Dios no puede ser demostrada de modo categórico. Sin embargo, sostengo que no sólo es la única base firme de la ética, sino del propio pensamiento racional. Esto es lo que trataré de argumentar en lo que queda de este texto, y para ello empezaré definiendo lo que entendemos por razón.
La razón puede entenderse de dos maneras: como una facultad del hombre o como una propiedad de la realidad. Aquí la usaremos en este doble sentido, aunque según el contexto prevalecerá uno u otro. Decimos que una persona es razonable cuando atiende a argumentos lógicos y evidencias empíricas. Asimismo, decimos que algo es racional cuando es inteligible, cuando presenta una ordenación teóricamente expresable, que permite cierta predictibilidad.
Prácticamente, todos los seres humanos creemos que el universo es racional, es decir, que está sujeto a determinadas leyes físicas invariables, y por tanto de efectos en principio predecibles. ¿Por qué creemos tal cosa? Pues evidentemente, porque hay una serie de fenómenos (astronómicos, físicos, biológicos, etc.) que presentan un alto grado de regularidad. Sin embargo, la regularidad observada hasta ahora explica el origen de nuestra fe en la racionalidad, pero no la demuestra formalmente, pues el pasado no sirve como prueba de que algo se mantendrá en el futuro, como señaló David Hume. No existe ninguna contradicción lógica en la idea de que un día cualquiera, una manzana desprendida de un árbol se detenga en el aire antes de caer al suelo, y se quede ahí suspendida durante diez minutos. Esto es pura fantasía, se dirá, pero lo cierto es que nadie puede probar que la ley de la gravedad seguirá funcionando en todo instante y circunstancia, sólo porque nunca se haya observado lo contrario hasta ahora. No es procedente aquí el argumento de que, si las leyes físicas fallaran, no estaríamos aquí, pues una interrupción temporal de la gravedad terrestre acabaría casi instantáneamente con la vida sobre la Tierra, por la pérdida de la atmósfera. No estamos imaginando que las leyes físicas fallen a menudo, de manera catastrófica, sino que puedan hacerlo de manera muy limitada, y aunque sea una sola vez en toda la historia del universo. ¿Por qué tal cosa es absolutamente imposible que ocurra? No hay respuesta a esta pregunta porque en realidad no es absolutamente imposible.
La mayoría de la gente, posiblemente, no llega a ser consciente de esta dificultad filosófica en toda su vida. Considera ingenuamente, como señaló Wittgenstein, que las leyes de la naturaleza son la explicación de los fenómenos de la naturaleza, es decir, que cuando podemos formular una ley ya lo hemos resuelto todo. Pero el problema es precisamente ¿por qué hay leyes naturales, y por qué precisamente estas leyes y no otras? Ante esto, creo que sólo existen cinco respuestas o posiciones posibles. Son las siguientes:
1)Las leyes conocidas de la naturaleza son las únicas posibles que permiten la existencia de un universo consistente con vida inteligente, o simplemente consistente en algún sentido. Aunque podamos imaginar leyes distintas, si desarrolláramos todas sus consecuencias, descubriríamos que el universo resultante no permitiría que apareciera nadie que pudiera preguntarse por qué estas leyes y no otras, o incluso no resultaría nada que pudiera sostenerse en la realidad.
2)No existen propiamente leyes de la naturaleza. Esta es una metáfora de origen ético-jurídico que empleamos por comodidad, para referirnos a las regularidades observables. Las leyes son una mera construcción de nuestra mente, que por tanto carecen de realidad objetiva.
3)Las leyes de la naturaleza existen porque todo lo lógicamente posible existe. Todos los universos concebibles, habitados o no, existen de algún modo como partes de un multiverso infinito.
4)Cualquier cosa puede suceder, incluida la suspensión de las leyes físicas. El mundo es completamente absurdo, y su aparente regularidad no debería hacernos creer que en cualquier instante, cualquier disparate no pueda irrumpir en la realidad. El orden es sólo un absurdo más, una especie de broma cósmica.
5)Las leyes de la naturaleza han sido dispuestas por una inteligencia trascendente a la que llamamos Dios, que las ha seleccionado libremente entre todas las posibles.
A continuación argumentaré que, de las cinco posiciones, la primera es ilógica y por tanto falsa (como de hecho se desprende por lo ya dicho). En cuanto a la 2, 3 y 4, en realidad se reducen a la misma, e implican la renuncia a comprender racionalmente el universo, o incluso la negación de que sea en sí mismo racional. Por tanto, la única alternativa racional es la 5.
La posición 1 es falsa, porque sencillamente no es cierto que cualquier variación o interrupción imaginable de las leyes de la naturaleza es incompatible con la vida inteligente o simplemente con alguna suerte de consistencia interna. El ejemplo de la manzana que se queda flotando en el aire es suficiente para comprender esto. No existe ninguna imposibilidad lógica de que semejante milagro ocurra, pues sólo lo contradictorio es imposible. No puede haber una manzana perfectamente redonda y cuadrada a la vez, pero sí una manzana que desafíe arbitrariamente a la gravedad. Si algo es lógicamente posible es que es lógicamente posible, valga la tautología. El lector que aún no haya comprendido este punto, puede desistir de seguir leyendo, porque no entenderá nada de lo que sigue.
Una variante de esta posición sería de tipo probabilista. Se concede que la manzana puede flotar en el aire, pero se postula que ello es sumamente improbable, por lo que a efectos prácticos puede descartarse su ocurrencia durante la existencia de la humanidad. Sin embargo, la mayor o menor probabilidad de los fenómenos físicos sería en sí misma una ley física más, que por tanto también podría ser, en puridad lógica, violada.
La posición 2 es propia de ciertas formulaciones del neopositivismo. Supone rechazar cualquier especulación metafísica sobre lo que existe en realidad, más allá de los fenómenos. El positivista acaso conceda que la manzana pueda no caer al suelo algún día, pero viene a decir algo así como: el día que eso ocurra, me ocuparé de ello. El positivismo es sugestivo porque en realidad coincide con la actitud ateórica en la que todos permanecemos la mayor parte del día. El universo es como es, no sabemos por qué, y lo único que importa es que es así. Pero por ello mismo, es evidente que una actitud semejante es en realidad antiintelectual, y por tanto irracional. Si los grandes científicos, como Newton o Einstein, hubieran sido estrictos positivistas, difícilmente hubieran llegado a desarrollar sus teorías. Ellos creían que estaban desentrañando la naturaleza de la realidad, y no buscando una manera ingeniosa, pero meramente instrumental, de ordenar las observaciones mediante ecuaciones matemáticas. Un positivista totalmente consecuente ni siquiera podría afirmar que el sol saldrá mañana, porque eso supone admitir implícitamente que existen leyes naturales que gobiernan el mundo sensible, y que no son en sí mismas observables. Nadie puede observar la ley de la gravedad, sino que es algo que inferimos de los fenómenos. La ley de la gravedad no es un hecho. Hechos son que sale y se pone el sol, que los objetos caen y los ríos desembocan en el mar. Ir más allá formulando una ley de la gravitación universal ya es salirnos del positivismo, porque la ley de la gravedad no se limita a resumir el comportamiento de los fenómenos pasados, sino que nos predice lo que sucederá. La pretensión de que sólo debemos admitir la existencia de hechos nos condenaría a un empirismo presentista absoluto, en el que sólo sería válido describir mis sensaciones presentes. Lo que en resumen equivale a negar la razón.
La tercera posición es una forma radical que solucionar el problema de por qué existen estas leyes de la naturaleza y no otras. Y de paso, el problema de por qué existe siquiera algo, en lugar de nada. Todas las posibilidades lógicas son reales, y de esta ley fundamental de lo real se desprende que nuestro universo es sólo uno de los infinitos posibles que existe, y que por lo tanto no tiene nada de sorprendente. Existen dos posibles vías de crítica a esta visión, sin duda grandiosa, de un multiverso infinito. La primera es la que he ensayado en anteriores escritos, y consiste en notar el hecho de que la ley de que todo lo posible es real, es a fin de cuentas una ley, y por tanto también podemos preguntarnos por qué esa ley y no otra. ¿Por qué debería haber un multiverso exhaustivo y no cualquier otra de las 2^n combinaciones de universos posibles, incluyendo la nada absoluta? (Donde n representa el total de universos lógicamente posibles, seguramente infinito.) A esta crítica se podría responder negando la posibilidad de la nada, tanto relativa como absoluta, tal como hizo Parménides. Los no-universos no podrían ser, porque el no-ser no es. El ser es plenitud, es “macizo”: no hay la menor fisura de no-ser en él. Un universo posible no podría dejar de existir. Personalmente, no creo que este argumento sea estrictamente lógico, y por tanto creo que no es metafísicamente irrebatible. Sin embargo, en mis conversaciones con el profesor Soler me he dado cuenta de que es una cuestión enredosa, y por tanto ahora deseo prescindir de esta línea argumental. La que me parece más fructífera, e indiscutible, es la que expone el propio Soler en sus libros. Este pensador nos dice: bien, admitamos que el multiverso, en su versión más radical, tal como la expone el cosmólogo Max Tegmark, por ejemplo, existe realmente. Esto significaría, ni más ni menos, que algún día podemos encontrarnos con la manzana flotante. Porque, efectivamente, si todos los universos posibles existen, hay también un universo en el que se produce ese pequeño milagro (o infinitos otros concebibles). Y ¿por qué ese universo no podría ser el nuestro? Es decir, en el multiverso de Tegmark, no podemos tener jamás la plena seguridad de que el orden cósmico que conocemos no pueda sufrir variaciones leves o catastróficas en cualquier instante. Porque todo es posible.
Ahora bien, esto supone ni más ni menos que la bancarrota absoluta de la razón. Pues el multiverso extremo es por completo impredecible: piénsese que hay infinitas variaciones posibles de un universo como el nuestro. En una de ellas, nuestra manzana queda un día suspendida en el aire; en otra, mi reloj de pulsera desaparece de mi muñeca de improviso, sin explicación alguna, violando la ley de conservación de la materia.Y así hasta agotar todas la posibilidades del delirio.
Quizás se podría argumentar que el multiverso de Tegmark no incluye este tipo de universos idiotas. Pero en ese caso, no sería más que una recaída en la posición 1, es decir, negaría contradictoriamente la posibilidad de que se dieran en la realidad cosas lógicamente posibles.
La posición 4 admite sin problemas que todo lo posible puede suceder, aunque no necesita postular que deba suceder. El resultado para la inteligibilidad del universo es indistinguible de la posición 3. En cualquier instante, cualquier disparate que se nos ocurra, mientras no incurra en una pura contradicción lógica (como un triángulo de cuatro lados) puede suceder. El mundo sencillamente es absurdo, y la regularidad de la naturaleza, algo puramente accidental e ilusorio, que puede perfectamente quebrarse en todo momento. Una exposición literaria de esta concepción puede hallarse en la novela La náusea, de Jean-Paul Sartre. Innecesario es señalar el irracionalismo absoluto al que nos conduce esto.
Nos queda entonces la posición número 5. Esta también admite que las leyes del universo podrían ser distintas, e incluso que no hay ninguna contradicción lógica en suponer su vulneración. Pero existe una razón por la cual tenemos las leyes conocidas y no otras, y por la cual se cumplen a rajatabla. Esta razón no puede ser, como hemos visto, de consistencia interna, porque se trata de una hipótesis ilógica. Esa razón podría ser que todo lo posible existe, pero entonces el universo sería ininteligible para el hombre, porque nada nos garantizaría que nuestro universo fuera una de las variantes escrupulosamente fieles con determinadas leyes naturales hasta el fin de los días, o por toda la eternidad. En conclusión, lo único que nos queda es que esta razón sea trascendente, es decir, distinta del propio universo. Habría una razón o inteligencia infinita, que llamamos Dios, que sería absolutamente libre de crear un universo entre los infinitos posibles. Con ello, estaría asegurada la racionalidad del universo, tanto en sentido ontológico como epistemológico, pues Dios sería el garante del cumplimiento de las leyes de la naturaleza.
Se entiende, a partir de este argumento, por qué no tiene sentido entender a Dios de otra forma que un ser personal, es decir, libre. Porque si el universo fuera una consecuencia o desenvolvimiento necesario de una sustancia divina, de nuevo seríamos incapaces de responder por qué el universo es como es. Dios y el universo serían en última instancia la misma cosa, no habría trascendencia ni por tanto un principio externo que seleccionara qué universo debe existir, entre todos los concebibles.
La crítica según la cual el concepto del Dios personal es antropomórfico tiene parte de razón. Porque efectivamente, sólo si el universo se origina en un principio análogo a la mente humana, puede ser racional. Pero esto no es ninguna objeción a la idea de Dios. Sólo lo es si nos empeñamos por todos los medios en que el universo no pueda ser inteligible.
Vista en perspectiva, esta argumentación no es distinta de la quinta vía de Santo Tomás, basada en la existencia del orden natural, que según el aquinate evidencia un ordenador inteligente. La crítica ingenua a esta demostración, por ejemplo en D’Holbach, consistía en afirmar que las leyes de la naturaleza explicaban por sí mismas el orden, lo cual es tan trivialmente vacuo como decir que el orden explica el orden. Los ateos de moda en nuestros días, Dawkins, Dennett, no van más allá. Ellos hacen intervenir también el factor azar, inspirándose en la teoría de la evolución; pero el azar sólo tiene sentido en el marco de unas reglas fijas preestablecidas (de un orden, al fin y al cabo), por lo cual no añade realmente nada nuevo al debate. Explicar cómo se ha desenvuelto el mundo, desde la Gran Explosión hasta el paleolítico, siendo una tarea admirablemente grandiosa, no nos acerca un solo paso a comprender por qué existe y sólo relativamente nos aclara por qué es como es. Y desde luego, negar validez a estas preguntas no nos hace más racionales, sino menos.