Hace unos días vio un faisán por primera vez. Era precioso. Con un plumaje colorido, todo él majestuoso. Jamás había visto uno. Sólo el que había imaginado en su mete, cual Carpanta, asado y untoso, humeante, sobre un lecho de patatas.
La propietaria del ave le explicó que el faisán estaba enamorado de la guapa del corral. Pronto vieron el cortejo. La seguía, la acorralaba, le silbaba e hinchaba la parte derecha del plumaje del cuello en una exhibición sexual de poderío y belleza en toda regla. En cambio, la hembra andaba de acá para allá, a lo suyo, picoteando ahora un poco de pan, ahora una semilla y parecía ni siquiera verlo. El faisán no existía a sus ojos.
La actividad del hermoso animal, iba en aumento, los movimientos, silbidos y exhibición del plumaje parecían un árbol de Navidad con todo un rosario de luces led. El pobre faisán no podía entender que, con su porte y su clase, aquella gallina no cayera rendida a sus pies. Aquel animal llevaba tanto tiempo en cautividad que no había olvidado que era un faisán y que su cortejo era irrelevante para una gallina.
Ambos compartían espacio, en un núcleo zoológico de animales heridos o abandonados, con el Señor Paco, un pato de una sola ala, Caponata, la de las dos patas fraccionadas, un enorme pavo real que no había olvidado sus orígenes, un gallo y una reverenda anciana gallina, desplumada y con la cresta caída, entre otra fauna. Justo al lado, estaban los caballos.
Le comentan que Rayo, es un poney navarro recio y viejo, que se cree el líder de la manada. “Es muy pequeño -le explican- pero él se cree grande”.
Y esta fábula del faisán y del Rayo le hizo pensar acerca de la concepción que tenemos de nosotros mismos y nuestra medida del mundo. Y cómo personas que no conocen sus límites son profundamente infelices por perseguir imposibles.