Revista Arte

La falsedad como una ficción contra los demás, a veces ridícula y siempre interesada.

Por Artepoesia
La falsedad como una ficción contra los demás, a veces ridícula y siempre interesada.
La falsedad como una ficción contra los demás, a veces ridícula y siempre interesada.La falsedad como una ficción contra los demás, a veces ridícula y siempre interesada.
La falsedad como una ficción contra los demás, a veces ridícula y siempre interesada.La falsedad como una ficción contra los demás, a veces ridícula y siempre interesada.
La falsedad como una ficción contra los demás, a veces ridícula y siempre interesada.La falsedad como una ficción contra los demás, a veces ridícula y siempre interesada.La falsedad como una ficción contra los demás, a veces ridícula y siempre interesada.
Desde el principio de los tiempos se había escrito ya para sorprender, para entretener, para atraer. Las narraciones inventadas resolvían algo que, casi siempre, faltaba en el relato verídico. No podía, entonces, la historia verdadera satisfacer dos cosas, una el interés permanente del que lo escuchaba, y otra, sobre todo, la recompensa, el orgullo y la vanidad del que lo contaba. Así, poco a poco, fue surgiendo la ficción literaria que, desde la baja edad media (siglo XV), acabó convirtiéndose en el género que más a sobrevivido -y sobrevivirá- en la literatura: la novela. Pero, la actitud que lo provocara, la característica humana en que se basó el autor primigenio para llevar a cabo tal Arte, no fue otra que la maliciosa, devastadora y cruel mentira.
Las sociedades primitivas pronto trataron de controlar a la mentira dentro de un cierto orden. Las religiones consiguieron denostarla, además, dentro de sus decálogos éticos como una de las más espantosas de las acciones humanas. Un cristiano inteligente del siglo IV, Agustín de Hipona, estableció ya que habían varios tipos de mentiras, según él ocho: Las mentiras religiosas; Las mentiras que hacen daño a todos, que no ayudan a nadie; Las mentiras que hacen daño, pero ayudan a alguien; Las mentiras por placer de mentir; Las mentiras para complacer a los demás; Las mentiras que no hacen daño, pero benefician a alguien; Las mentiras no dañinas, pero que pueden salvar vidas; Las mentiras que no hacen daño, pero protegen la pureza de alguien. Una cuestión es, al parecer, ¿cómo sabremos cuándo una mentira, una falsedad, es o no  beneficiosa realmente?
¿Es una falsedad una mentira si el receptor de la misma sabe que no es más que un artificio, a veces artístico, para impresionar engañando? Los artistas, a partir del renacimiento y en el barroco, utilizaron la perspectiva como un alarde magistralmente engañoso. ¿Cómo era posible que, en una superficie plana, pudieran apreciarse distancias, volúmenes, espacios, huecos, profundidades y dimensiones tan contrastadas como en la propia realidad tridimensional de la vida? Algunos autores lo realizaron genialmente; como el holandés Frans Francken (1581-1642), que pintara allá por 1619 La Galería de pintura. En esta extraordinaria obra consigue el pintor asombrarnos con su habilidad del manejo del espacio. Sabemos que pueden existir esas galerías, que existen de hecho lugares así, pero el que vemos, el que ahora estamos observando, es pura ficción, no existe más que en la imaginación del pintor.
En estos casos a nadie se engaña, ya sabemos que el autor ha querido ofrecernos algo placentero a nuestros ojos. Todo lo contrario, lo admiramos y lo elogiamos; ambos, emisor y receptor obtenemos beneficio. Sin embargo, ¿es toda fantasía elaborada por alguien una muestra de beneficio legítimo y compartido con todos? Cuando el antiguo filósofo griego Diógenes de Sínope (412 a.C.-323 a.C.) buscaba por las calles atenienses hombres honestos, sostenía en una de sus manos una linterna de luz en pleno día incluso, para así demostrar lo imposible que era encontrarlo. Había en él una muestra transparente de rigor hacia una sociedad que amparaba las costumbres, actitudes y acciones que servían a algunos individuos a beneficiarse -como todos- de la impostura, de la falsedad, propia de algunos manejos sociales establecidos.
Sólo podemos sobrevivir al engaño ignorando a éste; otro modo es imposible. Los seres usan su capacidad para envolver en una túnica dorada sus argumentos, sostenidos desde la improbabilidad de demostrar su impostura, su falsedad. A veces, incluso, a sabiendas de que los intereses "legítimos" y confesables de una parte ocultarían la falacia completa y denostadora de la verdad general, la única que existe verdaderamente. Es hasta ridículo comprobar cómo se defienden argumentos que, aunque inofensivos en principio, tratan de fortalecer intereses espurios, taimados y no siempre claramente deshonestos. Los intereses puede que no lo sean -que no sean deshonestos-, pero acaban siendo éticamente reprobables porque lo deshonesto es mentir, sólo mentir, frente a los posibles intereses contrarios. Pero, lo que es especialmente bochornoso es comprobar como ambas partes, a veces, acaban proyectándose sus mentiras mutuamente, en una orgía de falsedad, donde cada parte sabe que la otra miente.
La forma en que nos comportamos con un fin que busca, como los actores de una comedia, obtener el aplauso del público -de los otros- para satisfacer el propio beneficio, es deshonesto cuando los que aplauden son incapaces de pensar por sí solos. Es el clientelismo de los soberbios, de los que utilizan los deseos insatisfechos e ignorantes de los otros para obtener un considerable beneficio. Posiblemente es legítimo, de hecho lo es a veces, pero no hace más que utilizar así una forma de mentira para beneficiar sólo una parte. Aunque es reconocible que, generalmente, la otra parte lo desee también, como si ello -la mentira- fuera un maravilloso e inapreciable arte, del todo, al parecer, inevitable.
Cuando Ulises -el héroe griego de la Odisea- llegó a las peligrosas aguas de las Sirenas, les pidió a sus hombres que remaban que se taponasen los oídos de inmediato. Sólo así, sabía él, podrían sortear la difícil prueba que las candorosas, bellas, sugerentes y dulces voces de los cantos de aquéllas -las sirenas- les impondrían a todos para enajenarlos.  Pero, alguien, a la vez, debía dirigir la nave, tenía que haber un piloto que, consciente a los sonidos para navegar, pudiese sin embargo manejar el barco hasta salir de la influencia de las fantásticas sirenas. De este modo ideó Ulises que tendría él mismo que atarse al mástil de la embarcación, ya que los cantos subyugadores de estos ambiguos seres marinos le obligarían, al oirlos, a saltar, inevitablemente, por la borda del barco directo al mar. 
(Óleo del pintor flamento Frans Francken, La Galería de Pinturas, 1619; Cuadro del pintor José de Ribera, Diógenes con su lámpara, 1637; Óleo del pintor del barroco sevillano Murillo, Mujeres en la ventana, 1665, donde se aprecia la auténtica y sincera actitud nada falsa en los rostros y los gestos de los personajes; Cuadro del pintor español actual José Hernández, 1944, La Impostura, 1991; Fotografía de 2011 de la artista norteamericana Lady Gaga, ejemplo de comportamiento y actuación artificiosa para exclusivo beneficio; Cuadro del pintor inglés Herbert James Draper, 1863-1920, Ulises y las Sirenas, 1909; Cuadro del pintor americano Edward Hoper, Cine en Nueva York, 1939, obra que representa uno de los lugares donde la fantasía, la ficción y la mentira han tenido -magistralmente- su altar;  Óleo del pintor Goya, La Verdad, el Tiempo y la Historia, 1800.)

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