Cuando Paco murió, apareció su familia.
Paco nunca quiso que la buscásemos antes.
Al oírnos hablar de él, la familia quedó confundida: el Paco del que nosotros hablábamos, no era su Paco, no era aquel que habían sufrido durante muchos años… hasta que se marchó o lo echaron, ¡qué más da!
Nosotros tampoco nada sabíamos de ese otro Paco que ahora la familia nos presentaba.
La historia de Paco para nosotros comienza en el instante mismo de conocerlo.
Nada nos ligaba a él: ni historia, ni desencuentros, ni siquiera sentimientos…
Nada teníamos para prejuzgar. Paco para nosotros estaba “limpio” y es a partir de ahí que comienza nuestra relación. Una relación próxima que juega con la ventaja de que nunca ha sido lo suficientemente íntima como para tener nada que recriminar: nosotros no habíamos sufrido lo que sus más próximos nos decían que habían tenido que aguantar.
Esta condición nos permite acercarnos a Paco sin recelos y le permite a él acercarse a nosotros sin tener que esconder etiquetas que ya le habían colgado para toda la vida aquellos que más le conocían.
Así es como comienzan nuestras relaciones con las personas que viven en la calle.
Unas relaciones cargadas de afecto, pero sin sentirnos atados por sentimientos que culpabilicen, ni que nos carguen a nosotros de angustias por hechos que no hemos vivido.
Una relación suficientemente cercana como para que note nuestra estima, pero que, al mismo tiempo, no colapse nuestra perspectiva, ni nuestra capacidad de discernir.
Una relación que reconoce a Paco como persona allegada, pero que su situación no nos coarte ni nos atenace.
Una relación que no cargue sobre nuestras espaldas, aun deplorándola, la angustia de sus desgracias.
Una relación que sepa amortiguar, aun percibiéndolo, el sufrimiento del otro.
Una relación que, aun reconociendo que Paco no forma parte de tus allegados, para él Arrels y tú nos hemos convertido en lo más cercano y parecido a su única familia. Somos un hilo rehecho, pero sólo uno, de su maltrecha telaraña.