

Estas dos obras de Arte manierista marcarán el inicio y el final de un estilo desubicado, indeciso y confundido entre sus dos adyacentes tendencias tan poderosas. Cuando el pintor Boccaccino compuso su obra Venus y Cupido la pintura de Leonardo da Vinci imponía todavía sus modelos de esplendor renacentista. En 1537 Boccaccino se decide y realiza algo nunca visto antes. Parece una Madonna de las que Rafael pintase en sus obras renacentistas, pero debemos fijarnos ahora para comprobar que es la Mitología y no el Cristianismo lo que hay detrás de esas figuras sugerentes. Hay realismo renancentista todavía, pero, hay otra cosa más, algo nuevo que apenas se dejaría traslucir entre sus formas tan humanas y perfectas. Es la pose, es el gesto, es la sofisticación de un gesto nuevo que cambiaría en adelante el sentido de plasmar una figura en un cuadro. Las miradas están ahora desincronizadas, porque cuando el pequeño Cupido mira a su madre ésta mira a otra cosa. Aquí todavía hay Renacimiento en la mirada de Venus, aunque una mirada ahora diferente, confusa, ni desapasionada ni ferviente. Sin embargo, nunca se había compuesto una escena mitológica tan diferente. Porque en la Mitología no hay compasión ni conmiseración ni candidez ni ternura manifiesta. Aquí sí, aquí vemos una Venus transformada por la maternidad en una diosa diferente. Esa diferenciación resultaría ser finalmente el Manierismo. Fue la ruptura, fue la forma distinta de expresar una misma cosa con un sesgo o un movimiento paralizado diferente. En el año 1610, cuando Caravaggio ya había dejado claro qué debía ser pintar una obra de Arte, el pintor Procaccini no se resistiría a componer una Madonna como él creía que debía pintarse siempre. Aquí ahora, como casi un siglo antes Boccaccino lo hiciera, las miradas vuelven a complementarse. Pero a principios del siglo barroco no son ahora las mismas, porque ahora es ella, la madonna, quien mira decidida a su pequeño y éste nos mira, sin embargo, muy convencido a nosotros. La postura, el gesto y la pose eran manieristas, pero ahora la fuerza del Barroco había llevado al pequeño Jesús a cambiar su mirada claramente.
Porque el Manierismo nunca interactuaba con el observador de sus obras, el desdén y la arrogancia manieristas fueron un claro efecto diferenciador con sus adyancentes tendencias. ¿Qué había sucedido entonces? Pues que el Barroco lo cambiaría todo, el gesto, las miradas y las formas anteriores. Sin embargo, aquí Procaccini sólo cedería en la mirada, manteniendo aún por el contrario todo lo anterior. Pero, ya no era más que un eslabón entre dos tendencias contrapuestas, como lo hiciera Boccaccino con su obra mitológica frente al estilo más realista del Renacimiento anterior. Es la forma de resistirse a cambiar o, simplemente, el no saber hacerlo de otra manera. Para los creadores de Belleza manierista la inspiración es sesgada siempre. No hay composición ni trazo ni semblante que se pueda intercambiar por algo que ellos no alcanzarán a entender como Belleza. Salvo la mirada. Esta no tiene expresión de belleza propiamente, no hay gesto en la figura ni pose diferente cuando la mirada dirige sus destinos hacia otro objetivo. Esto es lo único que podrían utilizar para acercarse algo a lo que seguiría siendo para ellos el Arte más consagrado o más vigente. En el Renacimiento no hay mirada directa al observador de una obra en sus figuras sagradas o no, y por eso el Manierismo compartiría ese semblante visual. En el Barroco se empezaría a interactuar con el observador de la obra, por eso al final del Manierismo esa tendencia acercaría una manera de pintar a la otra. El Barroco es comunicación, es compromiso con el mundo y con el observador, es transacción de pareceres, es insinuación y vuelta al realismo más definitivo. Pero Procaccini, un pintor nacido en Bolonia y admirador de la Belleza más genuinamente manierista, no pudo ceder a la composición que él creía como la más consagrada a transmitir la representación del Arte más auténtico.
Sólo cedió Procaccini en la mirada. Para el Arte más evolucionado, tanto aquel renacentista más rompedor como para el manierista, la mirada de sus figuras debía ser ausente o neutra, porque no son sino seres independientes que sólo expresan vaguedad ante las formas de otras figuras representadas o ante el mundo. El Manierismo es egoísmo estético para glosar con él la belleza de cada figura independiente. Cuando el Barroco llega cambia las formas, las vuelve más realistas y consigue transmitir cercanía y compasión a quienes la observen. Las hace transportables al mundo, y su comunicación hacia éste se hace más evidente o con la mirada o con el gesto o con un mensaje claramente humanista en sus narraciones estéticas. El sentido acabaría siendo sustituido desde una Belleza intransigente hacia una Belleza más flexible. No existe más pasión que durante el Barroco y no existe más emoción que durante el Renacimiento. ¿Qué existió, entonces, durante el Manierismo? Lejanía, confusión, sorpresa, autonomía y Belleza. Para la segunda mitad del siglo XVI el mundo no quiso ver otra cosa que Belleza. La crueldad de las guerras de religión fue una de las peores tragedias espirituales de la historia durante el siglo XVI. ¿Cómo se podía asesinar de ese modo tan terrible en nombre del mismo Dios y de la misma fraternal semblanza de espíritu? No, no fue más que un bloqueo mental insuperable que el Arte no pudo sino sublimar con esa tendencia tan sofisticada. El Manierismo vino a alejar la mirada de sus figuras para llegar a transmitir así la enorme distancia entre realidad y Belleza. Sólo cuando el siglo XVII alumbrase una paz y una salvación ante los campos de sangre de Europa, el Arte volvería a retomar la pose, el gesto y las maneras realistas para llegar a transformar una sensación estética alejada en una nueva forma de mirar y transmitir compasión humana y trascendencia. Sin embargo, no duraría mucho esa tregua, apenas veinte años después de iniciar el siglo Europa volvería a luchar con las mismas miras y la misma historia, aunque, ahora, ya no volvería a cambiar la tendencia, ésta se haría aún más cercana y la Belleza para entonces alcanzaría ya su flexible grandeza.
(Óleo Virgen con el Niño, 1610, Giulio Cesare Procaccini, Instituto de Arte de Chicago; Cuadro Venus y Cupido, 1537, Camillo Boccaccino, Pinacoteca de Brera, Milán.)