Cuando el mundo del audiovisual se rinde al lamento de que el cine no es un buen negocio, cuando un puñado de distribuidoras que se pueden contar con los dedos de una mano decide qué podemos ver en las salas comerciales de nuestro país, cuando películas interesantes (incluso multipremiadas) se editan más allá de los Pirineos en DVD, incluso se pasan por canales televisivos privados antes de que vean la luz en nuestros cines, abocando al espectador español a descargarla de internet con los subtítulos de algún cinéfilo altruista que ha decidido traducirlos del inglés para disfrute de todos, la mayor parte de las veces sin beneficio ninguno para él, pues en momentos así, de vez en cuando surge una estrela de luz entre tanta oscuridad mercantilista que ya obtiene más beneficios de la venta de refrescos de cola emplastada y palomitas que de la propia proyección de la película. Ir al cine te sale por un pico, porque al abusivo precio de la entrada tienes que sumarle el refresco y maíz de rigor, y se te planta la fiesta en 10 euracos del ala por cabeza, amén de la desilusión que la mayoría de veces causa la exhibición de lo contado mil veces a lo que solo se le añaden los efectos especiales de rigor, efectos que ya comienzan a formar parte de lo excesivamente manido, tal vez por el abuso, tal vez porque el público entiende (por fortuna) que el cine no es eso, que no, que no es eso.
Revista Cine
Pues entre tanto nubarrón resulta que la Filmoteca de Valencia viene llenando la Sala Berlanga, en pleno centro de la ciudad y con una capacidad para 188 personas, con el ciclo de cine clásico Básicos Filmoteca que se proyecta desde el pasado octubre, que ya anda por su segunda fase y que, visto el éxito, hay rumores de repetir. Historias de Filadelfia, la deliciosa comedia de George Cukor, era el pase del miércoles pasado. Me hubiese gustado asistir el jueves a las 8 de la tarde, porque la película iba introducida y seguida de un coloquio a cargo de Áurea Ortiz, profesora de la Universidad de Valencia, pero esa hora de la tarde es especialmente difícil para mi, a riesgo de regresar a mi casa con la parentela en un estado similar a este. No es que en mi dulce hogar nadie arrime el hombro, pero el terreno cocina sigue siendo espacio vetado para el sexo masculino y es una batalla de la que he desistido hace unos cuantos años, sobre todo por las consecuencias posteriores: el coste es siempre mayor que el beneficio cuando se trata de fogones y grasilla. Pero volviendo a la filmoteca, es cierto que un cine lleno no sería noticia si se tratase del último estreno de Hollywood, pero la Berlanga ha rozado el lleno en jornadas como El acorazado Potemkin, Tiempos modernos, El maquinista de la general, La pasión de los fuertes, Ciudadano Kane, M el vampiro de Duselldorf, Deseando amar, El séptimo sello o Un perro andaluz. Los pases son un par de veces por semana a distintas horas, y los jueves van acompañados de una presentación y coloquio a cargo de especialistas en historia y teoría del cine, además de entregar a los asistentes un dosier con una pequeña introducción a la película que expone la importancia de cada film dentro del desarrollo del lenguaje cinematográfico. Las proyecciones son todas en soporte foto-químico y en versión original subtitulada, y las silentes se pasan sin sonido, acompañadas de una audición musical en directo lo más fiel posible a la manera como se proyectaron en su estreno. Se trata a todas luces de transmitir el valor de la experiencia colectiva que supone asistir a una sala cinematográfica para ver una película en su versión y formato originales. Cine imperdible e imprescindible en el centro de la ciudad, a un euro y medio la entrada y gratuita con el carnet de estudiante. El autobús de ida y vuelta sale bastante más caro.