La filosofía de Wittgenstein pasó por dos etapas muy diferentes. En cada una de ellas encontramos un libro principal en el que expuso su propuesta: en la primera etapa el Tractatus-Logico-philosophicus y en la segunda las Investigaciones filosóficas.
En la primera etapa Wittgenstein afirmaba que en la Lógica -un lenguaje puro, único, exacto- está la estructura común al conocimiento y al mundo. Así la tarea principal de la filosofía, además de mostrar esta tesis básica, se concentraba en traducir el lenguaje del conocimiento -un espejo en el que se reflejan los hechos del mundo- al lenguaje pulcro y pulido de la Lógica. En esta primera etapa el fundamento de la realidad y del lenguaje que la representa en el conocimiento está en la sintaxis lógica de un lenguaje artificial.
En su segunda etapa Wittgenstein rechazó lo que había sostenido anteriormente, ahora sólo le importaba y llamaba su atención el lenguaje cotidiano, el lenguaje común y corriente. Por eso su tesis básica pasa por negar que exista una entidad como “el Lenguaje”, con mayúsculas, lo que hay es un enjambre de juegos de lenguaje trenzados con formas socioculturales e históricas de vida (unas formas múltiples y cambiantes, habitadas por la diferencia y la diversidad). En esta segunda etapa, además, afirma que el significado del lenguaje está en su uso -en las reglas específicas de cada juego lingüístico- y en el contexto compartido en el que está en cada ocasión enraizada la comunicación, el intercambio de frases -mensajes- entre los seres humanos que participan de una misma forma de vida.
Tradicionalmente se ha entendido, desde Platón y Aristóteles, que la filosofía está llamada a encontrar un Fundamento, una suerte de clave maestra que lo explique todo. La filosofía, así, parece avocada a buscar y encontrar un mundo ideal, un mundo esencial, es decir, un ente supremo -sean las Esencias universales, Dios, el Sujeto humano...- que lo fundamente todo, que explique completamente el orden del mundo, que establezca de una vez por todas cuál es su origen y su finalidad, etc. Pero en su segunda etapa, coincidiendo aquí con Heidegger, Wittgenstein rechaza la idea misma de “fundamentación”, suspendiendo la creencia de que, si no hay un fundamento, la totalidad del mundo se hunde en el caos. Si la filosofía no debe localizar un fundamento le corresponde, entonces, un lugar y le toca desempeñar un papel mucho más modesto y menos ambicioso. ¿Cuál?
La tarea de la filosofía, afirma Wittgenstein en su segunda etapa, es terapéutica: le corresponde -a partir de una descripción de los juegos de lenguaje y una aclaración del uso contextual de palabras y frases- “curar” al mundo de toda una serie de “enfermedades intelectuales” cuyo origen está en haber sucumbido al embrujo o hechizo del lenguaje. La filosofía -atendiendo al lenguaje cotidiano- se encarga, así, de eliminar falsos problemas o de disolver pseudoproblemas (los cuales, a su vez, conducen a empeñarse en soluciones erróneas que desorientan y extravían la vida colectiva, llevándola hacia callejones sin salida).
Baste un ejemplo de esta peculiar “terapia” desplegada por Wittgenstein: determinadas palabras pueden llevar a creer que hay “esencias”, es decir, un puro y cristalino reino ideal poblado de definiciones esenciales, de definiciones conceptuales; cuando se acepta esta creencia se sostiene, a la vez, que el conjunto de la vida social depende, en su buen funcionamiento, su estabilidad, su orden legítimo y armónico, de que se hayan encontrado y fijado con exactitud las esencias universales y necesarias de cada uno de los fenómenos del mundo. Así, por ejemplo, la palabra “belleza” -o “justicia”, etc.- puede inducir a la creencia o el supuesto de que hay unas pocas propiedades esenciales -constantes, permanentes, idénticas- que definen de una vez por todas y para siempre a todas y cada una de las cosas calificadas precisamente como “bellas”. Pero esto, insiste Wittgenstein, es un grave error -y un error cargado de consecuencias-: la palabra “belleza” -así como los fenómenos que pone de relieve y destaca- no tiene un significado único y unívoco; su uso es reglado y contextual, por lo que su significado concreto depende de una forma social, cultural e histórica de vida y, por ello, del juego de lenguaje con el que está trenzada. Por lo tanto, la teoría del significado como uso, “cura” de la enfermedad del “esencialismo lingüístico”, es decir, de la creencia grandilocuente -habitual en Occidente desde Platón- de que existe la Verdad, el Bien y la Belleza, y de que la vida racional, la vida civilizada, se sostiene necesariamente sobre estos ideales supremos.
La filosofía como “terapia del lenguaje”, en definitiva, pretende curar a la sociedad de una serie de “enfermedades intelectuales” que la asedian, enfermedades originadas por un uso erróneo de palabras y frases que envenenan la convivencia y la desorientan. Intenta así que se eviten poderosas e insistentes ilusiones y quimeras que en el fondo resultan perjudiciales para el desarrollo de la cultura y la civilización en la medida en que la orientan hacia falsos ídolos y metas ruinosas y delirantes. Esta filosofía, este es su propósito, nos vuelve más tolerantes hacia la multiplicidad, la diversidad y la diferencia, en tanto considera “patológica” la obsesión por la unidad, la homogeneidad y la identidad y, también, conduce a perder el miedo al cambio y la innovación.