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El otro día Ángeles y yo salimos a pasear por el pueblo -aunque desde hace mucho es más grande que muchas capitales de provincia españolas- y nos cruzamos, al poco de hacerlo, con una mujer que empujaba esforzadamente un carrito de bebé calle arriba. Su mueca era de trabajo maternal, es decir, ímprobo pero benevolente. Seguramente por ese gesto de empeño, por esa torcedura del rictus, no reconocí a la señora: era Gemma Mengual, la antigua campeona de natación sincronizada, que vive, en efecto, unos portales más allá del nuestro. Yo la recordaba siempre con una sonrisa enorme en la cara, aunque congelada: una de esas sonrisas que se ponen como se pone uno un sombrero, y que lucen en el semblante como un huevo frito, diametrales, fosforescentes, inmarcesibles porque ya nacen, en realidad, marchitas. Las sonrisas de las nadadoras de natación sincronizada son a las sonrisas lo que las corbatas de Luis Aguilé a las corbatas o los pechos de Chelsea Charms a los pechos: un desafuero exigido por la profesión. Ahora la señora Mengual ya no sonríe, o, si lo hace, ya no necesita un andamio para levantar la sonrisa. Aunque razones para la alegría no le faltan: es dueña de un restaurante japonés en nuestra calle (que, como vimos en nuestro paseo, ya está abriendo sucursales en otros lugares del pueblo) donde debe haber invertido sus pingües ganancias natatorias, que cobra 40 euros de vellón por un platito de sushi y que, pese a ello (o quizás a causa de ello), siempre está lleno. En Sant Cugat abundan los famosos, gracias, sobre todo, a dos instituciones contrapuestas: el Centro de Alto Rendimiento, donde se forman buena parte de los deportistas españoles que luego rendirán, en las competiciones del universo mundo, tan grandes servicios a la nación, y la Universidad Autónoma de Barcelona, que se encuentra a pocos kilómetros, en Bellaterra, muchos de cuyos profesores prefieren vivir en Sant Cugat. Además, Sancu tiene la consideración de barrio de clase alta -es el Sarriá allende el Tibidabo- y aloja, en consecuencia, a gente de posibles, aunque no se entrenen en el CAR ni profesen en la Autónoma. Dos de los deportistas más destacados que han residido en el pueblo han sido futbolistas del Barça. El primero, Javier Saviola, el conejo, que, además de en el Barcelona, ha jugado en el River Plate, el Mónaco, el Sevilla, el Real Madrid, el Benfica, el Málaga, el Olimpiacos y el Hellas Verona, y al que seguramente todavía le quedan muchos clubes donde sentir los colores: es un conejo de mundo. Saviola vivía en un número de nuestra calle muy parecido al nuestro, y eso propició que un cartero depositara una vez una carta dirigida a él en nuestro buzón. Y hoy, aquí, confieso por primera vez, no sin vergüenza, que en lugar de subsanar el error del funcionario y devolver la misiva a su legítimo dueño, la abrí en la penumbra del vestíbulo, tembloroso y emocionado por acceder a la intimidad de tan alto (aunque Saviola era más bien bajito) personaje. El resultado fue decepcionante: la carta era de un niño que le testimoniaba una rendida admiración. Creo que incluía hasta dibujos. Recuerdo que, saciada mi curiosidad, me metí la carta enseguida en el bolsillo, no fuera que algún vecino me pillase en flagrante delito de violación postal y yo hubiese de apechugar con el oprobio público. Creo que hoy mi falta está ya prescrita y, si no, valga esta revelación como expiación pública de mi pecado. Otro futbolista que ha vivido en Sant Cugat -y, de nuevo, muy cerca de mi casa, aunque no en mi misma calle- ha sido Hristo Stoichkov, aquel búlgaro del dream team que no hacía prisioneros y que, cuando apretaba a correr por la banda, era capaz de derribar a todos los defensas que se le interpusieran, al portero, la portería y hasta la primera grada del público. Tampoco dejaba ni una decisión de los árbitros sin protestar, ni siquiera las favorables a su equipo. Del mismísimo Messi se rumoreó que iba a establecerse en Sant Cugat, aunque finalmente lo hizo en Castelledefels. Habría estado bien encontrarse con el astro en la panadería del barrio, por ejemplo, aunque no creo que su conversación hubiera sido muy estimulante. Otro deportista célebre, y sancugatense de pro, es Álex Corretja, dos veces finalista en Roland Garros, con el que a veces nos hemos cruzado por la calle, aunque hay que reconocer que su presencia no atrae tantas miradas como la de su mujer, la modelo Martina Klein; en mi caso, al menos, no atrae ninguna: todas se las dedico a Martina. Pero la argentina no es la única bella del municipio. En Sant Cugat vive también Elsa Anka, de cuya anca he tenido el placer de ser vecino -y aun, increíblemente, de rozar- en los Ferrocarriles de la Generalitat, aunque no lo supe hasta el final del trayecto. Viajaba yo de Barcelona a casa, absorto en la lectura del Tractatus logico-philosophicus de Ludwig Wittgenstein, cuando se sentó a mi lado una mujer. Fascinante como es la lectura del Tractatus, no reparé en ella hasta que, por algún azar de la óptica, se me impuso la contundencia de sus piernas y, en concreto, del muslo que, con las continuas oscilaciones del vagón, golpeaba levísimamente -casi acariciaba- el mío. Entonces, sin dejar de aparentar que leía -que Wittgenstein me perdone-, pero forzando los ojos hasta que casi se me saltaban de las cuencas, me fijé en la sinuosidad fluvial de sus músculos sartorios, y en la delicadeza con que se trababan con los aductores, y en la suculenta desembocadura de sus cuádriceps en las rodillas. Elsa leía una revista de decoración, lo que me hizo sentir algún alivio: significaba que conservaba un cierto sentido estético. Desde que había presentado un programa de videncia, protagonizado por el maestro Joao, un pitoniso televisivo que se hacía llamar el elegido, yo dudaba de que Elsa fuera algo más que un cuerpo admirable con un cerebro inexistente. En el terreno intelectual, Sant Cugat ha albergado también a grandes nombres: el poeta y ensayista Gabriel Ferrater, que se suicidó en 1972 en su piso, cerca de la estación de tren, con una mezcla de barbitúricos, para honrar la promesa que había dado a sus amigos de que no cumpliría cincuenta años (hay gente para la que la palabra dada es inviolable, pero uno quizá preferiría que, a veces, lo fuera un poco menos); el también poeta José María Valverde, que fue profesor mío en la Facultad de Filología y que residió aquí al volver de su exilio americano, a principios de los setenta; y, hoy, el romanista, musicólogo y buen amigo Antoni Rossell, al que conocí hace muchos años cantando salmos protestantes en unas minas de tungsteno en Salamanca, y el filólogo Francisco Rico, que despliega su saber y su arrogancia en las aulas de la Autónoma -es el único investigador que conozco capaz de explicar la influencia de Erasmo en El Lazarillo mientras sorbe el cuarto gin-tónic- y con el que he coincidido en alguna ocasión en El Fornet, una cafetería franquiciada que ofrece prensa gratis: la última vez, se adelantó a quitarme El Mundo.