Blanco sobre blanco, menos es más, nos vamos todos convirtiendo al budismo sin enterarnos. Hemos ido matando el deseo y asesinando los cuerpos. Y no al modo dulce y pasivo de los orientales. Aquí no llegamos al nirvana pálido una vez agotado el espectro de color, aquí cuando interiorizamos, llegamos a la sangre y la teñimos de blanco. Hartos de formalismos, hartos de virtuosismos- para los juegos malabares está el circo-, llevamos cien años haciendo una pira de fuego. Hemos arrojado a las llamas las cruces y sus maderos, hemos ido quemando todo lo externo, hemos prescindido de la materia por considerarla accesoria y hemos llegado a la nada de Duchamp, a la idea límpida y pura, al vacío final de Oteiza, al vértigo arañado en las cabezas cada vez más diminutas e invisibles de Giacometti, a la carcajada clásica de Picasso, a la pirueta humorística y comercial de Warhol, a la humildad repetida una y otra vez de Morandi. Hemos quemado la grandilocuencia, esa peste pasada, y nos hemos topado con el muro vacío del absurdo. Y ponemos cara de incrédulos, de que nada nos importa, de que todo es un juego, un juego muy caro de millones. Algunos se frotan las manos. Pero en el arte , como en las guerras y en el amor, hay demasiados mártires y demasiados muertos para que nos riamos alegremente. Sólo los niños juegan en serio. En los juegos olímpicos pervive hoy la Grecia clásica; cuerpos aún más bellos y recrecidos, la humanidad estilizándose. El atleta es la representación carnal elevada a su cumbre y nada puede entorpecer la linea de su contorno. ni sombra de sexo. Cuerpos desnudos y depilados, cuerpos en plenitud buscando sus límites, cuerpos sin edad. El discóbolo desnudo y detenido en su belleza, aislado del sufrimiento, ajeno a su coraza musculada, construida para hacer frente al dolor. Queda la mitología griega olvidada y encerrada en los museos. Hoy se expone la mujer tendida y descubierta junto a los trapos manchados de la pintura de Lucien Freud. Una mujer vista bajo la lupa diseccionadora, la vagina como una herida, el cuerpo despojado de su misterio, la piel desgarrada de superficie. Y el hombre cualquiera desnudo, el hombre ordinario y peludo, la mirada perdida, su sexo basto, el hombre tendido en el diván del señor Freud, aplastado contra el suelo, asfixiado en su evidencia. Topografía enfermiza y subterránea, traspasada por unos ojos incisivos y escrutadores, los cuerpos vistos desde una lente inmisericorde, detenidos y vulnerables, ahogados en su propia luz. Cuerpos de hombres y mujeres pintados por el último grandilocuente, hundidos en una nueva mitología triste y sabia, Edipo y Layo, cuerpos desolados y titánicos de miseria, polvo de ceniza escultórica, ¡Qué lejos Grecia! Estoy ante los cuadros de Rothko. Y contemplo el espíritu fluyendo en el color ingrávido y sin contornos. Viendo los lienzos de este pintor, pienso que debía de sentirse entre barrotes y que no estaba dispuesto a encarcelar su pintura. Color licuado, color puro, apenas nada sobre una superficie despojada, ascética, color extendido por aquellas manos antes de la última desesperación, manos que al pintar creían todavía, manos que no encontraron materia en la que salvarse ni cuerpo en el que reconocerse. Manos que cogen los pinceles como cuchillos asesinos de toda envoltura y van ordenando puritanamente el salpicado de la sangre. Sangre violeta, amarilla, azul, sangre oscura que va extendiendo ante nosotros, espectadores alucinados. Arte que vuelve los ojos hacia dentro, paisajes interiores y cuerpos desmenuzados, arte que no es sino el anuncio de quien prescinde finalmente del oxígeno. Hemos quemado todo y en el fuego se han ido haciendo cenizas nuestros cuerpos y en el humo se nos ha ido evaporando el espíritu. Y tendremos que regresar a la carne renovada. Hasta en la hostia consagrada invocamos al cuerpo. ¡Que vuelvan los cuerpos! Que alguien nos salve de esta luz ácida. Que nos acaricie la sombra.