La grasa tiene, en general, muy mala fama. En el cuerpo humano, tiende a acumularse en exceso, afeando la silueta y aumentando el riesgo de algún tipo de enfermedades (cardiovasculares, etc.). Su acumulación no aporta ningún beneficio, más que el disponer de mayores reservas en caso de períodos prolongados de subnutrición. Y, también, facilita la vida de los médicos que, ante un paciente obeso, tienen la receta preparada de oficio: Usted tiene que adelgazar.
Esta grasa tiene que ser buena, sólo hace falta verla...
(Fuente: elimparcial)
Hay gloriosas excepciones, como la grasa del cerdo ibérico, que funde a 23ºC (por eso el buen jamón brilla a temperatura ambiente, y tiene su pringuecillo). Además, en los cerdos criados en montanera, el ejercicio diario persiguiendo el cotidiano condumio provoca que la grasa se infiltre en la carne, y produzca jamones de sabor extraordinario (y precio astronómico).
Todos los sistemas mecánicos necesitan de algún tipo de grasa para poder funcionar correctamente. En el automóvil, siempre hay que vigilar el nivel de aceite, no fuera a ser que se acabara gripando el motor por falta de lubricante. Pero si echamos grasa (aceite) en el depósito del carburante, todo dejará de funcionar.
Todos los sistemas que tienen vida de alguna forma, tienden de modo natural a acumular grasa. En la contabilidad de las empresas existe un concepto llamado Coste de Operación, que viene a reflejar el coste que supone mantener toda la maquinaria de la empresa en funcionamiento, incluso antes de realizar la que sea su propia función (fabricar, vender, servir,...). Si nadie lo controla, el Coste de Operación tiende a crecer con el paso del tiempo ad infinitum. Como en general aplica el criterio de que lo que funciona, ni lo toques, cuando la situación económica de la empresa es boyante, se va produciendo una erosión permanente de la eficiencia, a causa del incremento constante del Coste de Operación. Pero si se consiguen las cifras de facturación y beneficio esperadas, nadie quiere fijarse en contener el Coste de Operación.
Sin embargo, cuando la situación se pone más tensa y los beneficios disminuyen por debajo de lo esperado, lo primero en lo que se fija cualquier director es en reducir (optimizar, mejorar la eficiencia,...) el Coste de Operación. Se despiden contables o financieros que resultan redundantes, se decide que basta con una persona para la distribución del correo interno (donde posiblemente ya haya dos o tres), se externalizan servicios (limpieza, seguridad, proceso de datos,...) y, en general, se intenta conseguir que el Coste de Operación (un concepto de gasto fijo) sea lo mínimo posible. Se prefiere que muchos de esos costes estén más ligados al nivel de actividad de la empresa (a su facturación, en definitiva), que sean costes variables, y que su importe sea mucho más flexible y siga más fielmente la marcha ascendente o descendente de la situación económica de la compañía.
La Administración Pública, como una gran empresa que es (con cientos de miles, o incluso millones de empleados en todo el territorio) no es una excepción a esta regla, pero tiene algunas peculiaridades. La primera, sin duda, es la de la existencia de los funcionarios. Los funcionarios son empleados (servidores) públicos, que han tenido que aprobar una oposición (un examen con todas las garantías de publicidad y ecuanimidad) para ganarse su plaza. A cambio, disponen (si así lo desean) de una ocupación y un empleo para toda su vida laboral.
Un Porsche obeso. Un contrasentido en sí mismo.
(Fuente: nopuedocreer)
La existencia de los funcionarios con su particular estatuto se explica por dos razones principales. La primera es garantizar que el empleo público no se distribuya con arbitrariedad y liberalidad por los que detenten el poder en cada momento. Y la segunda es para asegurar que el funcionamiento cotidiano de la Administración Pública esté garantizado por una pirámide funcionarial experimentada y profesional, que no sufra los vaivenes o los caprichos de una jerarquía política cambiante con el tiempo. Los niveles jerárquicos más altos se consideran cargos de confianza o políticos, y son los únicos que, si acaso, pueden cambiar cuando cambie el partido político gobernante en esa administración concreta.
No olvidemos que funcionarios son los que atienden al ciudadano en su relación con la Administración, los médicos, enfermeras o celadores de los Centros de Salud y los Hospitales públicos, los profesores de las escuelas públicas, los catedráticos de Universidad, los jueces, los ujieres que sirven un vaso de agua al orador en el Congreso de los Diputados, o la policía, por poner solamente algunos ejemplos.
A sus muchas ventajas (continuidad, estabilidad, profesionalidad,...) la existencia del funcionariado presenta un problema principal: su muy escasa flexibilidad. Su número total aumenta cada vez que alguna de las Administraciones convoca oposiciones para nuevas plazas, pero únicamente disminuye de forma natural atendiendo al propio ciclo vital (jubilaciones,...).
Intentando esquivar esa rigidez, todas las Administraciones han recurrido a la contratación de interinos o de personal con contrato laboral (no funcionarios), y a la externalización de algunos servicios. De esta forma, les resulta más sencillo, en caso de necesidad, reducir la fuerza laboral total a base de la no renovación de contratos de interinidad, el despido de contratados laborales o la reducción de las contratas externas. Claro que eso acaba creando diversas castas entre los empleados públicos, lo que en ningún caso es saludable.
En esa misma línea, la mayoría de Administraciones han recurrido a la creación de empresas públicas, con objetivos habitualmente muy concretos, pero demasiado a menudo bastante confusos. Si bien su creación puede responder a las mejores intenciones de eficiencia y servicio público de los políticos de turno, su gestión de recursos públicos en base a dotaciones presupuestarias, necesariamente más alejadas de la luz intensa de los interventores de cuentas, da pasto para que puedan producirse, con demasiada frecuencia, situaciones de corruptelas y corrupciones de diverso origen. Así, por ejemplo, el nepotismo, el que muchas de esas empresas públicas se conviertan en reductos semiopacos para facilitar un salario público a familiares y amigos en general. O, incluso, que algunos recursos públicos, alejados de la luz y los taquígrafos, se acabe blanqueando hacia el bolsillo privado o a la financiación de los partidos políticos.
Desde 1978, se ha producido en España, además, el despliegue e implementación del Estado Autonómico, consagrado en la Constitución. Se ha multiplicado el número de administraciones con capacidad de gastar dinero público y con posibilidades de creación de nuevas plazas para funcionarios o de empresas públicas. Algunos cambios tienen una trascendencia limitada. Por ejemplo, un decir, un hospital a pleno rendimiento en Granada no varía sus necesidades de funcionamiento por el hecho de dejar de depender del Ministerio de Sanidad de Madrid (o del Insalud) y pasar a depender de la Consejería de Sanidad de la Junta de Andalucía (o del correspondiente Servicio Andaluz de Salud). Pero el grupo de funcionarios que gestionaban el conjunto de la Sanidad de todo el Estado desde Madrid, ahora deben descentralizarse, para hacerlo desde las respectivas Consejerías de cada una de las comunidades autónomas. Pero la rigidez de la estructura funcionarial no facilita la migración geográfica, por lo que las nuevas necesidades locales se cubrirán, principalmente, con nuevas plazas convocadas por la correspondiente administración autonómica.
Sin un control explícito, las Comunidades empiezan a competir entre ellas, para intentar prestar a sus ciudadanos servicios de mayor calidad que la Comunidad vecina. Ello lleva, con el tiempo, a profundas desigualdades e incongruencias, como la existencia de tantas tarjetas sanitarias como Comunidades Autónomas existen, o sistemas informáticos para la gestión y el control diferentes en cada lugar, o a que los médicos en A cobren mucho más (o mucho menos) que los médicos de B por desempeñar la misma labor.
El despliegue de la administración autonómica se ha venido realizando en las últimas décadas atendiendo prioritariamente a los criterios políticos, incluso la transferencia de algunas competencias ha sido objeto de una negociación a cambio de apoyos parlamentarios puntuales, por ejemplo. Los criterios económicos han estado fuera de la escala de prioridades, y la eficiencia de la Administración Pública no ha sido la preocupación principal de los políticos (ni centrales ni autonómicos). Ha habido una auténtica obsesión por la calidad y la cantidad de los servicios públicos prestados por las administraciones, pero a menudo se han obviado los criterios más elementales de eficiencia.
Yo parto de la base de que la toma de decisiones sobre los temas que afectan a la vida de los ciudadanos debe realizarse lo más próximo a ellos que sea posible. Esto facilita que las decisiones sean mejor informadas y más acordes con las necesidades reales de los ciudadanos, y que las prioridades que se definan estén también de acuerdo con la intensidad relativa de esas necesidades. Pero, si no existe un férreo control y una intervención permanente de cuentas, la tendencia de este despliegue es hacia el aumento de la entropía, de las desigualdades, de las ineficiencias, de las duplicidades o de las lagunas.
El Apartamento (Billy Wilder, 1960)
Esa oficina gigante repleta de empleados realizando tareas
repetitivas, ya forma parte del pasado
(Fuente: boldecine)
Ahora nos enfrentamos a una crisis económica gravísima y muy persistente. Una crisis que nos obliga a todos, a todos los niveles, a perseguir la máxima eficacia de cada euro gastado y, por lo tanto, la máxima eficiencia en las decisiones de gasto. Muchos consumidores hemos tenido que descubrir, a la fuerza, que algunos gastos eran superfluos y son prescindibles, hemos descubierto las marcas blancas, los outlets de ropa o las compras de ofertas por Internet. Las familias se han visto obligadas a eliminar toda la grasa, a verificar la necesidad o conveniencia de cada uno de los gastos, revisar uno a uno esos euros que se nos iban en los total por.
Por el contrario, el ciudadano tiene la sensación de que la Administración Pública sigue funcionando con toda la grasa acumulada durante años de falta de rigor o de control. Los recortes (ajustes, o como queramos llamarlos) se vienen aplicando directamente sobre el output de la Administración Pública, sobre la cantidad y la calidad de los servicios que presta al ciudadano. Se ha reducido el número de profesores o el de personal sanitario, se obliga al copago de los medicamentos, se intenta excluir de la cobertura sanitaria a ciertos colectivos, etc. etc. Pero no parece que el Gobierno (los Gobiernos) tengan ninguna voluntad de racionalizar la Administración Pública, de mejorar su eficiencia, de actuar con decisión sobre su Coste de Operación, de eliminar la grasa acumulada, de hacer desaparecer muchas de esas empresas públicas que son únicamente justificadoras de nóminas y presuntos nidos de corruptelas diversas, etc. etc.
Para el ciudadano corriente, que sufre en sus carnes de muchas maneras la crisis económica galopante (paro, disminuciones salariales, cierre de pequeñas empresas por disminución del consumo y la inversión o por la creciente morosidad,...) la única explicación que se le ocurre para esta aparente desidia es que ese tipo de decisiones irían contra los intereses de la propia clase política que debería tomar las decisiones que no toma. El solo hecho de que ya no produzca ningún rubor hablar de la clase política debería ser motivo de escándalo mayúsculo. Y no representa, pues, noticia ni novedad que la clase política se identifique por la ciudadanía como uno de sus principales problemas (tras el paro y la crisis económica).
Recientemente se ha sometido al conjunto de las entidades financieras a un ejercicio exhaustivo de auditoría externa, para identificar sus capacidades o debilidades para afrontar con éxito situaciones severas de crisis económica. ¿No sería posible realizar algo equivalente para la Administración Pública?.
El prerrequisito imprescindible sería que todas las Administraciones aceptaran de forma explícita que el resultado de una tal auditoría fuera vinculante, y se obligaran a aplicar sus conclusiones con la máxima disciplina y total obediencia.
Lo que tenemos que aprender de esta crisis es que las decisiones políticas deben definir el qué hay que hacer, la calidad y la cantidad de los servicios que la Administración debe prestar, pero el cómo hacerlo es puramente una decisión económica.
Tenemos en España un sistema de Administración Pública con mucha grasa acumulada. Una auditoría exhaustiva indicaría, muy probablemente, que es inviable mantener más de 8.000 ayuntamientos en el país, y que muchos ayuntamientos pequeños deben mancomunarse para ser más efectivos y poder prestar los servicios que precisa el ciudadano. Indicaría que las Diputaciones prestan algunos servicios que sería mucho más eficiente que fueran prestados desde las mancomunidades de ayuntamientos o desde las Comunidades Autónomas. Indicaría que la expansión y extensión de la Administración Electrónica debe ser universal. Indicaría que el despliegue autonómico ha generado ineficiencias y duplicidades monstruosas, que hay que revertir de modo inmediato. Pondría el dedo en la llaga de la inutilidad patente de muchas de las empresas públicas existentes, cuya actividad habría que cancelar de modo inmediato. Señalaría, sin duda, a muchos funcionarios cuya actividad ha dejado de ser necesaria. Quizá no pudieran despedirse, pero incluso pagarles el salario en su casa sería un ahorro muy considerable (en puestos de trabajo, locales, electricidad, etc. etc.).
Han pasado ya los tiempos en que ciertos ahorros se descarten con el viejo argumento de que son el chocolate del loro. El loro que coma alpiste, como corresponde a su naturaleza.
Si nuestros políticos no toman esta tarea con seriedad y la máxima decisión, nos exponemos a que todas nuestras vergüenzas aparezcan cualquier día en la portada del Wall Street Journal, el Financial Times o el Frankfurter Allgemeine Zeitung. Nos exponemos a que los países más ricos de la Unión europea se cansen de sufragar nuestras ineficiencias y despilfarros. Nos exponemos a que alguien decida enviarnos a un tecnócrata a que ponga orden. Nos exponemos a que la prima de riesgo suba hasta niveles imposibles, que hagan definitivamente inviable a este país, tal y como lo conocemos hoy.
Si nuestros políticos actuales son incapaces de abordar esta labor necesaria, habrá que buscarse otros. Y, por favor, aprendamos ya de una vez que las decisiones políticas deben definir el qué se quiere hacer, pero el cómo hacerlo debe ser una decisión económica de los técnicos y financieros.
La grasa acumulada en nuestro Sistema es de la mala, de la que provoca que un infarto sea más que probable.
JMBA