Escuché un jadeo ahogado y miré por la cerradura. Una mujer de unos cuarenta años apoyaba la mano derecha en su pecho, respirando a golpes, aspirando en sacudidas cual pez fuera del agua, mientras mantenía el brazo izquierdo alzado hacia el hombre del sofá, implorando. El tipo comía tallarines de una caja de cartón. Movía los palillos con tranquilidad, revolviendo, eligiendo. La mujer cayó sobre sus rodillas y se agarró el cuello con las dos manos, la cara le palidecía por instantes, y ya casi no se escuchaban los intentos por sobrevivir. Él masticaba exageradamente.
Era moreno, las arrugas le corrían por la cara sin pudor. Una de ellas le cruzaba la mejilla desde el pómulo hasta cerca del labio, y la luz de la lámpara de mesa la marcaba como una antigua cicatriz. Se secó la boca con el dorso de la mano y bajó la cremallera de la chaqueta de moto que llevaba puesta, se la quitó y la tiró en una silla mientras rodeaba al fantasma de la mujer. Le dio un golpe seco en la espalda con la mano abierta, haciéndole expulsar algo violentamente que rebotó contra la pared. Dejó una marca en el papel amarillento, como si hubieran escupido contra el estampado de flores, lo que no parecería extraño ni mucho menos.
Los jadeos se oyeron de nuevo, robando el aire, la garganta ronca la traicionaba. Su cuerpo se balanceó y se dejó caer sobre la moqueta. Tumbada boca abajo su cara miraba directamente al armario donde me escondía. El calor empezó a resultar molesto allí dentro, me desabroché un poco la camisa e intenté buscar una posición más cómoda sin hacer ruido. Las perchas se bamboleaban al tocar la ropa, lo que me provocó un terrible shock. Me rocé los pulgares contra el resto de los dedos, como siempre, como puliendo arena con las yemas. Me imaginé en la playa, hace tan solo una semana, viendo las olas llegar para volver a dejarme, sintiendo la humedad y el salitre en la nariz. Recordé el aire ululando entre las sombrillas, las conversaciones alrededor, el frío en los pies a última hora de la tarde cuando el sol se perdía. Solté el aire y miré por la cerradura con ansiedad.
Oscuridad.
La puerta del armario se abrió violentamente y el hombre de los tallarines, de la chaqueta de moto, el hombre de las arrugas, me agarró de la camisa y me sacó a rastras. Me tiró al centro de la habitación y sin mediar palabra me propinó varias patadas en el estómago y el tórax. Empecé a jadear y no pude por menos de verme a mí mismo desde la cerradura, tirado en la moqueta donde hace unos segundos babeaba la mujer. Intenté coger todo el aire que pude antes del siguiente golpe en la cabeza, el que me dejó inconsciente.
Abrí el ojo derecho, en realidad intenté abrir los dos ojos pero el izquierdo no me respondió. Lo primero que vi fueron las botas del cabrón aquel, tumbado boca abajo. Durante unos minutos me obligué a no moverme, el dolor me gritaba en el cerebro como un loco sin control, las costillas me taladraban el costado, pero no me moví. Volví a abrir el ojo, y me volteé despacio sobre sí mismo para poder incorporarme.
Allí sentado pude ver como dos palillos de madera salían de la espalda del tipo, como banderillas en el lomo de un toro de lidia. Unos chorrillos de sangre caían hacia los lados, empapando la ropa y alimentando la moqueta, que ya había absorbido suficiente sangre como para crear una mancha a su alrededor. Me giré usando el torso completo, desde abajo, evitando cualquier retorcimiento del cuerpo o movimiento brusco. Nadie. La habitación 303 del Hotel Cachito estaba vacía, salvo por mi maltrecho cuerpo y por el cabrón de los palillos. “¡Joder! ¡Con los putos palillos!”.
Consulté mi reloj, el cristal estaba roto. Una “Y” invertida cruzaba la esfera, desde las doce hasta tocar las siete y las cuatro. Ya no funcionaba. Miré hacia el armario, las puertas estaban aún abiertas de par en par, ahora no tenía ni la mitad de ropa que antes. Busqué el botiquín en el baño y me lavé la cara como pude, metí la toalla en una bolsa de plástico para lavandería del hotel, la cerré y abrí la puerta para marcharme de aquel infierno, aquel viernes había sido un viernes de mierda. Me paré en el pasillo, y no pude por menos de sonreír. Volví sobre mis pasos sin prisa, las olas llegaban para volver a irse. Recogí la chaqueta de moto de la silla y me la puse entre punzadas de dolor.
Un técnico de mantenimiento con mono azul luchaba con una pequeña escalera para cambiar uno de los fluorescentes. No era muy alto, tenía un cinturón de herramientas que se le descolgaba ligeramente por la cadera, y se balanceaba hacia adelante y atrás de puntillas con un destornillador en la mano. La luz en los pasillos era de color crema, los plásticos que protegían los tubos se habían amarilleado y cuarteado con el paso del tiempo, bajé la cabeza e intenté pasar a su lado como si nada. El manitas dudó un instante cuando le rocé y un lateral del protector se le descolgó golpeándolo en la cabeza. Un puñado de insectos muertos cayó en su cara y empezó a maldecir en otro idioma, tal vez de Europa del este, como un mono furioso. Apuré el paso sin mirar atrás mientras bajaba las escaleras hacia la salida de emergencia, le oí tirar las herramientas al suelo y sacudirse con gran estrépito.
Debían ser ya las siete de la tarde cuando metí la bolsa de lavandería en el maletero. No había nadie allí fuera, tan sólo se oía el cartel eléctrico de la entrada chisporroteando y el aire empujando las hojas y las ramas de los árboles, si cerraba los ojos era como si estuviera oyendo llover. Me alegré de haber entrado por el parking de servicio, era una costumbre ya, mi madre siempre decía que la gente como nosotros no quedaba muy bien entrando por la entrada principal en ningún sitio. Sonreí de nuevo. Un viernes de mierda, vaya que sí.