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El afecto que tuvimos de niño (positivo o negativo) se nos tatúa en el cerebro y crean los pensamientos de toda nuestra vida. Más del 95 % de las decisiones cotidianas son inconscientes, y, todas llevan la marca del afecto infantil y de las emociones. Ni un pirata ni un yakuza tiene más "tatuajes afectivos" que un hombre moderno, absorbido por pensamientos y decisiones viscerales como respuesta a los retos que nos presenta la sociedad presente y la inmediatamente futura. Cuando decidimos algo, lo hacemos bajo patrones aprendidos e inculcados, tanto explícitos (educación, entorno, contexto...) como implícitos (estado de ánimo, poder económico, salud...). En estos últimos, encontramos los patrones emocionales, que no son los únicos implícitos. Cuando buscamos una respuesta, nuestra conciencia rebusca como loco un patrón aplicable en los recuerdos a través de las neuronas, hasta que ella uno. Claro que esa heurística de búsqueda no entiende de temporalidad ni de qué clase es ese patrón memorizado. Y lo que tenemos tatuado en el hipocampo siempre está ahí visible para las neuronas, siempre a la vista inconsciente. Después, ya todo es más fácil. Se transporta a la conciencia transformado en intuición, premonición, pensamiento lógico, razonado, deductivo o vaya tú a saber con qué carcasa llega a nuestro consciente. Lo malo es que esos patrones heurísticos son engañosos porque parecen encajar, y a veces, parecen funcionar a corto plazo, pero, en realidad, simplemente ocupan un espacio y se acoplan para evitar un conflicto que queda latente hasta que la pieza empiece a desincronizarse. Cuando esto ocurre, el tiempo ha pasado lo suficiente como para no poder identificar dónde se encuentra ese patrón mal colocado. Y vuelta a empezar. Colocamos otro patrón heurístico emocional. Como un tornillo sinfín. Imaginen el resto.