El entierro de Isabel de Portugal de Mariano Salvador Maella, Catedral
de Valencia. Pintado en 1787, en él Francisco de Borja, entonces marqués
de Llombay, se halla ante el ataud con los restos en descomposición de
la emperatriz Isabel. Sobrecogido por el aspecto de quien conoció tan
gentil y hermosa, su espíritu se transformará tras aquella visión.
Oculta su importancia histórica por la extraordinaria relevancia del emperador Carlos, poco se ha dicho y menos escrito de Isabel de Portugal, salvo que era delicada y de gran hermosura, bondadoso su carácter, fiel esposa y abnegada madre de familia; sin embargo tuvo una constante ocupación y preocupación por los asuntos del reino, pues ausente el emperador casi siempre, ocupaba la regencia consultándole siempre, y dando cuenta de su gobierno.
El día 21 de abril de 1539, la emperatriz Isabel se pone de parto. No es la primera vez. Otras veces ha pasado por ese trance; de uno de los anteriores, doce años atrás, nació Felipe, príncipe del más vasto imperio conocido; pero ahora las cosas no van bien. Da a luz un varón que nace muerto, y la reina, indispuesta desde unos días antes, queda aquejada de fuertes calenturas y está muy débil. Sin que los médicos sepan qué hacer más que anunciar un infortunado desenlace, el primer día de mayo la emperatriz muere en el palacio de los condes de Fuensalida en Toledo.
Tras los funerales en Toledo, en los que Carlos lloró sinceramente la perdida de su amada esposa, encargó que el marqués de Llombay, Francisco de Borja, futuro IV duque de Gandía, se ocupara del traslado a Granada de la emperatriz difunta. El día 16 de mayo, tras su paso por Orgaz, Los Yébenes, Malagón, El Viso, Baeza y Jaén llega a Granada la comitiva con el cuerpo de la difunta. Es deseo del esposo, el Emperador, y lo había sido de Ella, ser enterrada en Granada, ciudad en la que habían pasado tiempos muy felices. Junto a su catedral había sido terminada pocos años antes la Capilla Real, donde reposan los restos de los Reyes Católicos.
El día 17, durante el sepelio en la Capilla Real, presentes, además de Borja, el obispo de Burgos, fray Juan de Toledo; Luis Hurtado de Mendoza, arzobispo de Granada; el marqués de Mondejar y otros nobles portugueses se da cumplimiento al protocolo: se abre el ataúd para la identificación del cuerpo. No había querido la emperatriz que se embalsamara su cuerpo para evitar así que su cuerpo desnudo quedara expuesto a la vista de extraños. La marquesa de Llombay había amortajado su cuerpo con un hábito franciscano y así se había dispuesto su traslado; pero los días transcurridos y el calor hecho durante el viaje fueron suficientes para su rápida descomposición. Francisco de Borja muy impresionado por esta visión y sin duda también por las palabras de Juan de Ávila en las homilías que en los oficios que por el alma de doña Isabel se dieron influyeron mucho en su conversión. Casado como estaba con Leonor de Castro, siguió al servicio del Emperador, hasta que en 1545, viudo, tomó al pie de la letra sus propias palabras e ingresó en la Compañía de Jesús, para servir a señor que no se le pudiera de morir.