No procedía de una familia ilustre, pero estaba decidido a entrar en el mundo de los poderosos a toda costa; y se empleó bien en ello. Había nacido en Nápoles un 17 de enero de 1636, hijo de Francisco Antonio Valenzuela, rondeño, y de Leonor Enciso Dávila, madrileña. Así constaba en el folio 68 del libro octavo de bautismo de la parroquia de Santa Ana de Palacio de Nápoles, donde fue bautizado con los nombres de Fernando, Feliz, Domingo, Antonio.
Cuanto el joven Fernando tuvo la edad, quiso prestar servicio de armas, como su padre, que era capitán al servicio del rey de España en tierras italianas, pero poco después, cumplidos los 18 años, se convierte en paje en la casa del duque de Infantado, el virrey, y puesto que si posee o carece de algo, esto es de escrúpulos y aquello de una ambición desmedida, a falta de inteligencia, se apoya en su juventud, apostura y viveza, quizás sus únicos valores, para comenzar a medrar.
Su ascenso social comienza cuando, ya en España, logra meter cabeza en el alcázar, en los postreros años del reinado de Felipe IV, al conocer a doña María Ambrosia de Ucedo y Prado, una doncella venida a menos, al servicio de la reina como moza de retrete primero y de cámara después, con la que contrae matrimonio. Premio a sus nupcias con la servidora real es su nombramiento como caballerizo del rey Carlos II.
A partir de ahí su ascenso es imparable. La reina que le estima mucho, le ayuda multiplicando los favores hacia el obsequioso Valenzuela, que a falta de otros méritos, sabe agradar a la reina. También el padre Nithard, el valido, le aprecia y ayuda.
Cuando en 1669 don Juan José de Austria, aquel hijo querido por Felipe IV al principio y aborrecido al fin, hermanastro del rey Carlos aún menor de edad, arroja del poder al jesuita Everaldo Nithard, confesor y valido de doña Mariana de Austria, Valenzuela ve su oportunidad. No llegará enseguida, aún tres años habrá de esperar hasta que la reina le entregue el poder. Para conseguirlo el vivaz Valenzuela se emplea a fondo.
Como una de sus habilidades más notables es la de espiar, informa a su señora, la reina, de todo tipo de chismes, incluso los más escabrosos, ocurridos en aquella corte corrupta. La reina desvalida en aquel ambiente lleno de intrigas, rumores, dimes y diretes, queda atrapada por su informador, maestro de maestros en esos mismos asuntos. Se le empieza a conocer como “El duende de Palacio”, y su ascenso, el de un advenedizo, y su cercanía a la reina no es bien visto por muchos.
Valenzuela asciende peldaño a peldaño, acumula cargos, sabe como atraer voluntades. Es nombrado introductor de embajadores, primer caballerizo, también recibe el hábito de Santiago. Se convierte en secretario de la reina viuda y del rey Carlos, también encantado con él. Parece que está listo para el gran salto, y la reina doña Mariana, entregada, dispuesta a darle el empujón definitivo.
Dueño de la privanza el marqués de Villasierra, título que con otros de menor rango también se hizo premiar Valenzuela, su empeño es consolidar su poder y llenar sus bolsillos. Lejos de plantear un programa que intente solucionar los problemas del reino, se afana en atraer las voluntades de sus enemigos hacia su persona, también la del pueblo, y para ello no duda en darle a éste lo que quiere, que es lo que el adusto y rígido jesuita había restringido o prohibido: las corridas de toros, las serenatas, las representaciones en las corralas; en fin todo lo que al pueblo divierte y, como no, reduciendo el precio de muchos artículos de consumo; y a aquellos, en la corte, lo que también anhelan. El comercio de cargos, el cohecho, incluso la simonía, cualquier favor que comporte el agradecimiento y la lealtad es distribuido sin pudor. Y mientras la corrupción reina en el alcázar madrileño, los nobles se rebelan, pues ven en Valenzuela al advenedizo arribista que, en la cima de su ambición, consigue la grandeza, más que por sus méritos por la flaqueza del rey: cazaban monarca y valido juntos cuando una perdigonada arrojada por la real arma abre las carnes de Valenzuela. En desagravio, Valenzuela es beneficiado con la grandeza. Y casi sin espera llega la protesta. Muchos de los Grandes de España: Uceda, Alba, Medina Sidonia, Osuna, Hijar…, hasta dieciocho, elevan un manifiesto contra el favorito. Exigen acabar con el estado de podredumbre moral instalada en el gobierno. Piden a don Juan José que de nuevo regrese, y que como hizo con el padre Nithard, aparte a Valenzuela del gobierno. Y aún más, a la misma reina Mariana, de la corte.
Avisado y requerido, pues, don Juan José de Austria, en su retiro aragonés, se pone en marcha camino de Madrid, al tiempo que se constituye una junta formada por el condestable de Castilla, duque de Frías; el almirante, duque de Medina de Rioseco; el duque de Medinaceli y el arzobispo de Toledo, Pascual de Aragón, crítico siempre con Valenzuela y sus desmanes, y desairado por la reina cuando ésta salía en defensa de su favorito; mientras Valenzuela huye de Madrid.
La prisión de don Fernando Valenzuela por Manuel Blas Rodríguez Castellanoy de la Parra. Museo de Bellas Artes de Valencia
El viernes 28 de diciembre de 1676 Valenzuela llega con su familia al monasterio de El Escorial. Ha dispuesto el rey Carlos que se refugie allí y a fray Marcos de Herrera, el prior, se encargue de su protección, pero cuando el 12 enero de 1677 el duque de Medina Sidonia y el primogénito de la casa de Alba, con quinientos soldados, se adentran en el monasterio, nada podrá hacer el prior para llevar a cabo el mandato real.
De lo sucedido en aquellas infames horas existe crónica que por su detalle afean mucho la memoria de los participantes, pues tras entrar como una horda en el convento, fray Marcos es requerido a la entrega del perseguido, mas como el prior exigiese a Medina Sidonia y Alba el mandato real por el que ejercían su autoridad, a fin de confrontarlo con el suyo, y diciendo los profanadores de recinto sagrado que dicho mandato era verbal, fray Marcos opuso a las palabras la orden a su cargo con la firma del rey Carlos, negándose a la entrega de don Fernando.
Mas decididos a todo trance a lograr su propósito, comienza la tropa, transformada en turba de bandidos, a buscar a Valenzuela, primero en el convento, luego en la Iglesia, atosigando a frailes y cometiendo daños sin cuento. La infructuosa búsqueda indujo a don Pedro Álvarez de Toledo a negociar la entrega con el prior. Dijo Alba, pues, a fray Marcos, que tenía cosas de intereses que hablar con don Fernando, y se avino el prior a condición de que fuera en la iglesia; que sólo él y Medina Sidonia por un lado y Valenzuela por otro estarían en la conversación, y él mismo y su monjes de testigos sin ningún soldado presente en sagrado recinto. Así se hizo ante el altar mayor lo que de antemano era inútil para Valenzuela, pero no para sus perseguidores, que tras intensa búsqueda no había hallado a don Fernando, y ahora confirmaban su presencia en el Monasterio.
Retiradas las partes, don Fernando en su escondite de nuevo, entran las tropas sin contemplaciones. A la búsqueda del antiguo valido, suman aquellos feroces armados la codicia: en el convento se roba cuanto de valor encuentran, incluso en las habitaciones de doña María, la esposa de don Fernando. La impudicia de los asaltantes avergüenza. Le roban sus ropas, hasta las camisas, y buscando mayores bienes, dinero o alhajas, destripan los colchones; en el templo los incidentes aún son de mayor gravedad, al hurto de bienes se une la profanación de capillas, la blasfemia. Y quienes pueden detener aquello, antes al contrario, sino complacidos, lo consienten.
Hay sospechas de hallarse Valenzuela escondido en lugar próximo a camarín del tabernáculo del Sagrario. Eso y que un fraile acertara a pasar por allí, confundió a algunos de aquellos brutos saqueadores, que comenzaron a gritar: ¡Valenzuela, Valenzuela!, disparando sus armas. Pero el trueno de aquellos disparos en la casa de Dios obraron en el prior el terror que domeñó su deber, redujo su voluntad y poco después don Fernando Valenzuela fue entregado a don Antonio.
La suerte estaba echada para el favorito corrupto, desleal y ambicioso, que fue trasladado a Madrid, y luego a Consuegra. Era el comienzo de un tortuoso peregrinaje que le llevaría a Filipinas y más tarde a Méjico, donde terminaría sus días. Pero esa es otra historia.